sábado, 22 de febrero de 2014

Capítulo 7 Eliot Ness



24 de Diciembre , tarde.
Cerca de la frontera sur de Melilla, la comúnmente conocida con Beni Enzar, un drama de proporciones épicas se desarrollaba en el interior de un pequeño taller de reparación de automóviles.
El primero de los intrusos había hecho su aparición a eso de las seis de la tarde y Antonio pensó que se trataba de una broma. Otra vez esos gilipollas ociosos de la tienda de mantas de al lado, disfrazándose de cualquier cosa para echar el rato mientras él se deslomaba por sacar adelante el negocio familiar.
-¿Qué pasa, Kader? –había preguntado Antonio Giles con cierto enojo. Llevaba casi tres horas intentando desguazar un siniestrado “Toyota Land Cruiser” gris perla y a estas horas de la tarde, precisamente el día de Navidad, le quedaban muy pocas ganas de juerga.
Kader no había contestado. Se había limitado a mirar fijamente, con ojos grises como la niebla, al fornido mecánico cuyos gruesos bíceps manchados de grasa le conferían el imponente aspecto de un moderno mandingo, y a dar unos pasos vacilantes y erráticos hacia el interior del local con los brazos extendidos, uno de ellos, exhibiendo impúdicamente los huesos del antebrazo  astillados cruelmente y envueltos en un irregular revoltijo de fibras y capilares sangrantes. 
Antonio reparó en lo increíblemente conseguido que estaba el disfraz de su amigo. No era Papa Noel, desde luego, pero tampoco habría esperado otra cosa de su vecino de la tienda multiproducto que acompañaba en la acera al taller de “Giles Reparaciones”.
-¡Hijoputa! ¡Qué bien está el traje!
Antonio dejó momentáneamente su tarea y contempló al recién llegado. En ese momento aparecieron dos sujetos más. La mandíbula de uno de ellos, un muchacho de apenas quince años, permanecía unida al resto de la cara por un débil colgajo de carne putrefacta. Al otro le asomaban parte de los intestinos por las múltiples rasgaduras en su camisa celeste con los cuellos blancos y una banderita  roja y gualda bordada en el pecho. Kader, con sus huesos triturados y su expresión de espectro de película barata ladeó el cuello como queriendo dar la bienvenida a los dos extraños. Después, el trio de fantasmales aparecidos volvió sus ojos muertos hacia el confundido reparador de autos.
No. Estos tipos no estaban tomando parte en ningún concurso de disfraces. Su aspecto de almas torturadas era demasiado real. Un incómodo escalofrío recorrió la espalda del mecánico de la calle General Astilleros.
Con movimientos suaves y sin desviar la mirada de sus eventuales visitantes, Antonio limpió sus manos en la pernera del mono azul cobalto con profusas manchas oscuras. Desplazó su mano izquierda hacia el montón de herramientas que había ido depositando sobre el motor del “Toyota” durante toda la tarde. Buscó a tientas. Desechó un par de llaves de bujía, un destornillador, tres o cuatro llaves inglesas de variados tamaños… Terminó por decidirse por una enorme mordaza de carraca de cuarenta y cinco centímetros de largo y unos seis kilos de peso.
En menos de diez segundos, Kader, el pijo de la camisa celeste y las tripas fuera y el chaval de la mandíbula a la virulé, habían terminado definitivamente su existencia en este mundo y caminaban –suponía- hacia esa famosa luz al final del túnel.
Antonio se asomó a la puerta del local sin soltar la pesada herramienta. Lo que vio le dejó helado hasta la médula. Cientos de tipos parecidos a los que acababa de despachar se aproximaban, implacablemente, hacia su pequeño taller de reparaciones. Desde ambos lados de la avenida, la marea confusa de cadáveres deformes y siniestros terminaría por obstruir cualquier vía de escape.
Se volvió, lanzó la mordaza de carraca “Wolcraft, made in Germany” al suelo y bajó de un golpe la sólida persiana de acero que dejaba el local herméticamente aislado.
Una diminuta gota de sudor comenzó a recorrer la sien del cansado operario. La deshizo con el pulgar de su mano derecha. Quedó en su lugar una oscura mancha de grasa.
Por su mente pasaron entonces las imágenes de una película que recordaba muy bien. Mayte, su mujer se la había regalado junto con un carísimo reproductor de DVD unos años antes. “Los intocables de Elliot Ness”. Aquel tipo del Departamento del Tesoro de Estados Unidos no paraba de darle por saco al bastardo de Capone, utilizando un camión transformado en excavadora para destrozar los almacenes ilegales de alcohol del ubicuo mafioso de Chicago.
En sus labios rectos y carnosos se dibujó una especie de sonrisa traviesa. Localizó con la mirada el soldador industrial que solía utilizar en los arreglos de chapa, cada día más frecuentes, y se dirigió al fondo del local. Bajo una gruesa lona de color claro se adivinaban las líneas soberbias y magníficas de un vehículo legendario.
Antonio Giles se cubrió los ojos con una máscara de soldadura, conectó la máquina, dejó que una hermosa y potente llama azul se dibujara ante sus ojos y deslizó la pieza de gruesa tela beige hacia un lado, dejando a la vista la portentosa figura de un enorme y soberbio “Citroen DS” más conocido como “Tiburon”.

