domingo, 25 de mayo de 2014

Capítulo 17 Vaqueros y tiburones.


26 de Diciembre
El sol, escondido aún tras los montes de Sidi Bouhría y Sidi Musa, comenzaba a preparar su orgullosa aparición sobre las playas de Saidía, Cabo de Agua y Kariat Arkmane. El cielo, hasta ahora oscuro y tenebroso como la muerte, empezaba a adquirir ligeros tonos violáceos y en unos minutos, el astro rey se elevaría sobre el horizonte repitiendo ese primitivo y mecánico ritual que, hasta hacía unos días, solía infundir esperanza a los seres humanos cada mañana.
Hoy, sin embargo, la luz de esa estrella de vida y energía revelaría algo bien distinto del espectáculo cotidiano que suponían la dialéctica diaria de hombres y mujeres conviviendo en una civilización competitiva y cambiante, la búsqueda de una posición en la sociedad o la mera persecución del bienestar.  Hoy, podría ser el día en que la propia raza humana jugara sus últimas cartas sobre la superficie de la Tierra, convertida por las bestias en un planeta estéril y desolado, cubierto de sangre y huesos.
Los primeros rayos arrancaron débiles destellos dorados en la fachada sur de las torres Quinto Centenario.  
Para la joven abogado Tracy Cherino había sido la tercera noche en vela después del incidente. Latas y latas de té helado y pastillas de paracetamol con cafeína eran su único sustento durante las largas guardias para las que invariablemente se presentaba voluntaria tarde tras tarde.
El estallido la había sorprendido en la oficina del Colegio de Abogados situado en la planta quinta de la Torre Norte. A través de las destartaladas cristaleras de la fachada pudo ver los primeros accidentes y no pudo evitar que el vello de todo el cuerpo se le erizara hasta lo doloroso tras la primera de las terribles explosiones. Tampoco pudo, desde luego, reprimir las lágrimas cuando contempló a los primeros caníbales llevar a cabo su macabro aquelarre.
En unos minutos las torres se habían convertido en una ratonera mortal para las escasas personas que se encontraban gestionando alguna actividad en cualquiera de los negociados que permanecían activos en fechas tan singulares. La mayoría cometieron el error fatal de salir al exterior donde, en segundos, fueron engullidos o mutilados sin piedad. Muchos incautos pasaron a formar parte de esa jauría sin alma que segaba la vida a su paso como una plaga bíblica inexplicable y letal.
En este amanecer sin esperanzas, sobre la enorme plataforma de hormigón de la azotea de la Torre Sur, con sus cabellos al viento y el enorme disco anaranjado recortando su silueta contra el cielo de poniente, la bella letrada Tracy Cherino contemplaba a través de sus binoculares el inquietante paisaje alrededor del último bastión resistente contra la invasión de las bestias.
Al principio, hasta encontró divertido ver a los grupos de caníbales que se acercaban a la Plaza de España cada vez que el carillón del Palacio de la Asamblea atacaba las machaconas notas de “Banderita” o “Noche de Paz”. Por alguna extraña paradoja, el mecanismo del legendario reloj se había averiado y, desde hacía dos noches, saltaba aleatoriamente de un tema a otro con insólito desparpajo. Multitudes de seres con ojos nublados y caminar fantasmal se acercaban al edificio cada vez que el sonido de las notas musicales los impelía a caminar hacia el origen de las mismas. Segundos más tarde, la música cesaba y la masa comenzaba de nuevo a dispersarse. En esta incansable y monótona liturgia, los monstruos pasaban sus días y sus noches.
Algún disparo aislado rompía el silencio cada vez que los monstruos pasaban por delante del edificio de la Delegación del Gobierno donde, según le habían informado, un tipo se había obstinado en mantener a toda costa la integridad del enclave con absoluta e inexplicable dedicación.
“Torres es así”, le habían dicho.
Dirigió su mirada hacia el barco de la compañía “ARMAS”, encallado a escasos metros de la orilla, cerca del Paseo Marítimo. Era una estampa patética y desconcertante.
Y después, “vio” la explosión. Primero fue un fogonazo cegador y después, casi instantáneamente, una columna de fuego de un centenar de metros que se elevó en el aire como una saeta de los dioses del averno. Un segundo más tarde llegó el estruendo formidable de la detonación. Una ráfaga de viento producido por la onda expansiva la hizo tambalearse y tuvo que separar las piernas para no caer. El polvo comenzó a invadirlo todo en un radio de varios centenares de metros y tuvieron que transcurrir más de diez minutos para que la gravedad y el suave vientecillo que comenzaba a levantarse, despejaran la escena.
La explosión debía haberse producido en la gasolinera al final de la calle Carlos V, esa a la que los melillenses llamaban “la gasolinera de Corea”.
Desde los pisos inferiores de las torres, el personal, alertado por la deflagración, subía precipitado a la azotea.
El coronel Escámez, con cara de sueño y con esa voz grave que los hombres tienen al despertarse, fue el primero en hablar.
-¿Qué ha sido, Tracy?
-Creo que ha explotado la gasolinera de Corea, Javier.
-¡Dios santo! ¡Vaya cebollazo! –esta vez fue la subcomisario Maloles del Campo quien intervino. El sol de la mañana le regalaba al rojo de sus cabellos un brillo especial. Pocas mujeres podrían jactarse de exhibir tan buen aspecto a tan temprana hora de la mañana. Había ascendido por  las escaleras subiendo los escalones de dos en dos y jadeaba por el esfuerzo y el nerviosismo. La explosión la había sorprendido dormitando en un frio e impersonal sofá de escay negro en uno de los pasillos de la planta décima.
Un soldado le entregó al coronel unos prismáticos de largo alcance de un absurdo color verde aceituna.
Escámez contempló la monstruosa columna de humo que al crecer y ensancharse ya ocultaba parcialmente la geografía cercana al lugar de la explosión. Dirigió la mirada hacia la playa. Un extraño movimiento en el desordenado e inerte paseo junto al mar atrajo su atención.
-No. No puede ser.
-Si, Javier –Maloles intentaba de nuevo prestar su apoyo al sobresaltado militar-. Esos depósitos estaban llenos de combustible y debe haber desaparecido casi todo el barrio. Ya no puedes hacer nada. Tranquilízate.
-Hay un vaquero a caballo en el paseo. Y un tiburón detrás.
-¡Rápido! ¡Traed una silla!- Intervino alarmada la agente de policía-. Siéntate Javier. Ya verás que no es nada. Se te pasará en seguida. Es normal. Son muchas horas… mucha tensión…
-¡Maloles, joder! ¡Mira tú!
El militar le tendió los binoculares a la mujer.
-¡Joooooder! ¡Es verdad! ¡Un vaquero chiquitillo! ¿Y el tiburón… ¡Ah! Ya entiendo. Es el coche, ¿no?
-No. ¡Iba a ser un tiburón de verdad! ¡Maloles, joder! ¡Que no estoy tan mal!
