26
de Diciembre
Se
había acostumbrado al silencio. La noche y las sombras, en la soledad del viejo
patio, ahora convertido por mor de los acontecimientos en un bastión a salvo de
caníbales, la abrazaban y, en cierto modo, la ayudaban a alcanzar algo parecido
al sosiego.
La
sargento González Novelles oyó los últimos gritos a la caída del sol. Habían
venido acompañados de algunos golpes más o menos violentos producidos por la
furia irracional de algunas de esas criaturas de ojos de piedra que creyeron poder derribar la pesada puerta metálica del
recinto a base de puros cabezazos.
Ráfagas
certeras de sus subordinados en el mando, los diligentes Hamed y Chocrón,
acabaron con el grotesco concierto de percusión improvisado por los hambrientos
sitiadores. El anochecer se había convertido en un festival de plomo y sangre
renegrida y pestilente.
La
sargento no trató de buscar conversación. Antes bien, rehuyó la respetuosa
cordialidad de sus muchachos y, con las manos en los bolsillos, se limitó a pasear indolente por el recinto
mientras murmuraba algunas oraciones. En
momentos de incertidumbre, orar solía ayudarla.
Sintió
fresco. Si bien la noche era apacible, la temperatura había caído algunos
grados y la veterana piloto decidió buscar algún rincón al abrigo del gélido
vientecillo que la empezaba a incomodar.
-Voy
a meterme en el pájaro un rato. Creo que voy a echar una cabezada. Si hay algo,
llamadme.
-A
la orden, mi sargento. Vaya tranquila. Esto está controlado.
“Esto
está controlado” –repitió para sí la bella sargento. No dejó de parecerle una
reflexión extremadamente irónica. Jamás en su vida se había visto en una
situación menos “controlada” que esta; aislada
del mundo en el viejo patio trasero de una insignificante parroquia de barrio,
con la única compañía de un par de soldados que rezaban a un Dios con nombres
diferentes y rodeada por una jauría encolerizada de cuerpos sin alma, errabunda
y salvaje, en busca de sangre con la que calmar un incomprensible instinto
destructor, brutal e inexplicable.
Abrió
la portezuela del SUPER PUMA. Saltó al interior y contempló resignada la
frialdad del habitáculo. Diversas armas yacían apiladas sin demasiado orden
sobre algunas cajas de munición y equipamiento diverso. Salpicados aquí y allá,
veíanse varios fardos de color caqui con el anagrama del Ejército de Tierra.
Recordaba
haber visto un paquete de tabaco por alguna parte. Quizá podría disfrutar de
algunas bocanadas de alquitrán y nicotina antes de conciliar el sueño.
Abrió
la mochila de uno de sus compañeros. Ni rastro del tabaco.
Procedió
de igual forma con otras dos mochilas. Sintió una leve punzada de remordimiento
cuando, al abrir el bolsillo lateral de una cuarta mochila, dio con un paquete de “Marlboro” apenas
empezado.
Extrajo
la cajetilla y se disponía a abrirla cuando se sobresaltó por causa de una
nueva andanada de disparos.
-¡Treinta
y cuatro! –oyó a Chocrón exclamar a voz en grito. ¡Ya te gano de tres!
-¡To
ere un joputa! –fue la lacónica respuesta del soldado Hamed a la que siguió una
sonora carcajada de ambos.
El
paquete de cigarrillos de Wisconsin, USA, se le escapó de las manos y al
intentar atraparlo en pleno vuelo, no hizo más que lanzarlo involuntaria y
torpemente hacia el pequeño hueco que quedaba entre una sólida pila de fardos y una especie de
enorme globo de caucho rojo plegado, asegurado con gruesas cinchas de neopreno
de color negro.
Se
apoyó en el bulto rojo e introdujo el brazo entre los dos objetos. Buscó a
tientas con la punta de los dedos extendidos y terminó por hallar la pequeña
caja de cartón.
Suspiró
aliviada cuando por fin consiguió llevarse a los labios el ansiado pitillo.
Sentándose sobre el extraño globo de goma, sacó de un bolsillo en la parte
inferior de la pernera izquierda del pantalón un mechero “Bic” con las palabras
“Bar Aragón” impresas en color azul y encendió el cigarro aspirando
profundamente. Durante unos segundos guardó el humo en su interior y después lo
exhaló con verdadera delectación y los ojos cerrados.
Cruzó
las piernas y apoyó la mano izquierda sobre el improvisado asiento. Sobre el
grueso caucho, un rótulo en esa impersonal tipografía de plantilla en tinta
negra, rezaba “PARA EXTINCIÓN DE INCENDIOS. USO RESTRINGIDO”.
