sábado, 1 de marzo de 2014

Capítulo 8 Walpurgis



24 de Diciembre, noche.
Virginia nunca fue una mujer de acción. Jamás se encontró cómoda en una cancha deportiva y a duras penas soportaba las películas policiacas que tanto fascinaban a su marido, un ser simple y primario como pocos, a quien un buen mamporro le sabía a gloria bendita, aunque fuera en la ficción de las producciones norteamericanas que, incomprensiblemente batían records de taquilla en la mayoría de las salas del mundo occidental.
Virginia disfrutaba con la poesía de Pedro Salinas y era capaz de conmoverse hasta llorar con un soneto de Lope de Vega o unos versos de Alfonsina Storni. Sus hijos habían heredado de ella un exquisito gusto por la literatura y el arte. Pedro, el menor, estudiante de arte dramático, gozaba de un privilegiado don de palabra que le había sacado de más de un aprieto en varias ocasiones. Rocío, la mayor, estudiante de Bellas Artes, de bellísimos ojos azules, claros y transparentes como aguamarinas, destilaba pura sensibilidad artística y un enorme talento creativo por cada uno de sus poros.
Llamaron el ascensor.
No articularon palabra. Los tres compartían su miedo en silencio.
El miedo no era habitual en ellos. El silencio, mucho menos.
Eran conscientes de que, unos pisos más abajo, podrían encontrarse cara a cara con una realidad mucho más prosaica, mucho más preocupante, mucho más siniestra y aterradora.
El ascensor llegó por fin y las puertas de acero de la cabina se abrieron automáticamente, dejando a la vista un reducido habitáculo apenas iluminado por un tubo de neón cansado y tartamudeante.
Permanecían mudos de temor y presos de una cierta angustia que los atenazaba desde dentro. Se miraban a los ojos. Rocío alargó la mano y cogió con firmeza la de su hermano, que aceptó el gesto con alivio. Virginia apretó el desgastado botón metálico sobre el que, apenas legible, aparecía la letra “S”.
Con una leve sacudida, la máquina hizo descender el ascensor hasta el garaje. Las puertas se abrieron.
Salieron. Las puertas comenzaron a cerrarse un segundo después de que Virginia apretara el interruptor que permitía conectar la iluminación del garaje. Comenzaron a caminar los escasos treinta metros que los separaban del trastero donde se suponía que encontrarían una emisora portátil de radio de onda marina y un viejo revólver del calibre treinta y ocho.
Fue entonces cuando la vieron.
A unos quince metros, junto a un pilar pintado hasta media altura con franjas grises y amarillas, estaba Cristina, una chica agradable y educada con quien solían intercambiar corteses comentarios sobre el tiempo, los niños, la política o cualquier otro tópico de esos que hacen que, en el camino de la amistad, no empiece a crecer la hierba.
Cristina estaba de espaldas a ellos. Parecía inmóvil, exceptuando un casi imperceptible balanceo del cuerpo hacia ambos lados.
Virginia se adelantó.
-¡Cris!- la llamó.
Pedro siguió los pasos de su madre, aliviado de encontrar un alma amiga en un momento que sospechaban iba a ser difícil.
Cristina giró abruptamente el cuerpo cuya soberbia belleza nunca desmereció un ápice de sus facciones latinas y rotundas. Pero “aquello” ya no era un ser humano. Sus bellísimos ojos pardos habían perdido la luz y la vida y ahora exhibían un blanco opaco preocupante y amenazador. De sus labios entreabiertos manaba un hilo de sangre oscura.
Todo se desarrolló en segundos.
Virginia intentó retroceder sobre sus pasos pero Cristina ya había hecho presa de su gruesa sudadera azul y la atraía hacia sí con una fuerza sobrehumana y bestial. Las mandíbulas se abrieron monstruosamente y la dentadura de la chica comenzó a abrirse y cerrarse violentamente a escasos centímetros del rostro de la madre de los chicos.
Pedro Bueno Junior se abalanzó hacia la deshumanizada vecina del número 37 de la calle Mar Chica e intentó liberar a su madre del mortal abrazo de la joven. Parecía imposible.
De un manotazo, aquella arpía maldita arrojó al joven hacia un “Nissan Terrano” de color gris plata. Pedro casi voló por el aire para ir a aterrizar sobre el capó del turismo, golpeándose dolorosamente la parte posterior de la cabeza.
Las dentelladas se aproximaban, milímetro a milímetro al bello rostro de la profesora de Literatura.
Virginia clavó su mirada en los ojos muertos de Cristina. Contempló en ellos una especie de odio animal y primitivo que jamás había conocido en persona alguna.
Y entonces oyó el chasquido.
Justo entre esos ojos blancos de muerte asomó la punta afilada e inmisericorde de un enorme cuchillo de cocina “Santoku”. La frente de Virginia y el extremo de la mortal herramienta de cocina quedaron a escasos milímetros.
El cuerpo, ahora flácido y pesado de Cristina, la simpática vecina del 37, cayó al suelo como una marioneta rota, con un  sordo “plop” sin eco en la inmensidad del garaje.
