domingo, 22 de junio de 2014

Capítulo 18 Cazador cazado.


26 de Diciembre
Se había acostumbrado al silencio. La noche y las sombras, en la soledad del viejo patio, ahora convertido por mor de los acontecimientos en un bastión a salvo de caníbales, la abrazaban y, en cierto modo, la ayudaban a alcanzar algo parecido al sosiego.
La sargento González Novelles oyó los últimos gritos a la caída del sol. Habían venido acompañados de algunos golpes más o menos violentos producidos por la furia irracional de algunas de esas criaturas de ojos  de piedra que creyeron poder  derribar la pesada puerta metálica del recinto a base de puros cabezazos.
Ráfagas certeras de sus subordinados en el mando, los diligentes Hamed y Chocrón, acabaron con el grotesco concierto de percusión improvisado por los hambrientos sitiadores. El anochecer se había convertido en un festival de plomo y sangre renegrida y pestilente.
La sargento no trató de buscar conversación. Antes bien, rehuyó la respetuosa cordialidad de sus muchachos y, con las manos en los bolsillos,  se limitó a pasear indolente por el recinto mientras murmuraba algunas  oraciones. En momentos de incertidumbre, orar solía ayudarla.
Sintió fresco. Si bien la noche era apacible, la temperatura había caído algunos grados y la veterana piloto decidió buscar algún rincón al abrigo del gélido vientecillo que la empezaba a incomodar.
-Voy a meterme en el pájaro un rato. Creo que voy a echar una cabezada. Si hay algo, llamadme.
-A la orden, mi sargento. Vaya tranquila. Esto está controlado.
“Esto está controlado” –repitió para sí la bella sargento. No dejó de parecerle una reflexión extremadamente irónica. Jamás en su vida se había visto en una situación menos “controlada” que  esta; aislada del mundo en el viejo patio trasero de una insignificante parroquia de barrio, con la única compañía de un par de soldados que rezaban a un Dios con nombres diferentes y rodeada por una jauría encolerizada de cuerpos sin alma, errabunda y salvaje, en busca de sangre con la que calmar un incomprensible instinto destructor, brutal e inexplicable.
Abrió la portezuela del SUPER PUMA. Saltó al interior y contempló resignada la frialdad del habitáculo. Diversas armas yacían apiladas sin demasiado orden sobre algunas cajas de munición y equipamiento diverso. Salpicados aquí y allá, veíanse varios fardos de color caqui con el anagrama del Ejército de Tierra.
Recordaba haber visto un paquete de tabaco por alguna parte. Quizá podría disfrutar de algunas bocanadas de alquitrán y nicotina antes de conciliar el sueño.
Abrió la mochila de uno de sus compañeros. Ni rastro del tabaco.
Procedió de igual forma con otras dos mochilas. Sintió una leve punzada de remordimiento cuando, al abrir el bolsillo lateral de una cuarta mochila,  dio con un paquete de “Marlboro” apenas empezado.
Extrajo la cajetilla y se disponía a abrirla cuando se sobresaltó por causa de una nueva andanada de disparos.
-¡Treinta y cuatro! –oyó a Chocrón exclamar a voz en grito. ¡Ya te gano de tres!
-¡To ere un joputa! –fue la lacónica respuesta del soldado Hamed a la que siguió una sonora carcajada de ambos.
El paquete de cigarrillos de Wisconsin, USA, se le escapó de las manos y al intentar atraparlo en pleno vuelo, no hizo más que lanzarlo involuntaria y torpemente hacia el pequeño hueco que quedaba entre  una sólida pila de fardos y una especie de enorme globo de caucho rojo plegado, asegurado con gruesas cinchas de neopreno de color negro.
Se apoyó en el bulto rojo e introdujo el brazo entre los dos objetos. Buscó a tientas con la punta de los dedos extendidos y terminó por hallar la pequeña caja de cartón.
Suspiró aliviada cuando por fin consiguió llevarse a los labios el ansiado pitillo. Sentándose sobre el extraño globo de goma, sacó de un bolsillo en la parte inferior de la pernera izquierda del pantalón un mechero “Bic” con las palabras “Bar Aragón” impresas en color azul y encendió el cigarro aspirando profundamente. Durante unos segundos guardó el humo en su interior y después lo exhaló con verdadera delectación y los ojos cerrados.
Cruzó las piernas y apoyó la mano izquierda sobre el improvisado asiento. Sobre el grueso caucho, un rótulo en esa impersonal tipografía de plantilla en tinta negra, rezaba “PARA EXTINCIÓN DE INCENDIOS. USO RESTRINGIDO”.