Desvió
la mirada hacia el paquete de cigarrillos. Algún desgraciado había posado para
la compañía exhibiendo impúdicamente un cáncer de tráquea cuya fotografía
adornaba ahora el costado del envoltorio de cartón. La sargento le dio la
vuelta a la cajetilla. Una siniestra esquela advertía al incauto fumador:
“FUMAR MATA”.
Recordó
las palabras del voluntarioso y solícito
soldado Chocrón de hacía tan solo unos minutos: “¡Treinta y cuatro! ¡Ya
te gano de tres!”.
-¡Fumar
mata!- pronunció en voz alta. ¡Mira tú que lo cojones!
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-¿Estás
segura de que quieres hacerlo?
-No
estoy segura de nada, pero si me quedo aquí voy a volverme loca. Ya sabes que
no sirvo para ver los toros desde la barrera y, de todas formas, no creo que
haya demasiado que perder. ¿Qué nos queda Javier? Mira en lo que se ha
convertido todo.
Un
brillo acuoso inundaba la mirada de la mujer y en sus labios sensuales se
dibujaba una media sonrisa forzada que no hacía sino acentuar su sobria belleza
mediterránea.
El
coronel Escámez apretaba fuertemente las manos de la subcomisario Del Campo. Un
imperceptible temblor en el labio inferior le delataba. Por primera vez en su vida estaba
experimentando una intensa sensación de desazón y de nerviosismo muy similar al
miedo, ese miedo que había aprendido a ignorar y a despreciar en medio de
situaciones que habrían hecho envejecer decenas de años en un segundo al
soldado más aguerrido.
-¿Entonces?
-Volveré.
Te lo prometo.
La
mujer de guedejas cobrizas se desasió de las fuertes manos del coronel Escámez
y, mirando hacia el suelo giró, sobre si misma y se dirigió hacia la puerta de
la oficina.
-Hazme
el favor, dile a los de “Gin Tonic” que me esperen un segundo. Voy a por mis
cacharros- pidió sin volverse.
El
coronel emitió el aviso por medio de un rápido y frio mensaje a través del
“walkie talkie”.
-Decidle
a Bautista que va alguien más con ellos. Está bajando.
En
lo más profundo de su corazón endurecido por la guerra y por la muerte mil
veces presenciada, otras palabras pugnaban por salir. “Por Dios, traedla de
vuelta”.
En
la impersonal oficina de mando de la planta décima de las Torres Quinto
Centenario, se hizo el silencio, un silencio mortal y pesado como el plomo,
cruel como los recuerdos y triste como la noche.
Escámez
se aproximó al amplio ventanal desde el que se dominaba la parte delantera del
perímetro del complejo. Abajo, un par de soldados levantaban la barrera de
seguridad reforzada con alambre de
espinos para dejar paso franco al comando de agentes de la Unidad de Prevención
y Reacción comandados por el fibroso alicantino Bautista Morales.
Lo
vio levantar el brazo derecho con la palma de la mano abierta y el grupo se
detuvo. Aguardaron medio minuto y dejaron que un nuevo miembro se incorporara a
la peculiar partida de rescate. Acto seguido, la mano del oficial se cerró y
sólo el dedo índice quedó a la vista, señalando con decisión la dirección a tomar.
-¡Por
Dios, traedla de vuelta! –exclamó en voz alta Escámez.
“Viva”,
pensó.
El
grupo caminaba con resuelta coordinación y la seguridad que da el prolongado
entrenamiento de los grupos especiales de los cuerpos de seguridad.
A
pesar de caminar en absoluto silencio, el acoso de los “caníbales” se hacía patente a cada paso y era necesaria
la intervención frecuente de los experimentados policías que, en medio de una
ciudad tomada por las ánimas de ultratumba parecían encontrarse en uno de esos
ejercicios tácticos en los que potenciales blancos enemigos emergían
sorpresivamente de detrás de bidones de gasolina o balas de paja hábilmente
diseminados en un pueblo abandonado. Invariablemente, cada nuevo intento de
agresión era repelido de forma automática por el hombre que se encontraba más próximo
al atacante. Cada vez que uno de aquellos diablos putrefactos manifestaba
aviesas intenciones en un radio inferior al considerado “de seguridad”, un
certero disparo entre ceja y ceja lo devolvía de nuevo a sus oscuras moradas,
aquellas que nunca debieron abandonar.
Aún
quedaba un buen trecho entre “Gin Tonic”
y el extraño grupo que trataba de alejarse del “Tiburón” averiado y, por ende,
de la masa de antropófagos caminantes que les seguía a distancia
cada vez menor.
Había
que cruzar el puente sobre el río. Alcanzaron la pequeña rotonda que distribuía
el tráfico a la entrada del mismo. El grupo se desplazaba ocupando la franja
central de la calzada. En medio del puente, un autobús azul volcado presentaba
un obstáculo imprevisto e incómodo. “GinTonic” habría de sobrepasarlo por uno
de los dos lados, o dividirse en dos y pasar por las aceras dividiendo momentáneamente las escasas
fuerzas de que disponían.
