26
de Diciembre
El
sol, escondido aún tras los montes de Sidi Bouhría y Sidi Musa, comenzaba a
preparar su orgullosa aparición sobre las playas de Saidía, Cabo de Agua y
Kariat Arkmane. El cielo, hasta ahora oscuro y tenebroso como la muerte, empezaba
a adquirir ligeros tonos violáceos y en unos minutos, el astro rey se elevaría
sobre el horizonte repitiendo ese primitivo y mecánico ritual que, hasta hacía
unos días, solía infundir esperanza a los seres humanos cada mañana.
Hoy,
sin embargo, la luz de esa estrella de vida y energía revelaría algo bien
distinto del espectáculo cotidiano que suponían la dialéctica diaria de hombres
y mujeres conviviendo en una civilización competitiva y cambiante, la búsqueda
de una posición en la sociedad o la mera persecución del bienestar. Hoy, podría ser el día en que la propia raza
humana jugara sus últimas cartas sobre la superficie de la Tierra , convertida por las
bestias en un planeta estéril y desolado, cubierto de sangre y huesos.
Los
primeros rayos arrancaron débiles destellos dorados en la fachada sur de las
torres Quinto Centenario.
Para
la joven abogado Tracy Cherino había sido la tercera noche en vela después del
incidente. Latas y latas de té helado y pastillas de paracetamol con cafeína
eran su único sustento durante las largas guardias para las que invariablemente
se presentaba voluntaria tarde tras tarde.
El
estallido la había sorprendido en la oficina del Colegio de Abogados situado en
la planta quinta de la Torre Norte.
A través de las destartaladas cristaleras de la fachada pudo ver los primeros
accidentes y no pudo evitar que el vello de todo el cuerpo se le erizara hasta
lo doloroso tras la primera de las terribles explosiones. Tampoco pudo, desde
luego, reprimir las lágrimas cuando contempló a los primeros caníbales llevar a
cabo su macabro aquelarre.
En
unos minutos las torres se habían convertido en una ratonera mortal para las
escasas personas que se encontraban gestionando alguna actividad en cualquiera
de los negociados que permanecían activos en fechas tan singulares. La mayoría
cometieron el error fatal de salir al exterior donde, en segundos, fueron engullidos
o mutilados sin piedad. Muchos incautos pasaron a formar parte de esa jauría
sin alma que segaba la vida a su paso como una plaga bíblica inexplicable y
letal.
En
este amanecer sin esperanzas, sobre la enorme plataforma de hormigón de la
azotea de la Torre Sur, con sus cabellos al viento y el enorme disco anaranjado
recortando su silueta contra el cielo de poniente, la bella letrada Tracy
Cherino contemplaba a través de sus binoculares el inquietante paisaje
alrededor del último bastión resistente contra la invasión de las bestias.
Al
principio, hasta encontró divertido ver a los grupos de caníbales que se
acercaban a la Plaza de España cada vez que el carillón del Palacio de la
Asamblea atacaba las machaconas notas de “Banderita” o “Noche de Paz”. Por
alguna extraña paradoja, el mecanismo del legendario reloj se había averiado y,
desde hacía dos noches, saltaba aleatoriamente de un tema a otro con insólito
desparpajo. Multitudes de seres con ojos nublados y caminar fantasmal se
acercaban al edificio cada vez que el sonido de las notas musicales los impelía
a caminar hacia el origen de las mismas. Segundos más tarde, la música cesaba y
la masa comenzaba de nuevo a dispersarse. En esta incansable y monótona
liturgia, los monstruos pasaban sus días y sus noches.
Algún
disparo aislado rompía el silencio cada vez que los monstruos pasaban por
delante del edificio de la Delegación del Gobierno donde, según le habían
informado, un tipo se había obstinado en mantener a toda costa la integridad
del enclave con absoluta e inexplicable dedicación.
“Torres
es así”, le habían dicho.
Dirigió
su mirada hacia el barco de la compañía “ARMAS”, encallado a escasos metros de
la orilla, cerca del Paseo Marítimo. Era una estampa patética y desconcertante.
Y
después, “vio” la explosión. Primero fue un fogonazo cegador y después, casi
instantáneamente, una columna de fuego de un centenar de metros que se elevó en
el aire como una saeta de los dioses del averno. Un segundo más tarde llegó el
estruendo formidable de la detonación. Una ráfaga de viento producido por la
onda expansiva la hizo tambalearse y tuvo que separar las piernas para no caer.
El polvo comenzó a invadirlo todo en un radio de varios centenares de metros y
tuvieron que transcurrir más de diez minutos para que la gravedad y el suave
vientecillo que comenzaba a levantarse, despejaran la escena.
La
explosión debía haberse producido en la gasolinera al final de la calle Carlos
V, esa a la que los melillenses llamaban “la gasolinera de Corea”.