Desvió la mirada hacia el paquete de cigarrillos. Algún desgraciado había posado para la compañía exhibiendo impúdicamente un cáncer de tráquea cuya fotografía adornaba ahora el costado del envoltorio de cartón. La sargento le dio la vuelta a la cajetilla. Una siniestra esquela advertía al incauto fumador: “FUMAR MATA”.
Recordó las palabras del voluntarioso y solícito  soldado Chocrón de hacía tan solo unos minutos: “¡Treinta y cuatro! ¡Ya te gano de tres!”.
-¡Fumar mata!- pronunció en voz alta. ¡Mira tú que lo cojones!
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-¿Estás segura de que quieres hacerlo?
-No estoy segura de nada, pero si me quedo aquí voy a volverme loca. Ya sabes que no sirvo para ver los toros desde la barrera y, de todas formas, no creo que haya demasiado que perder. ¿Qué nos queda Javier? Mira en lo que se ha convertido todo.
Un brillo acuoso inundaba la mirada de la mujer y en sus labios sensuales se dibujaba una media sonrisa forzada que no hacía sino acentuar su sobria belleza mediterránea.
El coronel Escámez apretaba fuertemente las manos de la subcomisario Del Campo. Un imperceptible temblor en el labio inferior le delataba.  Por primera vez en su vida estaba experimentando una intensa sensación de desazón y de nerviosismo muy similar al miedo, ese miedo que había aprendido a ignorar y a despreciar en medio de situaciones que habrían hecho envejecer decenas de años en un segundo al soldado más aguerrido.
-¿Entonces?
-Volveré. Te lo prometo.
La mujer de guedejas cobrizas se desasió de las fuertes manos del coronel Escámez y, mirando hacia el suelo giró, sobre si misma y se dirigió hacia la puerta de la oficina.
-Hazme el favor, dile a los de “Gin Tonic” que me esperen un segundo. Voy a por mis cacharros- pidió sin volverse.
El coronel emitió el aviso por medio de un rápido y frio mensaje a través del “walkie talkie”.
-Decidle a Bautista que va alguien más con ellos. Está bajando.
En lo más profundo de su corazón endurecido por la guerra y por la muerte mil veces presenciada, otras palabras pugnaban por salir. “Por Dios, traedla de vuelta”.
En la impersonal oficina de mando de la planta décima de las Torres Quinto Centenario, se hizo el silencio, un silencio mortal y pesado como el plomo, cruel como los recuerdos y triste como la noche.
Escámez se aproximó al amplio ventanal desde el que se dominaba la parte delantera del perímetro del complejo. Abajo, un par de soldados levantaban la barrera de seguridad  reforzada con alambre de espinos para dejar paso franco al comando de agentes de la Unidad de Prevención y Reacción comandados por el fibroso alicantino Bautista Morales.
Lo vio levantar el brazo derecho con la palma de la mano abierta y el grupo se detuvo. Aguardaron medio minuto y dejaron que un nuevo miembro se incorporara a la peculiar partida de rescate. Acto seguido, la mano del oficial se cerró y sólo el dedo índice quedó a la vista, señalando con decisión  la dirección a tomar.
-¡Por Dios, traedla de vuelta! –exclamó en voz alta Escámez.
“Viva”, pensó.
El grupo caminaba con resuelta coordinación y la seguridad que da el prolongado entrenamiento de los grupos especiales de los cuerpos de seguridad.
A pesar de caminar en absoluto silencio, el acoso de los “caníbales”  se hacía patente a cada paso y era necesaria la intervención frecuente de los experimentados policías que, en medio de una ciudad tomada por las ánimas de ultratumba parecían encontrarse en uno de esos ejercicios tácticos en los que potenciales blancos enemigos emergían sorpresivamente de detrás de bidones de gasolina o balas de paja hábilmente diseminados en un pueblo abandonado. Invariablemente, cada nuevo intento de agresión era repelido de forma automática por el hombre que se encontraba más próximo al atacante. Cada vez que uno de aquellos diablos putrefactos manifestaba aviesas intenciones en un radio inferior al considerado “de seguridad”, un certero disparo entre ceja y ceja lo devolvía de nuevo a sus oscuras moradas, aquellas que nunca debieron abandonar.
Aún quedaba un buen  trecho entre “Gin Tonic” y el extraño grupo que trataba de alejarse del “Tiburón” averiado y, por ende, de la masa de antropófagos caminantes que les seguía  a  distancia cada vez menor.
Había que cruzar el puente sobre el río. Alcanzaron la pequeña rotonda que distribuía el tráfico a la entrada del mismo. El grupo se desplazaba ocupando la franja central de la calzada. En medio del puente, un autobús azul volcado presentaba un obstáculo imprevisto e incómodo. “GinTonic” habría de sobrepasarlo por uno de los dos lados, o dividirse en dos y pasar por las aceras  dividiendo momentáneamente las escasas fuerzas de que disponían.