-De todas maneras, cosas más extrañas hemos visto estos días, ¿no?
La abogado Cherino escrutaba el paisaje en busca de cualquier otra “novedad”.
-¡Ejem! –tosió-. Hablando de cosas raras, ¿os importaría mirar un poco más al sur? Hacia el barco.
Tracy Cherino le entregó los prismáticos aceitunados al coronel.
Las cejas de los oteadores se enarcaron simultáneamente y los cuatro ojos se abrieron hasta lo indecible.
-¡Ostiaaaaaaaaa! –exclamó Escámez.
-¡Ostiaaaaaaaaaa! –le secundó Del Campo.
En la distancia, un vaquero, un mecánico, una madre abnegada y dos jóvenes armados con un mazo y un cuchillo de cocina se enfrentaban, entre cascotes y nubes de humo, con una horda de caníbales que les perseguía sin demasiada prisa, pero con caminar constante y amenazador.
El grupo se desenvolvía con una cierta disciplina táctica, sorteando hábilmente los cuerpos caídos en el suelo que, a rastras, intentaban interponerse en el camino de la comitiva chasqueando salvajemente sus ensangrentadas dentaduras y alzando las extremidades de que aún disponían en un grotesco y estéril desafío.
Cuando no era un mazazo del muchacho lo que acababa con los restos del pobre engendro esparcidos aún más sobre el pavimento, era una hábil cuchillada de la chica de cabellos rubios en la cerviz de la criatura infernal la que mandaba al engendro de vuelta a los avernos.
Por delante, casi un kilómetro los separaba de la seguridad de las torres, por detrás, acechante y cada vez más cercana, una nube de caníbales de ojos nublados se movía inexorable hacia ellos como una  siniestra  y patibularia cabalgata de muerte.
Salvo el personal destinado a la guarda y protección del perímetro de seguridad en torno al edificio, la mayoría de las personas que se encontraban en cualquiera de las dos torres estaban ya en la azotea, conmovidos por la escena y en cauto silencio.
-¿Hay algún grupo preparado? –inquirió resolutivo el veterano coronel-. ¡Hay que traer a esos desgraciados como sea!
-¡Coronel! –la voz de Bautista Morales, el policía alicantino de nervios de acero que había conseguido poner a salvo al grupo “Gin Tonic” se oyó potente y decidida-. Si me da un par de minutos salimos a por ellos.
Dos o tres hombres de uniforme con la enseña de la Unidad de Prevención y Reacción partieron escaleras abajo sin esperar la orden del enjuto oficial. En la UPR estaban acostumbrados a actuar de prisa y, casi siempre se intervenía conforme a unos protocolos largamente estudiados y unos procedimientos repetidos hasta la extenuación.
Por la escalera se cruzaron con el sorprendente joyero guitarrista que interrumpió su ascenso al reconocer a varios de los hombres que lo habían hecho abandonar su establecimiento el día anterior y con los que había compartido un éxodo forzoso hacia las torres, abandonando su negocio de toda la vida en manos de un puñado de monstruos de ojos muertos.
-¿Dónde vamos? –preguntó.
-Tú a ningún lado. Lo que nos faltaba.
El jefe Bautista Morales bajaba ya, ajustándose el cinturón y terminando de abrocharse los botones de su camisa azul.
-Será mejor que nos espere aquí. ¿Cómo era….?
-Antonio.
-Antonio, eso de ahí afuera no es una broma. La cosa está bastante mal y la mañana se presenta movidita.
-Si, pero “You gonna need my help”.
-¿Yugonaqué?
-Es de Muddy Waters. “You gonna need my help”. En español, “Vas a necesitar mi ayuda”. Muddy Waters la tocaba en plan clásico, así sin armónica ni nada, pero Willie Dixon, que era el que la había escrito, decía que había que tocarla con armónica y percusión, o sea que…
-¡Venga anda, vente! –accedió al fin el jefe Bautista mientras reiniciaban el descenso-. ¡Pero nos vamos a estar un poquito callados! ¿Vale?
-¿Me vais a dar una pistola o algo? ¿O voy a por la guitarra?
-¡No! ¡La guitarra no! ¡Por tu madre, la guitarra no!
-¡A ver! ¡Padilla! ¡Dadle a este hombre un subfusil y encargaos de él!
-¿Se viene?
-“I´m comin´ home from Alabama”.
-Pfffff. ¡Ya estamos liados!
-¡Santo Dios!
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-Bien. Vamos a repetirlo una vez más.
Pilar repasaba en voz alta el plan que durante horas habían tramado.
La tienda olía intensamente a café. Mari, incansable como de costumbre, no había dejado de interesarse por los integrantes de ese peculiar grupo de “resistentes”, como ya habían dado en llamarse, y había preparado, una tras otra, varias cafeteras bien cargadas que habían mantenido a los presentes confortados y alerta durante toda la noche.
-Jose y Chico salen los primeros. ¡Pedro! Tú y yo vamos detrás con los rollos de cinta. ¡Rosa! Tú mantienes la puerta abierta por si tenemos que volver zumbando. ¿Todo claro?
-¡Y nada de romperle la cabeza al que escojamos! –apuntó Jose María.
-¿Y si le doy flojito? –preguntó Chico Piñero evaluando visualmente la potencia de su hueso de ibérico.
-¡Ni flojito ni pollas! ¡Que te conozco! –la negativa vino por parte de la chica con aspecto de turista escandinava.
Mari, terminando de ordenar las tazas de café, recién fregadas, contemplaba la escena junto a Rosa.
-¡Me gusta a mí la Pilarita ésta para mi Chico! ¡Tiene carácter!
-¡Que va, Mari! ¿No ve usted que es muy mal hablada?
Si es cierto que uno ve la película de su vida unos segundos antes de morir, el final de la nuestra podía estar rodándose ahora, en medio de una ciudad infestada de monstruosos engendros  antropófagos, con un guion improvisado en una pequeña tienda de comestibles por un puñado de hombres y mujeres desesperados y solos, no del todo conscientes de que nos encontrábamos justo en el vórtice de la tormenta de destrucción más terrible que la humanidad haya conocido jamás.
-¿Todo el mundo listo? –preguntó Pilar.
Estábamos al borde de iniciar la aventura más incomprensible e inaudita de nuestras vidas. Íbamos a salir de caza. Íbamos a tratar de capturar a uno de esos cadáveres andantes.
Asentimos.
-¿Nos podemos ir entonces? ¿Seguro?
-¡Un momento!
-¿Qué pasa ahora, Jose María?
El gigantón rebuscaba  entre las cajas de turrón y las de polvorones.
-¡Mostachones de Utrera! Es que estoy nervioso y me voy a llevar unos cuantos para el camino.
-Lo que te vas a llevar son dos ostias como no te muevas. ¡Que te estamos esperando!
Mari se acercó al banco donde reposaba Diego, ya completamente restablecido, molesto en parte por haber sido desechado como integrante de la insólita partida de caza.
