24 de Diciembre,
noche.
Virginia nunca
fue una mujer de acción. Jamás se encontró cómoda en una cancha deportiva y a
duras penas soportaba las películas policiacas que tanto fascinaban a su
marido, un ser simple y primario como pocos, a quien un buen mamporro le sabía
a gloria bendita, aunque fuera en la ficción de las producciones
norteamericanas que, incomprensiblemente batían records de taquilla en la
mayoría de las salas del mundo occidental.
Virginia
disfrutaba con la poesía de Pedro Salinas y era capaz de conmoverse hasta
llorar con un soneto de Lope de Vega o unos versos de Alfonsina Storni. Sus
hijos habían heredado de ella un exquisito gusto por la literatura y el arte.
Pedro, el menor, estudiante de arte dramático, gozaba de un privilegiado don de
palabra que le había sacado de más de un aprieto en varias ocasiones. Rocío, la
mayor, estudiante de Bellas Artes, de bellísimos ojos azules, claros y
transparentes como aguamarinas, destilaba pura sensibilidad artística y un
enorme talento creativo por cada uno de sus poros.
Llamaron el
ascensor.
No articularon
palabra. Los tres compartían su miedo en silencio.
El miedo no era
habitual en ellos. El silencio, mucho menos.
Eran conscientes
de que, unos pisos más abajo, podrían encontrarse cara a cara con una realidad
mucho más prosaica, mucho más preocupante, mucho más siniestra y aterradora.
El ascensor llegó
por fin y las puertas de acero de la cabina se abrieron automáticamente,
dejando a la vista un reducido habitáculo apenas iluminado por un tubo de neón
cansado y tartamudeante.
Permanecían mudos
de temor y presos de una cierta angustia que los atenazaba desde dentro. Se
miraban a los ojos. Rocío alargó la mano y cogió con firmeza la de su hermano,
que aceptó el gesto con alivio. Virginia apretó el desgastado botón metálico
sobre el que, apenas legible, aparecía la letra “S”.
Con una leve
sacudida, la máquina hizo descender el ascensor hasta el garaje. Las puertas se
abrieron.
Salieron. Las
puertas comenzaron a cerrarse un segundo después de que Virginia apretara el interruptor
que permitía conectar la iluminación del garaje. Comenzaron a caminar los
escasos treinta metros que los separaban del trastero donde se suponía que
encontrarían una emisora portátil de radio de onda marina y un viejo revólver
del calibre treinta y ocho.
Fue entonces
cuando la vieron.
A unos quince
metros, junto a un pilar pintado hasta media altura con franjas grises y
amarillas, estaba Cristina, una chica agradable y educada con quien solían
intercambiar corteses comentarios sobre el tiempo, los niños, la política o
cualquier otro tópico de esos que hacen que, en el camino de la amistad, no empiece
a crecer la hierba.
Cristina estaba
de espaldas a ellos. Parecía inmóvil, exceptuando un casi imperceptible
balanceo del cuerpo hacia ambos lados.
Virginia se
adelantó.
-¡Cris!- la
llamó.
Pedro siguió los
pasos de su madre, aliviado de encontrar un alma amiga en un momento que
sospechaban iba a ser difícil.
Cristina giró
abruptamente el cuerpo cuya soberbia belleza nunca desmereció un ápice de sus
facciones latinas y rotundas. Pero “aquello” ya no era un ser humano. Sus
bellísimos ojos pardos habían perdido la luz y la vida y ahora exhibían un
blanco opaco preocupante y amenazador. De sus labios entreabiertos manaba un
hilo de sangre oscura.
Todo se
desarrolló en segundos.
Virginia intentó
retroceder sobre sus pasos pero Cristina ya había hecho presa de su gruesa
sudadera azul y la atraía hacia sí con una fuerza sobrehumana y bestial. Las
mandíbulas se abrieron monstruosamente y la dentadura de la chica comenzó a
abrirse y cerrarse violentamente a escasos centímetros del rostro de la madre
de los chicos.
Pedro Bueno
Junior se abalanzó hacia la deshumanizada vecina del número 37 de la calle Mar
Chica e intentó liberar a su madre del mortal abrazo de la joven. Parecía
imposible.
De un manotazo,
aquella arpía maldita arrojó al joven hacia un “Nissan Terrano” de color gris
plata. Pedro casi voló por el aire para ir a aterrizar sobre el capó del
turismo, golpeándose dolorosamente la parte posterior de la cabeza.