Desde
los pisos inferiores de las torres, el personal, alertado por la deflagración,
subía precipitado a la azotea.
El
coronel Escámez, con cara de sueño y con esa voz grave que los hombres tienen
al despertarse, fue el primero en hablar.
-¿Qué
ha sido, Tracy?
-Creo
que ha explotado la gasolinera de Corea, Javier.
-¡Dios
santo! ¡Vaya cebollazo! –esta vez fue la subcomisario Maloles del Campo quien
intervino. El sol de la mañana le regalaba al rojo de sus cabellos un brillo
especial. Pocas mujeres podrían jactarse de exhibir tan buen aspecto a tan
temprana hora de la mañana. Había ascendido por
las escaleras subiendo los escalones de dos en dos y jadeaba por el
esfuerzo y el nerviosismo. La explosión la había sorprendido dormitando en un
frio e impersonal sofá de escay negro en uno de los pasillos de la planta décima.
Un
soldado le entregó al coronel unos prismáticos de largo alcance de un absurdo
color verde aceituna.
Escámez
contempló la monstruosa columna de humo que al crecer y ensancharse ya ocultaba
parcialmente la geografía cercana al lugar de la explosión. Dirigió la mirada
hacia la playa. Un extraño movimiento en el desordenado e inerte paseo junto al
mar atrajo su atención.
-No.
No puede ser.
-Si,
Javier –Maloles intentaba de nuevo prestar su apoyo al sobresaltado militar-.
Esos depósitos estaban llenos de combustible y debe haber desaparecido casi
todo el barrio. Ya no puedes hacer nada. Tranquilízate.
-Hay
un vaquero a caballo en el paseo. Y un tiburón detrás.
-¡Rápido!
¡Traed una silla!- Intervino alarmada la agente de policía-. Siéntate Javier.
Ya verás que no es nada. Se te pasará en seguida. Es normal. Son muchas horas…
mucha tensión…
-¡Maloles,
joder! ¡Mira tú!
El
militar le tendió los binoculares a la mujer.
-¡Joooooder!
¡Es verdad! ¡Un vaquero chiquitillo! ¿Y el tiburón… ¡Ah! Ya entiendo. Es el
coche, ¿no?
-No.
¡Iba a ser un tiburón de verdad! ¡Maloles, joder! ¡Que no estoy tan mal!
-De
todas maneras, cosas más extrañas hemos visto estos días, ¿no?
La
abogado Cherino escrutaba el paisaje en busca de cualquier otra “novedad”.
-¡Ejem!
–tosió-. Hablando de cosas raras, ¿os importaría mirar un poco más al sur?
Hacia el barco.
Tracy
Cherino le entregó los prismáticos aceitunados al coronel.
Las
cejas de los oteadores se enarcaron simultáneamente y los cuatro ojos se
abrieron hasta lo indecible.
-¡Ostiaaaaaaaaa!
–exclamó Escámez.
-¡Ostiaaaaaaaaaa!
–le secundó Del Campo.
En
la distancia, un vaquero, un mecánico, una madre abnegada y dos jóvenes armados
con un mazo y un cuchillo de cocina se enfrentaban, entre cascotes y nubes de
humo, con una horda de caníbales que les perseguía sin demasiada prisa, pero
con caminar constante y amenazador.
El
grupo se desenvolvía con una cierta disciplina táctica, sorteando hábilmente
los cuerpos caídos en el suelo que, a rastras, intentaban interponerse en el
camino de la comitiva chasqueando salvajemente sus ensangrentadas dentaduras y
alzando las extremidades de que aún disponían en un grotesco y estéril desafío.
Cuando
no era un mazazo del muchacho lo que acababa con los restos del pobre engendro
esparcidos aún más sobre el pavimento, era una hábil cuchillada de la chica de
cabellos rubios en la cerviz de la criatura infernal la que mandaba al engendro
de vuelta a los avernos.
Por
delante, casi un kilómetro los separaba de la seguridad de las torres, por
detrás, acechante y cada vez más cercana, una nube de caníbales de ojos
nublados se movía inexorable hacia ellos como una siniestra
y patibularia cabalgata de muerte.
Salvo
el personal destinado a la guarda y protección del perímetro de seguridad en
torno al edificio, la mayoría de las personas que se encontraban en cualquiera
de las dos torres estaban ya en la azotea, conmovidos por la escena y en cauto
silencio.
-¿Hay
algún grupo preparado? –inquirió resolutivo el veterano coronel-. ¡Hay que traer
a esos desgraciados como sea!
-¡Coronel!
–la voz de Bautista Morales, el policía alicantino de nervios de acero que
había conseguido poner a salvo al grupo “Gin Tonic” se oyó potente y decidida-.
Si me da un par de minutos salimos a por ellos.