-¡Dieguito, hijo! – le susurró-. ¡Qué me gusta esta niña para tu hermano!
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domingo, 18 de mayo de 2014

Capítulo 16 ARMAS


25 Diciembre, noche.
A bordo del “Citroën Tiburón” de Antonio Giles, el mecánico de músculos de acero y desmedida afición por el pop valenciano de los años setenta, Pedro, Rocio y Virginia trataban de recuperar el aliento después de presenciar la devastadora deflagración que había afectado a gran parte de los edificios que rodeaban la estación de servicio de la “SHELL OIL” en el extremo más meridional de la calle Carlos V. El propósito inicial de Ginés Robles de atraer a una ingente cantidad de  caníbales hacia la boca del depósito de gasolina y enviarlos al infierno haciéndolos volar antes un poco, se vio cumplido con creces, si bien, los daños colaterales de la explosión podrían haberse calificado de “excesivos”.
El cráter humeante que se abría en la primitiva ubicación de la estación de repostaje tenía un diámetro de más de treinta metros y restos de hormigón, hierro y cristal podían verse ahora diseminados en  varios kilómetros a la redonda, salpicados, eso sí, de vísceras, tejidos musculares afectados por la cianosis y litros y litros de sangre reseca.
La onda expansiva había alterado el sobrio galope de “Black Rayo” empujándolo desde atrás con una fuerza arrolladora y había dado con los huesos de Ginés, el terrorista accidental, sobre las losas de granito del Paseo Marítimo.
El “Citroën” frenó bruscamente  a escasos metros del pequeño cabo primero. El menor de los Bueno bajó raudo del vehículo y ayudó a Ginés a incorporarse mientras Rocío dirigía sus pasos hacia el maltrecho animal.
En unos minutos, montura y jinete se encontraban de pie y aparentemente recuperados del impacto.
-Es un buen bicho –trató de explicar Ginés, dolorido, mientras palmeaba el musculoso costado del formidable animal.
El resplandor de las escasas luces que permanecían funcionando  en esta parte de la ciudad permitió al grupo percibir, con toda la crudeza del momento, la imagen dantesca que se exponía ante ellos a lo largo de toda le extensión del paseo.  Cientos de cadáveres salvajemente despedazados adornaban grotescamente el pavimento y las aceras; coches devorados por el fuego se exhibían silentes y resignados como heraldos de la destrucción y el apocalipsis; incluso las doradas arenas de la playa se revestían ahora de una oscura pátina de muerte que erizaba el vello a los presentes.
-¿Estamos todos bien? –preguntó Giles, que acababa de emerger desde su puesto de conducción en el legendario vehículo francés y acercaba su oído al capó de la máquina.
-Parece que sí, Antonio –respondió Virginia. Los oídos casi me revientan, pero parece que estamos bien. ¿No, niños?
Rocío apretaba las mandíbulas con fuerza intentando eliminar el molesto zumbido ocasionado por la onda sónica tras la explosión. Sus tímpanos habían sufrido un impacto severo y aún tardarían unos minutos en recuperar la normalidad.
Pedro oteaba el horizonte alrededor en la esperanza de encontrar vestigios de vida humana. SI ellos habían llegado hasta aquí, forzados por los últimos acontecimientos, quizá a otros hubiera podido asimismo favorecer esta circunstancia. Pero todo estaba yermo e inmóvil.
O al menos, eso creía el joven estudiante de interpretación.
-¿Qué pasa, Antonio? –Virginia se mostraba preocupada por la expresión de contrariedad en el rostro del mecánico.
Antonio, con la oreja izquierda a escasos milímetros de la gruesa chapa de acero que protegía y ocultaba el potente motor del “Tiburón”, chasqueaba la lengua contrariado.
-No sé. Está haciéndome algo raro.
-Déjame ver –Ginés se incorporó a la inspección auditiva del sobrio automóvil.
El “Citroën” pareció toser un par de veces, la maquinaria carraspeó y en un segundo, todo quedó en silencio. La ”joya de la corona” de la colección de “Reparaciones Giles” había pasado a mejor vida y se había convertido ahora en uno más de esa multitud de trastos inservibles que salpicaba la geografía inmediata del paseo.
El silencio de la noche los envolvió con crueldad manifiesta. Hacía fresco. Estaban solos.
Necesitaban llegar a “Ultramarinos Piñero”.  
Era más una escapada vital que un ejercicio de supervivencia real en medio de la devastación y la muerte que habían tenido la desgracia de presenciar. “Piñero” representaba la vida y la razón, la esperanza, el calor… ¡La resistencia!
-Bueno, habrá que caminar –concluyó por fin el mecánico de poderosa anatomía. Vamos a coger algunas cosillas de aquí atrás.
-¿No se puede hacer nada? –interpeló Virginia.
-No. De momento, está muerto –contestó Giles rodeando el coche y dirigiéndose a la parte trasera-. No se puede hacer gran cosa.
-¿No vas a abrirlo? –quiso saber Ginés, acostumbrado a no dar nunca nada por perdido.
-No. A este no lo conoce nadie como yo y si hoy ha dicho que ya vale, es que por hoy, ya vale. Los coches franceses de esta época son como los viejos soldados, no pierden el valor, pero tienen sus manías.
Abrió el maletero. De entre un surtido montón de herramientas escogió cuidadosamente las que creyó podrían serle de algún uso. Las fue enfundando en un ancho cinturón de albañil que parecía casi nuevo y se lo abrochó en torno a la cintura.
Virginia fue la primera que percibió el ruido. Al principio creyó que algo en el interior del motor volvía a cobrar vida propia y emitía un siseo incitador y extraño. Entrecerró los ojos y con la mano pidió silencio a los demás.
-Un momento. ¿Qué es eso?
Todos volvieron la mirada hacia el vehículo y, tras unos segundos,  negaron con movimientos de la cabeza.
El “Tiburón” seguía dormido.
Pero otra fiera rugía en alguna parte y no era demasiado lejos.
-¡Mierda! ¡Mirad allí! –exclamó Pedro, que acababa de recuperar del interior del coche el pesado mazo con el que se sentía algo más seguro.
La imponente mole del navío de la compañía “ARMAS” encallado en la playa y escorado hacia babor,  parecía estremecerse bajo un cielo oscuro y gris mientras emitía gruñidos amenazadores que llegaban difusos y extraños, envueltos en las rachas inconstantes de un viento suave y cambiante que olía a muerto.
-¿Eso es gente? –Rocío, la chica de ojos azules señaló perpleja a los primeros que saltaron-. ¡Se van a matar!
Desde la cubierta inclinada del buque siniestrado, decenas de pasajeros, impulsados por alguna suerte de energía demoníaca, habían iniciado un peculiar concurso de saltos y caían, uno tras otro, en las aguas someras en torno a la embarcación. Algunos desaparecían bajo la superficie nada más caer, otros en cambio, resurgían desorientados y tambaleantes, incorporándose en segundos tras la zambullida e iniciando un caminar penoso y difícil hacia la orilla. Al principio fueron solo unos cuantos, después, empezaron a caer a centenares.