En la acera de la izquierda, parcialmente montado sobre la baranda, un pequeño y coqueto SMART ofrecía un insólito espectáculo. En su interior, dos caníbales, sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad, habían tratado de devorarse mutuamente y ambos presentaban horribles heridas en el perfil que quedaba expuesto al compañero. Incansablemente insistían una y otra vez en sus ataques, sin interés, sin ansia, mecánica y cruelmente, como almas malditas condenadas para siempre en el infierno espiral de Dante.
-¡Vosotros dos y el joyero por ahí! - ordenó Bautista señalando el flanco derecho del vehículo de la popular compañía COA.
El alicantino buscó en la mirada de su jefa inmediata en el mando, la Subcomisario Maloles del Campo, la aprobación tácita de la orden recién impartida.
La pelirroja asintió sin demasiada convicción y continuaron caminando.
Pocos segundos después, los dos grupos perdieron el contacto visual. Una nueva sorpresa los esperaba tras la mole de hierro pintada de azul.  Una veintena de monstruos de ojos blancos aguardaba agazapada y sorprendentemente silenciosa. Habrían semejado una manada de leones emboscados en la sabana expectantes y ansiosos ante  la llegada de una cebra incauta o un cachorro de ñu desvalido bajo la sombra de una acacia si no fuera porque en la mirada de los majestuosos felinos que señorean la sabana no se dibuja la muerte con tanta crueldad.
La mortal congregación de seres putrefactos de mirada ausente pareció despertar de su letargo nada más intuir la presencia de la patrulla armada cuyos miembros percibieron por su parte la hediondez de la carne podrida y un intenso olor a gasolina proveniente de un enorme charco alimentado por un grueso agujero en el depósito del vehículo.
Los monstruos comenzaron a abrirse en un amenazador abanico que forzaría a los hombres de Bautista a enzarzarse en un fuego cruzado en extremo peligroso.
-¡Déjame eso, chaval!
El extravagante joyero convertido en comando eventual pidió a uno de los policías a los que acompañaba,  el grueso rollo de cuerda de nylon que llevaba terciado en bandolera sobre el pecho. En un extremo, un sólido mosquetón de aluminio permitía asegurar el chicote del cabo a cualquier  potencial asidero para efectuar descensos en rapel si se daba la contingencia.
El policía, perplejo, dedicó una  instantánea mirada al jefe Bautista en busca de alguna indicación acerca de la idoneidad de acceder a tan chocante petición, pero éste no pudo sino encogerse de hombros, igualmente sorprendido por la inconcebible acción del estrambótico joyero.
Una vez con el rollo de cuerda en las manos, aseguró el mosquetón a la barandilla del puente a su derecha y, desliando la cuerda a gran velocidad, corrió como un enajenado en fuga rodeando a las criaturas y disponiendo un curioso “cordón” en torno a ellas. Acto seguido, se dirigió hacia el SMART siniestrado y, agachándose enganchó el mosquetón del extremo libre a la barra de transmisión del juguete de  SWATCH-MERCEDES.
-¡Y ahora, movéos! –ordenó.
Como un solo hombre, los miembros de la partida saltaron hacia el pequeño utilitario y en unos segundos, el SMART viajaba en caída libre hacia el cauce del río. No costó demasiado trabajo elevar el pequeño vehículo por encima de la barandilla y arrojarlo al vacío. El grupo andaba bien provisto de músculos y de cerebro.
El estruendo del SMART al estrellarse contra el hormigón del cauce seco y la explosión subsiguiente no consiguieron apagar del todo el horrísono rugido de los caníbales aprisionados por la cintura y lanzados por el peso del elegante cochecillo alemán hacia la masa de hierro de la parte inferior del autobús volcado.
-¡Pffff! –suspiró la subcomisario Del Campo mientras se quitaba el sólido casco de protección. Una vistosa melena roja emergió de debajo del mismo y con un movimiento de cuello hizo que esta ondeara conspicuamente.
Antonio, el joyero, permanecía a escasos metros del autobús. Miraba las caras desfiguradas de los caníbales atrapados como intentando encontrar algún rasgo de humanidad en alguno de ellos. Si alguna vez lo hubo, la enfermedad y la sangre los habían borrado para siempre.
-¡Vale! ¡Ahora vamos a alejarnos un poquito! –ordenó.
-Antes deberíamos… -trató de exponer el jefe Bautista mientras comenzaba a encañonar a la masa de cadáveres encolerizados.
-¡No va a hacer falta!-interrumpió el joyero guitarrista-.  ¡Mira!