Rocio y su madre quedaron frente a frente.
-Como se entere tu padre de que has cogido su cuchillo nuevo para esto, no sé como se va a poner.
Rocío resopló, se agachó y extrajo con un rápido movimiento  el enorme cuchillo ensangrentado, mientras la filóloga de la sudadera azul se disponía a socorrer al chaval, conmocionado junto al todoterreno japonés.
-Mamá, estoy bien –la tranquilizó-. Tengo la cabeza dura.
Rocío contemplaba a sus pies el cuerpo inerte de Cristina. Un par de lágrimas recorrieron casi a la vez sus mejillas. Limpió en la pernera de su pantalón la hoja de treinta centímetros del arma salvadora y volvió a enfundarla en lo que, hasta esa tarde, había sido un estuche alargado para maquillajes con la efigie de “Jack Skeleton”.
-Mama, -susurró el chico al oído de su madre- ¿la niña donde ha aprendido eso?
-Ni idea, Perico. Tu hermana, cuando se pone con el genio…
-Cuando terminéis con la charlita vamos por la radio y nos subimos a la casa –intervino Rocío-. Tiene que haber más como ésta por aquí.
Llegaron por fin al trastero 31. Virginia sacó la pequeña llave colgada de un aro de acero en un llavero de “Joyería ORLY”. Abrieron. No tardaron en encontrar la radio “Garmin” y el revólver, junto a un par de cajas con cincuenta proyectiles cada una.
Rocío vigilaba expectante y nerviosa la eventual aparición de cualquier otro vecino.
-¡Ya está! –intervino Virginia-. ¡Nos vamos! ¿Quién tiene las llaves de la casa?
-¡Mierda! –exclamaron los dos hermanos.
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 El agradable y conciliador aroma del café se expandía desde el infiernillo colocado sobre el mostrador de “Ultramarinos Piñero” hasta el último de los rincones de la tienda. Mari se afanaba en preparar varias tazas para el extraño grupo  de “resistentes”. La humeante cafetera parecía representar un cordial contrapunto al dramatismo de la noche.
-Jose –inquirió Mari, dirigiéndose a mi enorme cuñado-. ¿A ti te gusta solo o con leche?
Jose María arqueó las cejas y dirigió su mirada hacia la nevera de las cervezas.
-Si no le importa –contestó- antes me voy a tomar una “Carlsberg” y una empanadilla.
-¡Claro niño! Coge lo que quieras. No nos vamos a andar con tonterías con la que está cayendo.
-Bueno, pues entonces…-. Jose titubeó y desplazó su mirada unos metros hacia otra seductora estantería. Caminó hacia ella y  cogió con ambas manos, sendas latas de fabada “Litoral” de un kilo, peso neto.
Diego Piñero tenía los ojos cerrados y la piel de su rostro estaba adquiriendo un preocupante tono grisáceo a la vez que, bajo el apósito sobre la herida de su brazo derecho, la inflamación iba aumentando progresivamente.  Pilar y Rosa se esforzaban por prestar consuelo al  infortunado propietario sentado sobre un banco de madera situado a la entrada y con la cabeza apoyada en una almohada improvisada a base de trapos de cocina.  Se turnaban en enjugar el sudor de la frente de Piñero, y de refrescarle las sienes con agua fresca “Vichy Catalán”.
Chico, armado con su proverbial hueso de jamón, vigilaba atento la puerta de local.
Ginés contemplaba atento cómo el cuerpo de Diego se estremecía  con incómodos temblores cada pocos minutos.
-A este chico tiene que verlo un médico- arguyó.
-No creo que haya muchos por aquí cerca –dije-. Vivos, quiero decir –expliqué.
Mari se acercó a su hijo con una reconfortadota taza de café recién hecho.
-Dieguito, hijo, vete tomando esto poco a poco. Te va a venir bien.
Diego entreabrió los ojos, despegó los labios y a duras penas consiguió tragar en un par de prolongados sorbos, la soberbia infusión de “Café Viuda de Gallego”.
Suspiró aliviado. La belleza racial y serena de Rosa y los ojos magníficos y seductores de Pilar ejercieron a la vez su balsámico influjo sobre el maltrecho Diego Piñero, que, en unos segundos, pareció haber mejorado enormemente.
Nadie esperaba la tormenta que se desencadenó un minuto más tarde.
Empezó con una leve tensión en los párpados. Las mandíbulas se cerraron con una fuerza demencial y algunos dientes se rompieron con un sonoro crujido que heló la sangre de los presentes. Los ojos parecían querer abandonar sus órbitas y deslumbraban como el fuego rojo e infernal de las noches de Walpurgis.
Intentamos sujetarlo. Era un insólito exorcismo. Era como si el mismo averno quisiera emerger por la boca y los ojos de aquel desventurado.
Ningún humano podría haberlo percibido, pero en el interior de Diego Piñero, una batalla épica se acababa de entablar entre las diabólicas fuerzas del mal y la enfermedad y  algún misterioso e insondable secreto oculto  entre las microscópicas partículas del café que ahora corría por sus  venas, hinchadas, doloridas y grotescamente amoratadas.