-No, Rocio. No es gente –explicó Pedro-. Y no se van a matar. ¡Ya están muertos!
-Un segundo más y nos vamos. Esto se va a poner feo.
Antonio Giles se introdujo de nuevo en el vehículo y rebuscó en la guantera. En menos de un minuto, emergía con seis o siete cintas de casette de aspecto primitivo.
-¡En marcha! –ordenó mientras trataba de meterlas en su pequeña mochila.
-¿Me permites? –intervino Ginés señalando las cajas de plástico transparente.
-¡Ostias! ¡Juan Bau! Este sí que era bueno.
-¿Y este? ¡Qué me dices de este? –Giles exhibía orgulloso otra cinta, ésta con la foto del fulano en la portada.
-“Juan Camacho. Greatest hits en español”. ¡Vaya tela!
Los primeros monstruos chapoteaban ya cerca de la orilla a escasos cien metros del grupo. Virginia se vio impelida a interrumpir aquella charla musical tan enriquecedora.
-¿Queréis hacer el favor, par de gilipollas?
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-Te lo juro por mi madre, Pilar. Me encuentro muy bien. Demasiado bien, diría yo.
Diego Piñero, recién despierto tras su prolongado reposo durante el cual había permanecido absolutamente inconsciente, no recordaba nada de su incidente con el engendro que le había mordido en el brazo y que había estado a punto de mandarlo, a él también, al desfile de diablos que acababa de abandonar definitivamente este mundo, oliendo, eso sí, a gasolina quemada.
-De todas formas, no te muevas mucho, no te esfuerces, no intentes demostrar nada. Bastante hemos tenido con lo tuyo. Tú no te lo creerás, pero has estado más para allá que para acá. Y esa herida en tu brazo…
-¿Qué herida? ¿De qué estás hablando?
El mayor de los hermanos Piñero se remangó ambas mangas hasta más arriba del codo y ambos antebrazos presentaban el mismo estado. Se frotaba incrédulo el lugar en el que Pilar le acababa de indicar que, en algún momento de estos dos días, existió una  profunda y peligrosa herida. Incluso para la chica de ojos azules y cabellos de walkiria, era increíble la asombrosa recuperación del afamado comerciante. Incluso sus ojos brillaban de una manera especial y parecían cargados de una energía inusual y poderosa.
Pilar reflexionó durante unos instantes. Alguna remota terminación nerviosa de sus neuronas estaba recibiendo un estímulo nuevo. Una idea escalofriante comenzaba a tomar forma en su cerebro. Sintió miedo. Quedó callada y la mirada se le perdió en algún punto impreciso, más allá de los botes de mermelada casera “La Vieja Fábrica”.
-Pilar, ¿qué está pasando?  ¿Le ocurre algo a la mermelada?
-¡Cállate, capullo! ¡Estoy pensando!
-¡Vale, idiota!
Mari, alertada por el creciente volumen de la charla, se aproximó al lugar en el que transcurría el intercambio de cumplidos.
-Dieguito, hijo. Ya tienes mejor cara. Te hacía falta eso, dormir un poco; que llevas mucho trajinado.
-Señora, -le rogó Pilar- quédese un ratillo con Dieguito que tengo que hacer una cosilla. Y si se mueve le da dos tortas.
-¡Ay, Pilar! ¡Que gracia tienes, hija! ¡A ver si tienes suerte y te sale un novio guapo, guapo!
-¡Pfffff! –Pilar resopló al tiempo que se incorporaba dejando a Diego Piñero al cuidado de su madre, que ya se disponía a abrazar a su vástago, protectora y cordial como de costumbre.
-¡Jose! ¡Pedro! ¡A ver si consigo explicaros una cosa!
Jose, mi enorme cuñado,  y yo nos volvimos hacia Pilar cuyas manos entrelazaba nerviosamente una y otra vez.
Nos hizo señas para que la siguiéramos hasta el fondo de la tienda, buscando al parecer cierta intimidad.
-¿Qué pasa, rubia? –pregunté.
-Me vais a decir que estoy loca, pero…
-¡Estás loca! –se adelantó Jose María.
-¡Calla gilipollas! ¡Y escuchadme bien! A Diego le ha pasado algo muy extraño.
-¡Ya! ¡Le ha mordido un zombi!
-¡Jose, joder!
-¡Vale! ¡Ya me callo!
Jose inspeccionó con la mirada y alcanzó un paquete de surtidos salados que abrió sin dilación y comenzó a entretenerse rebuscando en el paquete y comiéndose, primero los kikos y después las pasas. Así, al menos, se mantendría en silencio durante los minutos necesarios para que Pilar pudiera exponer su interesante y, de momento, desconocida teoría.
-¿Recordáis la herida de Diego? Ya no está. Ha desaparecido. No queda ni rastro. Tiene el brazo como nuevo.
-¿En serio? –no podía dar crédito a las palabras de Pilar.
-Y además, está como cambiado. Tiene como una especie de energía desbordante. Él no tiene ni idea de lo que le ha pasado y quiere moverse y levantarse y ponerse a hacer cosas.
-¿Y qué te parece que hagamos con eso? ¿Lo amarramos? –pregunté sin tener muy claro adónde quería llegar la rubia.
-Si quieres, le doy un leñazo y lo dejo durmiendo otro par de días –fue la aportación de Jose María, enfrascado ahora con los pistachos.
-¡Pero qué brutos sois, joder!
-Es que no te expresas, Pilar. ¿Qué se te ha ocurrido, tia?
Pilar tragó saliva antes de hablar.
-¿Podríamos salir ahí fuera… un ratito…. y capturar a uno de esos… vivo?
-¡Tú estás malamente, niña!- expuse.
-Sí, Pilar. Eso es fácil- ahora fue Jose quien habló-. Nada más tenemos que abrir la puerta, pegar un par de “weeeeos” por el embudo ese de los cojones, y en seguida se presentan cuatrocientos monstruos en fila. Ya si eso, tu nos dices cual te gusta, y lo metemos aquí a ostia limpia. ¿Esa es tu genial idea?
-¡Fantástica! –añadí.
-Y eso, si tenemos suerte y no nos comen los huevos antes, ¿no? ¿Pilarita? –precisó Jose María, ya con los anacardos.
A nuestras espaldas se oyó una nueva voz en el peculiar coloquio.
-Me parece que ya sé a lo que te refieres –intervino Rosa-. Y no me parece mal la idea.
Y una voz más, la de Chico Piñero.
-¿Entonces Pilar… no tiene novio?

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domingo, 11 de mayo de 2014

Capítulo 15 Cacería.


25 de Diciembre
-¿Que nos vamos? –preguntó la subcomisario Maloles del Campo-. ¿Asi? ¿Sin más? ¿Hay que dejar la ciudad en manos de esos monstruos y desaparecer sin hacer nada por evitar toda esta carnicería?