Las dentelladas
se aproximaban, milímetro a milímetro al bello rostro de la profesora de
Literatura.
Virginia clavó su
mirada en los ojos muertos de Cristina. Contempló en ellos una especie de odio
animal y primitivo que jamás había conocido en persona alguna.
Y entonces oyó el
chasquido.
Justo entre esos
ojos blancos de muerte asomó la punta afilada e inmisericorde de un enorme
cuchillo de cocina “Santoku”. La frente de Virginia y el extremo de la mortal
herramienta de cocina quedaron a escasos milímetros.
El cuerpo, ahora
flácido y pesado de Cristina, la simpática vecina del 37, cayó al suelo como
una marioneta rota, con un sordo “plop”
sin eco en la inmensidad del garaje.
Rocio y su madre
quedaron frente a frente.
-Como se entere
tu padre de que has cogido su cuchillo nuevo para esto, no sé como se va a
poner.
Rocío resopló, se
agachó y extrajo con un rápido movimiento
el enorme cuchillo ensangrentado, mientras la filóloga de la sudadera
azul se disponía a socorrer al chaval, conmocionado junto al todoterreno
japonés.
-Mamá, estoy bien
–la tranquilizó-. Tengo la cabeza dura.
Rocío contemplaba
a sus pies el cuerpo inerte de Cristina. Un par de lágrimas recorrieron casi a
la vez sus mejillas. Limpió en la pernera de su pantalón la hoja de treinta
centímetros del arma salvadora y volvió a enfundarla en lo que, hasta esa tarde,
había sido un estuche alargado para maquillajes con la efigie de “Jack Skeleton”.
-Mama, -susurró
el chico al oído de su madre- ¿la niña donde ha aprendido eso?
-Ni idea, Perico.
Tu hermana, cuando se pone con el genio…
-Cuando terminéis
con la charlita vamos por la radio y nos subimos a la casa –intervino Rocío-.
Tiene que haber más como ésta por aquí.
Llegaron por fin
al trastero 31. Virginia sacó la pequeña llave colgada de un aro de acero en un
llavero de “Joyería ORLY”. Abrieron. No tardaron en encontrar la radio “Garmin”
y el revólver, junto a un par de cajas con cincuenta proyectiles cada una.
Rocío vigilaba
expectante y nerviosa la eventual aparición de cualquier otro vecino.
-¡Ya está!
–intervino Virginia-. ¡Nos vamos! ¿Quién tiene las llaves de la casa?
-¡Mierda!
–exclamaron los dos hermanos.
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El agradable y conciliador aroma del café se
expandía desde el infiernillo colocado sobre el mostrador de “Ultramarinos
Piñero” hasta el último de los rincones de la tienda. Mari se afanaba en
preparar varias tazas para el extraño grupo
de “resistentes”. La humeante cafetera parecía representar un cordial
contrapunto al dramatismo de la noche.
-Jose –inquirió
Mari, dirigiéndose a mi enorme cuñado-. ¿A ti te gusta solo o con leche?
Jose María arqueó
las cejas y dirigió su mirada hacia la nevera de las cervezas.
-Si no le importa
–contestó- antes me voy a tomar una “Carlsberg” y una empanadilla.
-¡Claro niño!
Coge lo que quieras. No nos vamos a andar con tonterías con la que está
cayendo.
-Bueno, pues
entonces…-. Jose titubeó y desplazó su mirada unos metros hacia otra seductora
estantería. Caminó hacia ella y cogió
con ambas manos, sendas latas de fabada “Litoral” de un kilo, peso neto.
Diego Piñero
tenía los ojos cerrados y la piel de su rostro estaba adquiriendo un
preocupante tono grisáceo a la vez que, bajo el apósito sobre la herida de su
brazo derecho, la inflamación iba aumentando progresivamente. Pilar y Rosa se esforzaban por prestar
consuelo al infortunado propietario
sentado sobre un banco de madera situado a la entrada y con la cabeza apoyada
en una almohada improvisada a base de trapos de cocina. Se turnaban en enjugar el sudor de la frente
de Piñero, y de refrescarle las sienes con agua fresca “Vichy Catalán”.
Chico, armado con
su proverbial hueso de jamón, vigilaba atento la puerta de local.
Ginés contemplaba
atento cómo el cuerpo de Diego se estremecía
con incómodos temblores cada pocos minutos.
-A este chico
tiene que verlo un médico- arguyó.