En
la acera de la izquierda, parcialmente montado sobre la baranda, un pequeño y
coqueto SMART ofrecía un insólito espectáculo. En su interior, dos caníbales,
sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad, habían tratado de
devorarse mutuamente y ambos presentaban horribles heridas en el perfil que
quedaba expuesto al compañero. Incansablemente insistían una y otra vez en sus
ataques, sin interés, sin ansia, mecánica y cruelmente, como almas malditas
condenadas para siempre en el infierno espiral de Dante.
-¡Vosotros
dos y el joyero por ahí! - ordenó Bautista señalando el flanco derecho del
vehículo de la popular compañía COA.
El
alicantino buscó en la mirada de su jefa inmediata en el mando, la Subcomisario
Maloles del Campo, la aprobación tácita de la orden recién impartida.
La
pelirroja asintió sin demasiada convicción y continuaron caminando.
Pocos
segundos después, los dos grupos perdieron el contacto visual. Una nueva
sorpresa los esperaba tras la mole de hierro pintada de azul. Una veintena de monstruos de ojos blancos
aguardaba agazapada y sorprendentemente silenciosa. Habrían semejado una manada
de leones emboscados en la sabana expectantes y ansiosos ante la llegada de una cebra incauta o un cachorro
de ñu desvalido bajo la sombra de una acacia si no fuera porque en la mirada de
los majestuosos felinos que señorean la sabana no se dibuja la muerte con tanta
crueldad.
La
mortal congregación de seres putrefactos de mirada ausente pareció despertar de
su letargo nada más intuir la presencia de la patrulla armada cuyos miembros percibieron
por su parte la hediondez de la carne podrida y un intenso olor a gasolina
proveniente de un enorme charco alimentado por un grueso agujero en el depósito
del vehículo.
Los
monstruos comenzaron a abrirse en un amenazador abanico que forzaría a los
hombres de Bautista a enzarzarse en un fuego cruzado en extremo peligroso.
-¡Déjame
eso, chaval!
El
extravagante joyero convertido en comando eventual pidió a uno de los policías
a los que acompañaba, el grueso rollo de
cuerda de nylon que llevaba terciado en bandolera sobre el pecho. En un
extremo, un sólido mosquetón de aluminio permitía asegurar el chicote del cabo
a cualquier potencial asidero para
efectuar descensos en rapel si se daba la contingencia.
El
policía, perplejo, dedicó una
instantánea mirada al jefe Bautista en busca de alguna indicación acerca
de la idoneidad de acceder a tan chocante petición, pero éste no pudo sino
encogerse de hombros, igualmente sorprendido por la inconcebible acción del
estrambótico joyero.
Una
vez con el rollo de cuerda en las manos, aseguró el mosquetón a la barandilla
del puente a su derecha y, desliando la cuerda a gran velocidad, corrió como un
enajenado en fuga rodeando a las criaturas y disponiendo un curioso “cordón” en
torno a ellas. Acto seguido, se dirigió hacia el SMART siniestrado y,
agachándose enganchó el mosquetón del extremo libre a la barra de transmisión
del juguete de SWATCH-MERCEDES.
-¡Y
ahora, movéos! –ordenó.
Como
un solo hombre, los miembros de la partida saltaron hacia el pequeño utilitario
y en unos segundos, el SMART viajaba en caída libre hacia el cauce del río. No
costó demasiado trabajo elevar el pequeño vehículo por encima de la barandilla
y arrojarlo al vacío. El grupo andaba bien provisto de músculos y de cerebro.
El
estruendo del SMART al estrellarse contra el hormigón del cauce seco y la
explosión subsiguiente no consiguieron apagar del todo el horrísono rugido de
los caníbales aprisionados por la cintura y lanzados por el peso del elegante
cochecillo alemán hacia la masa de hierro de la parte inferior del autobús
volcado.
-¡Pffff!
–suspiró la subcomisario Del Campo mientras se quitaba el sólido casco de
protección. Una vistosa melena roja emergió de debajo del mismo y con un
movimiento de cuello hizo que esta ondeara conspicuamente.
Antonio,
el joyero, permanecía a escasos metros del autobús. Miraba las caras desfiguradas
de los caníbales atrapados como intentando encontrar algún rasgo de humanidad
en alguno de ellos. Si alguna vez lo hubo, la enfermedad y la sangre los habían
borrado para siempre.
-¡Vale!
¡Ahora vamos a alejarnos un poquito! –ordenó.
-Antes
deberíamos… -trató de exponer el jefe Bautista mientras comenzaba a encañonar a
la masa de cadáveres encolerizados.
-¡No
va a hacer falta!-interrumpió el joyero guitarrista-. ¡Mira!