Tenía en sus manos la fría e impersonal instrucción con las órdenes del Estado Mayor del Ejército, según las cuales se conminaba al mando accidental del operativo de defensa instalado en las torres del Quinto Centenario a iniciar los preparativos necesarios para evacuar la ciudad. Probablemente, Melilla se daba ya por perdida en algún absurdo plan de contingencia elaborado por unos cuantos cerebros atormentados y grises en lo más profundo de un oscuro bunker cerca de Madrid.
Tan asustados como ella misma, habrían decidido que lo mejor era proceder a un reagrupamiento de las escasas fuerzas disponibles en los contados lugares de los que se tenían noticias, para así poder enfrentarse de manera más efectiva a la terrible pesadilla en la que el mundo había quedado inmerso en el breve transcurso de una pocas horas.
El coronel Escámez jugueteaba con un bolígrafo “Bic” haciéndolo rodar sobre la pulida superficie de su mesa de oficina.
Los ojos preocupados del militar se encontraron con la mirada profundamente triste de la atractiva policía.
-No necesariamente- fue la lacónica respuesta del oficial.
-¿Entonces?
Escámez resopló y tomó aliento. Se aproximó a la mujer de rotunda figura y ojos seductores.
A medida que se aproximaba, pudo percatarse de un cierto aroma afrutado y gentil que parecía impregnar la atmósfera en torno a la singular policía.
“Prada” pensó.
Tomó de ésta el papel escrito y lo leyó una vez más mientras se dirigía hacia la amplia cristalera desde la que se dominaba la enorme explanada de aparcamientos frente al hotel Melilla Puerto.
Abajo, como en un gigantesco y siniestro hormiguero a cielo abierto, pululaban zigzagueantes e inquietos, centenares de individuos cuyo aspecto era sólo remotamente similar al de los seres humanos, impulsados por un instinto enfermo y misterioso a devorarse los unos a los otros.
Entonces, –comenzó a decir mientras rompía en pedazos el escrito-  me parece que no hemos recibido nada.
-Por un momento pensé…
Escámez percibió el amable tacto de la mano derecha de la mujer reposando ahora plácidamente sobre su hombro. El suave aliento de Maloles se le antojó reconfortante en extremo. Habría deseado cerrar los ojos y encontrarse con ella lejos de aquel infierno con forma de torre de cristal y hormigón en torno al cual, tan sólo diez pisos más abajo, se retorcían, ávidas de carne, cientos de monstruosas criaturas.
-Esta ciudad es muy grande. Aún debe haber por ahí personas que no hayan sido infectadas y a las que  deberíamos intentar sacar de toda esta mierda. Lo sé. Lo presiento. Necesito creer en eso. Y mientras conserve esa mínima convicción, nadie se va a mover de aquí. Te lo aseguro.
Las palabras del hombre del uniforme sonaron sinceras.
Ambos quedaron en silencio, observando el triste e impactante espectáculo que se ofrecía ante ellos mientras el sol comenzaba a caer lentamente sobre las montañas cercanas. Los débiles rayos del atardecer empezaban a dibujar fantasmales destellos de camposanto sobre las copas de los árboles y las azoteas  de los callados edificios.
 Los alaridos y jadeos de la masa de caníbales llegaban parcialmente ahogados a la oficina de mando de la torre norte. La brisa creciente de la tarde y el grosor de las cristaleras hacían casi imposible la percepción de esa horrísona melodía.
El soldado y la mujer de cabellos rojos y ojos de cuento, secreta y simultáneamente anhelaron haber vivido en otro tiempo, en otro lugar, quizá en otro mundo, lejos de esta cruel realidad sangrante y vil. No había ahora ni ánimo ni ocasión para el romance. Los gestos y las miradas se perderían en la noche que estaba al caer, entre regueros de sangre y montones de huesos.
Allá abajo reinaba el caos.
Y se empezaron a escuchar disparos.
-Señor –interrumpió un muchacho cuyo uniforme caqui parecía un par de tallas mayor que la suya-. Se aproxima el grupo “Gin tonic”. 
-¡Que salga inmediatamente un grupo de apoyo!
Escámez, apartándose de la chica, volvía a ser el tipo rápido y resolutivo que tomaba decisiones con firmeza y determinación proverbiales.
La mujer continuó mirando por la enorme ventana de vidrio oscurecido.
-Creo que no les va a hacer demasiada falta –intervino.
Escámez y el soldado de la camisa amplia se acercaron a la subcomisario y prestaron atención al grupo de policías que, desde la Plaza de España, se dirigía hacia la zona alambrada que rodeaba la parte baja de las emblemáticas torres de acero y cristal.
-Señor –quiso saber el muchacho- ¿ese tio…?
Abajo, un grupo de seis hombres armados que parecía moverse con estudiada y milimétrica precisión se abría paso entre una  masa de bestias asalvajadas que, sin éxito, pretendía cortarles el paso abalanzándose sobre ellos desde todos los ángulos. Las bestias iban cayendo una tras otra a cada disparo. Decenas de caníbales daban con sus huesos en el suelo tras recibir una certera descarga de plomo blindado entre ceja y ceja.
A escasos metros por detrás de la comitiva mortal, un individuo pequeño pero robusto blandía un extraño objeto de color rojo, y propinaba a diestro y siniestro, letales mandobles que conseguían aumentar el número de bajas  entre los monstruos a un ritmo considerable.
Bautista Morales, el inspector al mando, ocasionalmente volvía la cabeza para cerciorarse de que el hombre de la guitarra continuaba en el grupo.
No sólo no lo había abandonado, sino que protegía la retaguardia del mismo con absoluta y despiadada efectividad. Si el hombre de la guitarra interpretaba el blues como partía cabezas, no habría que perderse su próximo concierto.
Diecisiete minutos más tarde, los seis policías y el rockero loco atravesaban el control de seguridad de las torres Quinto Centenario.
Los soldados que protegían la entrada abrían paso, expectantes y con cierta solemnidad como venían haciendo cada vez que conseguía llegar al puesto de mando alguno de los grupos  que habían conseguido permanecer a salvo  después del estallido y de las primeras horas de la debacle. Estas llegadas habían ido espaciándose en el tiempo y eran cada vez más esporádicas. Desde hacía cuatro horas no habían tenido noticias de ningún otro grupo.
Una vez en el interior del edificio, y mientras el resto de sus compañeros en la aventura recuperaban el aliento, el hombre de la guitarra se sentó sobre una silla de metal forrada en azul cobalto e inició un rápido examen de su instrumento mortal.
-¡Psss! ¡Psss! ¡Chaval! –llamó a un joven soldado con expresión azorada.
-¿Si, señor?
-Se me ha abollado un poco y a esto de aquí, ¿ves? –señaló una pieza metálica atravesada bajo las cuerdas- se le ha saltado el tornillito. ¿Tenéis por ahí una caja de herramientas?
-Si, creo que debe haber alguna por aquí abajo. Voy a ver si la encuentro. Discúlpeme, señor.