Seguimos sujetando a Piñero con decisión y conseguimos que los espasmos fueran espaciándose hasta casi desaparecer.
Al cabo me senté, deshecho, junto a Chico.
-¡Que jodio mi hermano! ¿Eh?
Disfrutamos de unos minutos de calma durante los cuales, repusimos fuerzas e intentamos sosegarnos.
 Jose abrió una de las latas de fabada y la puso sobre el infiernillo. Mientras esperaba que adquiriera la temperatura adecuada, procedió a abrir la segunda y, en frio,  comenzó a engullir, cucharada a cucharada, el contenido de la misma.
-¿Cómo te puedes comer eso así? –preguntó Pilar, que velaba el descanso de Diego.
Jose se encogió de hombros.
-Están buenas –farfulló-. Y siguió comiendo con deleite.
Ginés se aproximó desde la parte de la tienda en la que se encontraban los utensilios de limpieza. Llevaba en sus manos una palangana azul celeste de regulares proporciones. Comenzó a pasear entre las estanterías.
-Jose, –pidió al gigante de las judías- déjame el abrelatas.
En unos minutos, la palangana albergaba un extraño revuelto de guisantes, palmitos, espárragos, habas, zanahorias y otras verduras en conserva.
Mari contempló confusa la maniobra del pequeño cabo primero.
-¿Te vas a cenar tu solo todo eso? –preguntó.
Ginés negó con la cabeza y se aproximó a la puerta  frente a la cual, Chico montaba guardia.
-¿Sigue ahí? –preguntó.
Chico afirmó con una leve inclinación de cabeza y señaló hacia el exterior con el hueso descarnado de su Jabugo Cinco Jotas.
Rosa, sentada junto a Diego Piñero, revisaba el estado de la herida de su amigo. Algo extraño estaba sucediendo.
La miró muy de cerca.
-¡No puede ser! - exclamó.

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6 comentarios:

  1. No quiero saber como terminarán tus enemigos en la historia después de leer como acaba la vecina amable y simpática.
    :)

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    1. jajajajajaajajaja Es cierto. Además, es una chica a la que queremos mucho. Antes de ponerla le pedí permiso. UN abrazo, Alex.

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  2. Muy buena tu walking dead melillera, creo que voy a dejar pasar varios capítulos a partir de ahora porque se me hacen cortos y me produce ansiedad canibal no tener mas para leer ...... a partir de ahora para ser un buen fan de tu relato compraré la cerveza en Piñero

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  3. Yo quiero Viuda de Gallego , pa curarme de la " Siatrica" que me tiene frito.
    Un abrazo Pedrete
    Antonio

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    1. A tí tye voy a dar yo Viuda de Gallego. Mejor Matarromera. UN abrazo, golfo.

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