Dos
o tres hombres de uniforme con la enseña de la Unidad de Prevención y Reacción
partieron escaleras abajo sin esperar la orden del enjuto oficial. En la UPR
estaban acostumbrados a actuar de prisa y, casi siempre se intervenía conforme
a unos protocolos largamente estudiados y unos procedimientos repetidos hasta
la extenuación.
Por
la escalera se cruzaron con el sorprendente joyero guitarrista que interrumpió
su ascenso al reconocer a varios de los hombres que lo habían hecho abandonar
su establecimiento el día anterior y con los que había compartido un éxodo
forzoso hacia las torres, abandonando su negocio de toda la vida en manos de un
puñado de monstruos de ojos muertos.
-¿Dónde
vamos? –preguntó.
-Tú
a ningún lado. Lo que nos faltaba.
El
jefe Bautista Morales bajaba ya, ajustándose el cinturón y terminando de
abrocharse los botones de su camisa azul.
-Será
mejor que nos espere aquí. ¿Cómo era….?
-Antonio.
-Antonio,
eso de ahí afuera no es una broma. La cosa está bastante mal y la mañana se
presenta movidita.
-Si, pero “You gonna need my help”.
-¿Yugonaqué?
-Es de Muddy Waters. “You gonna need
my help”. En español, “Vas a necesitar mi ayuda”. Muddy Waters la
tocaba en plan clásico, así sin armónica ni nada, pero Willie Dixon, que era el
que la había escrito, decía que había que tocarla con armónica y percusión, o
sea que…
-¡Venga
anda, vente! –accedió al fin el jefe Bautista mientras reiniciaban el
descenso-. ¡Pero nos vamos a estar un poquito callados! ¿Vale?
-¿Me
vais a dar una pistola o algo? ¿O voy a por la guitarra?
-¡No!
¡La guitarra no! ¡Por tu madre, la guitarra no!
-¡A
ver! ¡Padilla! ¡Dadle a este hombre un subfusil y encargaos de él!
-¿Se viene?
-“I´m comin´ home from Alabama”.
-Pfffff.
¡Ya estamos liados!
-¡Santo
Dios!
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-Bien.
Vamos a repetirlo una vez más.
Pilar
repasaba en voz alta el plan que durante horas habían tramado.
La
tienda olía intensamente a café. Mari, incansable como de costumbre, no había
dejado de interesarse por los integrantes de ese peculiar grupo de
“resistentes”, como ya habían dado en llamarse, y había preparado, una tras
otra, varias cafeteras bien cargadas que habían mantenido a los presentes confortados
y alerta durante toda la noche.
-Jose
y Chico salen los primeros. ¡Pedro! Tú y yo vamos detrás con los rollos de
cinta. ¡Rosa! Tú mantienes la puerta abierta por si tenemos que volver
zumbando. ¿Todo claro?
-¡Y
nada de romperle la cabeza al que escojamos! –apuntó Jose María.
-¿Y
si le doy flojito? –preguntó Chico Piñero evaluando visualmente la potencia de
su hueso de ibérico.
-¡Ni
flojito ni pollas! ¡Que te conozco! –la negativa vino por parte de la chica con
aspecto de turista escandinava.
Mari,
terminando de ordenar las tazas de café, recién fregadas, contemplaba la escena
junto a Rosa.
-¡Me
gusta a mí la Pilarita ésta para mi Chico! ¡Tiene carácter!
-¡Que
va, Mari! ¿No ve usted que es muy mal hablada?
Si
es cierto que uno ve la película de su vida unos segundos antes de morir, el
final de la nuestra podía estar rodándose ahora, en medio de una ciudad
infestada de monstruosos engendros
antropófagos, con un guion improvisado en una pequeña tienda de comestibles
por un puñado de hombres y mujeres desesperados y solos, no del todo
conscientes de que nos encontrábamos justo en el vórtice de la tormenta de
destrucción más terrible que la humanidad haya conocido jamás.
-¿Todo
el mundo listo? –preguntó Pilar.
Estábamos
al borde de iniciar la aventura más incomprensible e inaudita de nuestras
vidas. Íbamos a salir de caza. Íbamos a tratar de capturar a uno de esos
cadáveres andantes.
Asentimos.
-¿Nos
podemos ir entonces? ¿Seguro?
-¡Un
momento!
-¿Qué
pasa ahora, Jose María?
El
gigantón rebuscaba entre las cajas de
turrón y las de polvorones.
-¡Mostachones
de Utrera! Es que estoy nervioso y me voy a llevar unos cuantos para el camino.
-Lo
que te vas a llevar son dos ostias como no te muevas. ¡Que te estamos
esperando!
Mari
se acercó al banco donde reposaba Diego, ya completamente restablecido, molesto
en parte por haber sido desechado como integrante de la insólita partida de
caza.
-¡Dieguito,
hijo! – le susurró-. ¡Qué me gusta esta niña para tu hermano!
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