-¡No! ¡Espera! Te acompaño. ¿A ti te gusta el blues?
-¿El qué?
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El capitán Perea hizo su aparición en el laboratorio a los pocos minutos de haber tenido noticias del fracaso en la búsqueda del doctor Castillo. La misión le había costado a dos de sus mejores hombres y había dejado clara la imposibilidad de trasladar al helicóptero la cantidad necesaria de útiles para la investigación en las torres, tal y como el coronel Escámez, probablemente mal asesorado, les había encomendado.
Perea luchaba por mantenerse sobrio y sereno, pero la ira crecía en su interior de manera descontrolada. Necesitaba tranquilizarse un poco, concentrarse en la tarea que le había sido ordenada. Había que tener la mente fría y evitar más fracasos como el de los aparcamientos.
-¡Doctor Hernández! Tendrá que hacer lo que pueda sin moverse de aquí. Al fin y al cabo esto sí es un laboratorio.
El científico del pijama de rayas suspiró profundamente.
-No sé qué quieren que haga. ¿Una vacuna? ¿Un tratamiento? ¿Es que no se dan cuenta de que esto no es nada conocido? Podría pasarme meses aquí dentro trabajando día y noche y no conseguir nada, absolutamente nada.
La impotencia que emanaba de sus palabras no se contagiaba al pequeño militar, reposando ahora sobre un raído sillón de piel oscura.
-A mí me da igual lo que haga con sus tubitos y sus aparatejos. Como si se quiere inyectar alguna mierda radioactiva, convertirse en Hulk y reventar ese pijama de capullo que lleva. Mi tarea es que lo haga sin que nadie le moleste y yo, por lo menos, voy a esforzarme al máximo, conque… ya puede ponerse manos a la obra.
El comandante Payán contemplaba la escena mientras paseaba entre los altos mostradores repletos de extraños artilugios y las máquinas del laboratorio, algunas de las cuales habían dejado de funcionar algunas horas antes, tras sufrir algún desperfecto en la batalla que se había librado en las instalaciones durante las primeras horas que transcurrieron tras el estallido de la enfermedad.
Santiago Cobreros, no se apartaba de la doctora Solís, perpleja ante la fría y desafiante actitud del capitán Perea.
-¡Vaya carácter! –susurró la atractiva doctora al oído del hombre del traje negro mientras recorría con  la mirada la fibrosa figura del capitán-. ¡Un tipo interesante!
-Las personas bajitas necesitan autoafirmarse de alguna manera –respondió Cobreros, contrariado de pronto por el súbito interés de la joven médico en el apuesto militar-. Seguro que en su casa no grita tanto.
Payan, continuando con esa especie de inspección del recinto, dio con un extraño montón de hojas  arrancadas de un bloc cuadrado con el anagrama de “Boehringer Ingelheim”, la famosa multinacional farmacéutica. Con caligrafía irregular, probablemente nerviosa y apresurada, alguien había escrito algunas series de palabras.
“Analítica. Uno o varios.  Atrapar  a uno. Hormonas. Virus. Bacterias”
Para el coronel Payán, un soldado veterano que había pasado la mayor parte de su vida lejos de la civilización y cerca de las balas, el hermético mensaje carecía de significado alguno. Recogió las hojas y regresó con ellas al lugar en el que se encontraban la doctora Solis y el doctor Hernández.
-Échenle un vistazo a esto, ¿quieren?
La joven científica reconoció en seguida aquellos papeles.
-Esa es la letra de Castillo. Cuando empezó todo parecía obsesionado con la idea de conseguir sacarle sangre a uno de esos monstruos.
-¿Hacerle una analítica a uno de esos ... ¿ ¿A un…? –el hombre del pijama no conseguía articular correctamente su discurso.
-Si, a uno de esos caníbales –la doctora Solís terminó por él-. Pero fue imposible porque cada vez que intentábamos acercarnos a uno de ellos, Antonio terminaba cargándoselo. Son demasiado violentos.
Perea y Payán cruzaron miradas. Parecía como si, simultáneamente, hubieran entendido la idea que subyacía en las palabras de la mujer y en los mensajes de los papeles.
Fue Payán el primero en hablar.
-Entonces… ¿sería de alguna ayuda que pudiéramos traer a uno de esos bichos, vivo?
-Si a eso se le puede llamar “vivo” –precisó Perea.  
Hernández y Solis enarcaron las cejas.
-Por algo hay que empezar –dijo la chica.
La noche caía sobre Melilla. Las voces de la muerte resonaban en cada esquina y la horda de bestias cazadoras no tenía previsto dormir ni un solo minuto. Si había que salir al exterior sería mejor hacerlo con la claridad del alba y no entre unas tinieblas que podrían esconder peligros insospechados.
-Descansen lo que puedan –ordenó Payán-. Mañana con las primeras luces nos vamos de cacería.
-Va a ser una noche larga -intervino Perea-. Traten de dormir algo. Yo haré la primera guardia.
Mientras buscaba en sus bolsillos un par de monedas para la máquina expendedora en el vestíbulo de la planta, Cobreros se aproximó a la hermosa doctora cuyos profundos ojos negros no se apartaban del joven capitán Perea.
-¿Le apetecen una “Ruffles”, doctora…?
-María. Llámame María –respondió sin girar la cabeza-. Y gracias. No me gustan los  “Ruffles”.
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Diego Piñero abrió los ojos. Paseó la punta de la lengua por los labios resecos y tosió.
Respiró profundamente y descubrió a Pilar a su lado. La historiadora de ojos azules no se había apartado del infortunado Piñero durante los dos días de forzado cautiverio.
-¿Te encuentras bien?
-¿Qué me ha pasado?
-¿Es que no recuerdas nada?
El joven negó con la cabeza.
Pilar dudó entre explicarle la situación sin más o facilitarle un resumen de los acontecimientos de forma más o menos ordenada.
Diego –empezó-, ahí fuera hay una especie de plaga. Hay miles de personas devorándose las unas a las otras y es imposible salir.
-¿Una plaga? ¿En plan zombie?
-Bueno. Una plaga, o lo que sea. El caso es que estamos atrapados.
Diego abrió los ojos sorprendido y asustado a la vez.
Me aproximé al recuperado propietario de la tienda de ultramarinos y me reconfortó verlo consciente. Aunque el vendaje del brazo no había sido retirado, pude ver que la hinchazón había desaparecido completamente.
-¿De aquí han mordido a alguien?- quiso saber.
Pilar y yo nos miramos dudando en decirle la verdad.
Jose María venía directo hacia nosotros mientras trataba de abrir un paquete de “Piquitos artesanos de Antequera” con el que ayudarse para dar cuenta de una lata de paté casero de aceitunas negras.
-¿Qué si han mordido a alguien? ¿Pero es que no…? –comenzó a decir el gigantón de apetito fácil.
Me levanté como un resorte y lo rodeé por el hombro.