-No creo que haya
muchos por aquí cerca –dije-. Vivos, quiero decir –expliqué.
Mari se acercó a
su hijo con una reconfortadota taza de café recién hecho.
-Dieguito, hijo,
vete tomando esto poco a poco. Te va a venir bien.
Diego entreabrió
los ojos, despegó los labios y a duras penas consiguió tragar en un par de
prolongados sorbos, la soberbia infusión de “Café Viuda de Gallego”.
Suspiró aliviado.
La belleza racial y serena de Rosa y los ojos magníficos y seductores de Pilar
ejercieron a la vez su balsámico influjo sobre el maltrecho Diego Piñero, que,
en unos segundos, pareció haber mejorado enormemente.
Nadie esperaba la
tormenta que se desencadenó un minuto más tarde.
Empezó con una
leve tensión en los párpados. Las mandíbulas se cerraron con una fuerza
demencial y algunos dientes se rompieron con un sonoro crujido que heló la
sangre de los presentes. Los ojos parecían querer abandonar sus órbitas y
deslumbraban como el fuego rojo e infernal de las noches de Walpurgis.
Intentamos
sujetarlo. Era un insólito exorcismo. Era como si el mismo averno quisiera
emerger por la boca y los ojos de aquel desventurado.
Ningún humano
podría haberlo percibido, pero en el interior de Diego Piñero, una batalla
épica se acababa de entablar entre las diabólicas fuerzas del mal y la
enfermedad y algún misterioso e
insondable secreto oculto entre las
microscópicas partículas del café que ahora corría por sus venas, hinchadas, doloridas y grotescamente
amoratadas.
Seguimos
sujetando a Piñero con decisión y conseguimos que los espasmos fueran
espaciándose hasta casi desaparecer.
Al cabo me senté,
deshecho, junto a Chico.
-¡Que jodio mi
hermano! ¿Eh?
Disfrutamos de
unos minutos de calma durante los cuales, repusimos fuerzas e intentamos
sosegarnos.
Jose abrió una de las latas de fabada y la
puso sobre el infiernillo. Mientras esperaba que adquiriera la temperatura
adecuada, procedió a abrir la segunda y, en frio, comenzó a engullir, cucharada a cucharada, el
contenido de la misma.
-¿Cómo te puedes
comer eso así? –preguntó Pilar, que velaba el descanso de Diego.
Jose se encogió
de hombros.
-Están buenas –farfulló-.
Y siguió comiendo con deleite.
Ginés se aproximó
desde la parte de la tienda en la que se encontraban los utensilios de limpieza.
Llevaba en sus manos una palangana azul celeste de regulares proporciones.
Comenzó a pasear entre las estanterías.
-Jose, –pidió al
gigante de las judías- déjame el abrelatas.
En unos minutos,
la palangana albergaba un extraño revuelto de guisantes, palmitos, espárragos,
habas, zanahorias y otras verduras en conserva.
Mari contempló confusa
la maniobra del pequeño cabo primero.
-¿Te vas a cenar
tu solo todo eso? –preguntó.
Ginés negó con la
cabeza y se aproximó a la puerta frente
a la cual, Chico montaba guardia.
-¿Sigue ahí? –preguntó.
Chico afirmó con
una leve inclinación de cabeza y señaló hacia el exterior con el hueso
descarnado de su Jabugo Cinco Jotas.
Rosa, sentada
junto a Diego Piñero, revisaba el estado de la herida de su amigo. Algo extraño
estaba sucediendo.
La miró muy de
cerca.
-¡No puede ser! -
exclamó.
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No quiero saber como terminarán tus enemigos en la historia después de leer como acaba la vecina amable y simpática.
ResponderEliminar:)
jajajajajaajajaja Es cierto. Además, es una chica a la que queremos mucho. Antes de ponerla le pedí permiso. UN abrazo, Alex.
EliminarMuy buena tu walking dead melillera, creo que voy a dejar pasar varios capítulos a partir de ahora porque se me hacen cortos y me produce ansiedad canibal no tener mas para leer ...... a partir de ahora para ser un buen fan de tu relato compraré la cerveza en Piñero
ResponderEliminarGracias, amigo. Muy honrado por tus palabras. UN abrazo.
EliminarYo quiero Viuda de Gallego , pa curarme de la " Siatrica" que me tiene frito.
ResponderEliminarUn abrazo Pedrete
Antonio
A tí tye voy a dar yo Viuda de Gallego. Mejor Matarromera. UN abrazo, golfo.
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