Tras la explosión del SMART, la cuerda que unía a los diablos con el vehículo se había incendiado y una llama azulada la recorría en sentido ascendente. En unos segundos haría arder al autobús y a los desgraciados engendros que, amarrados a él, harían un último viaje a los avernos.
-La impregné de gasolina antes. Ahí. En el charco ese- explicó el joyero-. ¿Nos vamos?- añadió.
Comenzaron a caminar apresurados. La explosión se produjo quince segundos más tarde y el puente tembló bajo sus pies.
El joyero se situó junto a la subcomisario Del Campo.
-Oye, ¿tú sabes que te pareces a Bonnie Raitt?
-¿Y quién  es la flor esa?
Unos metros por detrás, el jefe Bautista comentaba en voz baja a uno de sus muchachos:
-¡No se cansa el tio!
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Contemplé la calle silenciosa. Miré hacia ambos lados. Todo parecía en calma; una calma de muerte, inquietante y siniestra rodeaba nuestro refugio desde hacía algunas horas.
Comenzamos abriendo la trasera del “TUCSON” de Jose María. La HYUNDAI proveía a sus usuarios con una caja de herramientas bien surtida y el grandullón devorador de Donuts mantenía la suya en perfecto estado.
Me hice con un martillo y un destornillador y mi cuñado se armó con una pesada llave de cruceta de esas que se usan para cambiar una rueda. Pilar cogió el botiquín. A ninguno se nos había ocurrido y podría ser de gran utilidad.
-Es que sois hombres y los hombres solo pensáis…
-¡Joder, Pilar! –interrumpió Jose María-. ¡Que aprovechamos las mínimas!
-¡Mirad allí! –esta vez fue Chico Piñero quien terció, apuntando con su hueso de jamón a un grupo de tres individuos a unos sesenta metros de distancia-. ¿Nos valen?
Uno de ellos cojeaba visiblemente, con la pierna izquierda exhibiendo impúdicamente el fémur descarnado. Otro parecía “en buen estado” y caminaba erguido y con cierta solemnidad. El tercero, que alguna vez fue una chica joven, y ahora carecía de brazos, no hacía sino acompañar instintivamente a los otros dos en ese deambular inicuo y absurdo por las calles desiertas de esta ciudad infernal.
-¡Vamos! –dije.
-Yo me encargo del de la pierna-expuso decidido Chico Piñero.
-¡De acuerdo! –argumentó Pilar-. Ese no nos vale.
-Deberíamos quedarnos con el de en medio, ¿no? –pregunté-. Y a la niña, más vale despacharla, ¿verdad?
-Yo me ocupo de la niña -se ofreció Jose María.
Iniciamos nuestra maniobra de aproximación al trio de la muerte.
El primer golpe lo dio el hombre que acababa de arrojar al suelo el paquete de  Mostachones de Utrera ya vacío. La cabeza del hombre del fémur hiperventilado se abrió en dos bajo el impacto inmisericorde y bestial de la llave de cruceta.
-¡Ostias! –exclamó sorprendido de su propia brutalidad el normalmente bonancible jugador de basket, transfigurado ahora en despiadado reventador de cráneos.
Impulsada por algún recóndito y poderoso estímulo depredador, la chica sin brazos saltó como un resorte hacia el cuello de Pilar, que se apartó como pudo hacia un lado, esquivando parcialmente el ataque de la desgraciada joven. De una patada certera hizo que la cabeza de la chiquilla girara en un escorzo imposible y pudo al mismo tiempo escuchar las vértebras estallar con un escalofriante crujido. Un nuevo cadáver adornaba el suelo de la calle Carlos V.
El tercer hombre se tambaleaba intentando alcanzar a Chico Piñero que retrocedía estratégicamente para hacer que el monstruo quedara de espaldas a mí. Le indiqué por señas que intentaría agarrarlo por detrás para que él pudiera golpearlo en la cabeza y dejarlo lo suficientemente fuera de  órbita como para permitirnos a los demás atarlo sin demasiados riesgos.
Logré asirlo por ambos brazos. Era, o había sido, un hombre de complexión atlética y me costó sujetarlo. El individuo luchaba con desesperación por evadir el abrazo. Jose María se acercó y logró asir el brazo izquierdo libreándome a mí del esfuerzo.
El monstruo estaba, por fin, a nuestra merced.
Chico descargó el golpe. Fue un golpe terrible. Fue un golpe bestial. Fue un gran golpe.
Comencé a perder el conocimiento. La visión se me nubló.
Mientras caía pude oir a Jose maría.
-¡Ostias! ¡Le ha dado a Pedro!
-¡Chico, eres la polla! –intervino Pilar.
Y ya todo fue negrura.

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