-¡Ven, Jose! Vamos a ver si encontramos una “Carlsberg” fresquita por aquí cerca.
-¡Pero…!
-¿O una “Flennsburguer”?

-¿Esa es la morena con tapón como el de “La Casera”?
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sábado, 3 de mayo de 2014

Capítulo 14 "Escrotium 57"


25 de Diciembre
Laboratorio de Investigación Bacteriológica del Ejército.
Fresno Blanco . Nuevo Méjico. Estados Unidos.
El general Gallagher pegó un puñetazo sobre la mesa y la taza de café aguado que reposaba junto al informe que acababa de recibir minutos antes sufrió una repentina sacudida terminando por salpicar de diminutas manchas marrones las hojas de papel blanco repletas de datos en forma de cifras, para él, desde luego, absolutamente ininteligibles.
-¿Que mierda habéis hecho? ¿Para esto tanto secreto y tanta leche? Meses enteros bajo toneladas de tierra seca recalentada por el puto sol del desierto, meses enteros de comer bazofia congelada, día tras día de aguantar esa cara de imbécil que se os pone a todos cuando os dedicáis a jugar con vuestros putos tubitos y vuestras mierdas humeantes ahí abajo y al final, ¿para qué?
La voz del militar reverberaba imponente contra las paredes blancas de la estancia en la que imperaban la escasez de ornamentos y la asepsia más absoluta.
El grupo de científicos miraba angustiado hacia el suelo, sin fuerzas ni valor para  responder.
-Os habéis cubierto de gloria y si no fuera porque no tengo ganas de manchar la moqueta, yo mismo os pegaba un tiro ahora mismo.
-Pero señor… -fue el doctor Barnaby quien trató de hablar- nadie podía sospechar…
-Pues ese es vuestro trabajo, putos cabrones, sospechar. Y si no, haberos dedicado a otra cosa. ¡Esto es el ejército! ¡Ya lo sabíais cuando vinisteis!
El doctor Barnaby, de treinta y siete años, licenciado en química  y biología por la afamada universidad de Berkeley en California, era el jefe del Departamento de Investigación Bacteriológica de las Fuerzas Armadas  estadounidenses. Había perdido a toda su familia en “el incidente” y ahora, para colmo de males, tenía que aguantar la monumental bronca de Jess Gallagher, un huraño oficial que alcanzó su tercera estrella tras la Guerra del Golfo en 1990,  poco acostumbrado a los reveses de la fortuna y siempre receloso de la colaboración con los civiles, a quienes siempre consideró una molestia.
-Una cosa es asegurar la defensa ante agentes patógenos susceptibles de utilización por parte de un hipotético enemigo y otra bien distinta lo que se nos pidió que hiciéramos –se defendió Barnaby.
-Me estoy volviendo a plantear lo del tiro, maldito idiota –la voz del soldado estalló cargada de ira-. Más vale que os pongáis a trabajar en serio ahora mismo, no sea que me lie la manta a la cabeza y vuele todo este  puto sótano de los cojones con vosotros dentro.
Los seis hombres y las dos mujeres del equipo temblaban nerviosos de indignación e impotencia. También ellos lo habían perdido todo y además ahora se habían convertido en rehenes de su propio fracaso, un fracaso inducido por la estulticia de un gobierno que les había exigido la monstruosa labor de encontrar un agente químico mortal e indestructible con el que luchar  contra una posible agresión química por parte de países potencialmente enemigos en el cono sur americano.
La radicalización de los denominados “países bolivarianos” bajo la inestable batuta de ese loco venezolano de Hugo Chaves, en el poder desde 1999, y el coqueteo indisimulado de los sucesivos gobiernos de Ecuador, Venezuela y Colombia con la siempre díscola república de Irán, habían hecho que el Congreso aumentara el volumen de las partidas presupuestarias relacionadas con la investigación y el contraespionaje.
El grupo comenzó a trabajar en la base de Fresno Blanco bajo la premisa de que el objetivo principal del proyecto era encontrar antídotos eficaces contra la contaminación  química que pudieran ocasionar potencias extranjeras valiéndose de la relativa cercanía de países como los que ahora deambulaban, aborregados e inconscientes, escorándose cada día más hacia el socialismo populista, siempre hostil a los Estados Unidos de América.
Pronto quedó claro que bajo esa idea noble y legítima de la defensa de los intereses del país del águila calva, subyacía un sórdido plan de ataque. Las investigaciones dieron como  resultado el hallazgo del “Escrotium 57”, una peligrosa toxina tan mortal como incontrolable.
Pese a la manifiesta oposición del doctor Barnaby y del resto de científicos, las primeras pruebas se llevaron a cabo el 21 de Septiembre de 2013 contra un grupo de guerrilleros de las FARC colombianas localizado en la selva del Putumayo. Los resultados habían sido desconcertantes. Al parecer,  sólo los guerrilleros, cuyos principales campamentos se salpicaban entre las plantaciones clandestinas de coca y las cada vez más escasas de café, habían sobrevivido al ataque, siendo las bajas entre la población civil, incontables.
EL departamento no acertaba a adivinar qué había fallado. Las primeras imágenes facilitadas por los satélites no hicieron sino acrecentar la confusión de los primeros momentos. Al parecer, la enfermedad había hecho que la población actuara de una forma extraordinariamente inusual, con una violencia y un salvajismo inverosímiles.
La segunda y definitiva serie de pruebas se llevó a cabo el día 20 de Diciembre.
As Sulaymanya, una región montañosa al norte de Irak y  Vardak, una pequeña provincia afgana en poder de las milicias talibán fueron esta vez los objetivos elegidos.
Desde el “USS Virginia”, un moderno submarino nuclear de la US NAVY, se lanzaron sendos misiles de crucero “BGM-109 Tomahawk” dotados de una pequeña carga biológica. En pocas horas, todas las fuerzas del infierno se desencadenaron con la rapidez del rayo y la mortal eficacia de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
A partir de ese fatídico momento, el caos y la enfermedad se habían expandido por los cinco continentes y la población mundial había quedado  dramáticamente reducida en el transcurso de unos pocos días.
-General, -se atrevió a hablar Barnaby- haremos lo que podamos, pero no espere nada espectacular.
-¿Espectacular? ¿Queréis ver algo espectacular?
El enfurecido militar señaló una de las pantallas del circuito de cámaras de seguridad, la que recogía las imágenes de parte de las instalaciones en el exterior de la base.
No se trataba de nada nuevo. Ya habían presenciado antes la escena.
Miles de figuras renqueantes y fantasmales vagaban siniestramente entre los vehículos destrozados, los depósitos de combustible y las alambradas de la base como una jauría enferma y sin alma. Cuerpos desmembrados o a medio devorar caminaban como almas en pena formando un enjambre  del que solo les separaban algunos metros de hormigón y acero.
-Como no me encontréis una vacuna o como mierda queráis llamarla, os hago llevar ahí arriba y os suelto en medio de esa manada de hijos de puta hasta que no quede de vosotros más que un puñado de huesos. Y tú, guapito –se dirigió amenazador señalando con la punta del dedo al  científico californiano-. Tú vas a ser el primero.