Tras
la explosión del SMART, la cuerda que unía a los diablos con el vehículo se
había incendiado y una llama azulada la recorría en sentido ascendente. En unos
segundos haría arder al autobús y a los desgraciados engendros que, amarrados a
él, harían un último viaje a los avernos.
-La
impregné de gasolina antes. Ahí. En el charco ese- explicó el joyero-. ¿Nos
vamos?- añadió.
Comenzaron
a caminar apresurados. La explosión se produjo quince segundos más tarde y el
puente tembló bajo sus pies.
El
joyero se situó junto a la subcomisario Del Campo.
-Oye,
¿tú sabes que te pareces a Bonnie Raitt?
-¿Y
quién es la flor esa?
Unos
metros por detrás, el jefe Bautista comentaba en voz baja a uno de sus
muchachos:
-¡No
se cansa el tio!
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Contemplé
la calle silenciosa. Miré hacia ambos lados. Todo parecía en calma; una calma
de muerte, inquietante y siniestra rodeaba nuestro refugio desde hacía algunas
horas.
Comenzamos
abriendo la trasera del “TUCSON” de Jose María. La HYUNDAI proveía a sus
usuarios con una caja de herramientas bien surtida y el grandullón devorador de
Donuts mantenía la suya en perfecto estado.
Me
hice con un martillo y un destornillador y mi cuñado se armó con una pesada
llave de cruceta de esas que se usan para cambiar una rueda. Pilar cogió el
botiquín. A ninguno se nos había ocurrido y podría ser de gran utilidad.
-Es
que sois hombres y los hombres solo pensáis…
-¡Joder,
Pilar! –interrumpió Jose María-. ¡Que aprovechamos las mínimas!
-¡Mirad
allí! –esta vez fue Chico Piñero quien terció, apuntando con su hueso de jamón
a un grupo de tres individuos a unos sesenta metros de distancia-. ¿Nos valen?
Uno
de ellos cojeaba visiblemente, con la pierna izquierda exhibiendo impúdicamente
el fémur descarnado. Otro parecía “en buen estado” y caminaba erguido y con
cierta solemnidad. El tercero, que alguna vez fue una chica joven, y ahora
carecía de brazos, no hacía sino acompañar instintivamente a los otros dos en
ese deambular inicuo y absurdo por las calles desiertas de esta ciudad infernal.
-¡Vamos!
–dije.
-Yo
me encargo del de la pierna-expuso decidido Chico Piñero.
-¡De
acuerdo! –argumentó Pilar-. Ese no nos vale.
-Deberíamos
quedarnos con el de en medio, ¿no? –pregunté-. Y a la niña, más vale
despacharla, ¿verdad?
-Yo
me ocupo de la niña -se ofreció Jose María.
Iniciamos
nuestra maniobra de aproximación al trio de la muerte.
El
primer golpe lo dio el hombre que acababa de arrojar al suelo el paquete
de Mostachones de Utrera ya vacío. La
cabeza del hombre del fémur hiperventilado se abrió en dos bajo el impacto
inmisericorde y bestial de la llave de cruceta.
-¡Ostias!
–exclamó sorprendido de su propia brutalidad el normalmente bonancible jugador
de basket, transfigurado ahora en despiadado reventador de cráneos.
Impulsada
por algún recóndito y poderoso estímulo depredador, la chica sin brazos saltó como
un resorte hacia el cuello de Pilar, que se apartó como pudo hacia un lado,
esquivando parcialmente el ataque de la desgraciada joven. De una patada
certera hizo que la cabeza de la chiquilla girara en un escorzo imposible y
pudo al mismo tiempo escuchar las vértebras estallar con un escalofriante
crujido. Un nuevo cadáver adornaba el suelo de la calle Carlos V.
El
tercer hombre se tambaleaba intentando alcanzar a Chico Piñero que retrocedía
estratégicamente para hacer que el monstruo quedara de espaldas a mí. Le
indiqué por señas que intentaría agarrarlo por detrás para que él pudiera
golpearlo en la cabeza y dejarlo lo suficientemente fuera de órbita como para permitirnos a los demás
atarlo sin demasiados riesgos.
Logré
asirlo por ambos brazos. Era, o había sido, un hombre de complexión atlética y
me costó sujetarlo. El individuo luchaba con desesperación por evadir el
abrazo. Jose María se acercó y logró asir el brazo izquierdo libreándome a mí
del esfuerzo.
El
monstruo estaba, por fin, a nuestra merced.
Chico
descargó el golpe. Fue un golpe terrible. Fue un golpe bestial. Fue un gran
golpe.
Comencé
a perder el conocimiento. La visión se me nubló.
Mientras
caía pude oir a Jose maría.
-¡Ostias!
¡Le ha dado a Pedro!
-¡Chico,
eres la polla! –intervino Pilar.
Y
ya todo fue negrura.
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