-¿Por qué? –inquirió Barnaby, molesto.
El general se dio la vuelta y abandonó la estancia no sin antes pronunciar una lacónica respuesta.
-¡Por gilipollas!
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La galopada de “Black Rayo” hacia la vieja gasolinera de la “SHELL OIL” se convirtió en una peligrosa gymkhana salpicada de  vehículos humeantes, cadáveres en rápida descomposición y monstruos acechantes que no dudaban en acercarse a la bestia en movimiento, ignorantes del fin que les deparaba tal acción. Cada uno de los engendros que osaba interponerse en el camino del animal caía arrollado bajo  las patas del formidable cuadrúpedo.
Llegaron a la estación de repostaje y Ginés desmontó de un salto. Sus rodillas se resintieron un tanto. Los años y la guerra habían hecho bien su cruel trabajo.  Se frotó ambas piernas durante un segundo y volvió la vista hacia el extremo norte de la calle Carlos V. Los monstruos comenzaban a aglomerarse ante la puerta de la tienda de ultramarinos de Diego Piñero.
Localizó la tapadera metálica de los depósitos subterráneos de combustible. En el interior de la oficina debía haber una caja con las herramientas y llaves necesarias pero el tiempo apremiaba y el cabo primero Berciano nunca fue de los que se dejan llevar por las manecillas del reloj. Solía adelantarse a los acontecimientos; eso le había salvado el pellejo en más de una ocasión.
El viento soplaba ahora con algo más de intensidad. Si quería que el sonido de su megáfono atrajera a esa putrefacta multitud enfebrecida debería emplearse a fondo y no desperdiciar unos segundos que probablemente serían de oro a la hora de escapar.
Desenfundó el pesado revólver y descerrajó un disparo sobre el cierre metálico del disco de acero que taponaba el acceso al depósito de gasolina sin plomo. Saltó sin ofrecer el menor problema.
El sonido del disparo atrajo las primeras miradas vacías de centenares de ojos grises.
Ahora quedaba asegurarse de que todos caminaran hacia el fuego que los conduciría directamente hacia las moradas eternas donde probablemente serían felices para siempre.
“¿Cómo era?” Ginés se llevó la garrafa de aceite transformada en megáfono a los labios. “Ah, si”.
-¡Wiiiiiiioooooo!
El pequeño cabo primero de caballería siempre fue un gran jinete y un buen militar… pero su caja torácica no era la de Chico Piñero con su extraordinaria potencia sonora y la voz del militar no parecía que fuera a producir el efecto deseado.
-¡Wiiiiiiiiiioooooooooooooooo!
La horda de siniestros devoradores de carne humana no se decidía a iniciar la marcha. El sonido llegaba hasta ellos envuelto en una brisa suave que lo debilitaba y distorsionaba.
Unas diminutas gotas de sudor comenzaron a condensarse sobre la frente de Ginés añadiendo un intenso toque de incomodidad y de desconcierto en el ánimo del soldado.
La ineficacia de la opción “megáfono” había quedado patente. De la misma manera, quedaba claro que el espectro de posibilidades se había reducido en un noventa y nueve por ciento.
Vació el cargador del revólver y el aire se llenó de olor a pólvora quemada.
Pero la marabunta no avanzaba. Permanecía expectante pero indecisa a unos trescientos metros hacia el norte.
Necesitaba una explosión sonora, un estímulo poderoso y formidable que hiciera saltar a la bestia  y la sedujera para que se aproximara a la trampa. Necesitaba una banda de tambores, necesitaba una ristra de petardos gigante, necesitaba… ¿Un beso y una flor?
Estaba alucinando. La soledad y la tensión del momento iban a volverle loco. No quería imaginarse enajenado y perdido en medio de un desierto de hormigón ensangrentado y humeante, contemplando como la cordura le iba abandonando a su suerte.
¿Un “te quiero”, una caricia y un adiós?
No. No podía darse por vencido. Sacaría fuerzas de donde fuera pero conseguiría encender la gigantesca pira funeraria y se llevaría por delante a un buen montón de esos cafres devoradores de carne humana.
El Citröen “Tiburón” dobló la esquina pasando por encima de cuantos cadáveres encontraba a su paso. Los neumáticos machacaban carne y huesos a su paso con la despiadada frialdad de las máquinas sin alma hasta que el legendario vehículo quedó a unos pasos de distancia de la pequeña gasolinera de la calle Carlos V.
-Antonio, baja eso- pidió Virginia al fornido mecánico.
-¿Qué hace ahí ese tipo?- quiso saber este.
-¡Es Ginés! ¡Y lleva un coctel molotov en la mano! –esta vez fue Rocío la que habló.
-Pues como lo meta ahí dentro va a volar media Melilla –añadió Pedro Javier.
-¡Ginéeeeees! –como por un extraño acuerdo, los cuatro lo llamaron a la vez.
El soldado se volvió y reconoció a los dos chicos y a su madre.
-¿Vosotros sois los de la música? –preguntó con un extraño brillo en los ojos.
-Si –contestó Antonio Giles, el hombre con la camiseta de David Villa-. ¿Te gusta Nino Bravo?
-Como una patada en los huevos. Pero dale toda la voz que puedas y no apagues el motor. Vamos a tener que salir pitando en unos cinco minutos.
“Son ligero equipaje para tan largo viaje…” la voz del ruiseñor de Ayelo de Malferit  resonó potente y magnífica en el viejo reproductor “Blaupunkt” del automóvil de Giles.
Y el monstruo de mil cabezas dio sus primeros pasos, esta vez con decisión. La masa empezó a moverse. El enemigo había mordido el anzuelo.
La mano de Ginés temblaba cuando encendió la mecha en la botella de “Pago de Carrovejas” rellena de alcohol de quemar y de vodka ruso “Absolut”.
Esperó unos minutos que se le antojaron eternos.
Los primeros caníbales llegaron a las inmediaciones de la instalación y elevaron sus brazos al aire en un absurdo gesto lleno de patetismo.
Lentamente, Ginés se agachó y puso la botella incendiada a unos milímetros del agujero que se abría sobre el depósito de combustible. Un simple roce lo precipitaría hacia el interior y desataría la tormenta.
Ese roce se produciría en cuanto el primero de los cadáveres se acercara y a buen seguro, ese fatídico momento estaba a punto de llegar.
-¡Ahora! ¡Moveos de aquí lo más rápido posible!
Ginés volvió a montar sobre “Black Rayo” y, sin necesidad de espolearlo, el animal inició un galope vertiginoso hacia las calles que daban acceso al Paseo Marítimo.
Antonio Giles, el mecánico de los brazos de acero, pisó el acelerador y el “Tiburón” partió a una velocidad de vértigo en pos del jinete.
-Me voy pero te juro que mañana volveré –canturreaba Pedro Javier.

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