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24 de Diciembre, madrugada.
El silencio se veía ocasionalmente interrumpido por aullidos profundos y prolongados. Era un coro demoníaco de lamentos incomprensibles y desgarradores que se elevaban hacia el cielo sobre la  ciudad con una repulsiva diacronía.
Las calles, otrora paradigma de la cordialidad y la coexistencia pacífica, se habían convertido ahora en un peligroso campo de exterminio por el que caminaban confundidos y ausentes cientos de extraños seres sedientos de sangre y hambrientos de carne humana.
El helicóptero sobrevoló la plaza de España. A unas escasas decenas de metros por encima del pavimento, el grupo de soldados capitaneado por Juan de Dios Perea contenía la respiración. El comandante Payán se había unido al grupo.
Congregados en la parte más próxima al puesto de pilotaje, Perea y Payán escuchaban atentamente las explicaciones del hombre del traje negro que, despojado de su sobria americana de seda italiana de “Ermenegildo Zegna”, intentaba, mientras hablaba, sujetar a su espalda la correa de una funda sobaquera de la que asomaba, imponente y amenazadora, la culata de hueso de un enorme revólver “357 Magnum”.
Sentado frente a ellos, perplejo y azorado, el doctor Hernández no acababa de creerse que anduviera inmerso en una pesadilla similar a las que había descrito en sus ensayos en más de una ocasión. Hernández se había servido de algunas producciones literarias sobre zombies para elaborar una pintoresca serie de teorías noveladas sobre la regeneración celular en los seres vivos. Sus compañeros de docencia en la universidad de Columbia nunca terminaron de tomárselas muy en serio, pero no por ello dejaron de considerar sus estudios sobre biología molecular como un referente valioso y tremendamente útil para la investigación en el terreno de la creación de tejidos sintéticos.
- Nos descuelgan –explicó Cobreros-. Entramos. Llevamos al doctor al laboratorio, recogemos todo lo que nos indique y nos vamos cagando leches. ¿Alguna pregunta?
-¿Nos vamos… a dónde, mi capitán? –quiso saber la soldado Mengual mientras terminaba de introducir un par de traviesos mechones de su hermosa cabellera negra por debajo de su  casco de camuflaje.
-El helicóptero nos recogerá en “el patio del cura”.
A unos cien metros al oeste del hospital comarcal y formando parte de los terrenos que pertenecían a una parroquia cercana, “el patio del cura” era un espacio abierto en el que fácilmente podría posarse la destartalada nave del comando sin temor a que el movimiento de las palas de los rotores pudiera verse obstaculizado por los cables o las estructuras del tendido eléctrico.
Sólo habría que desplazar desde el hospital hasta allí una media tonelada de instrumental médico atravesando por el camino una masa enfebrecida de caníbales despiadados.
Perea interrumpió a Cobreros alzando la mano derecha ante los ojos del hombre del “357”. Con la mano izquierda presionaba el auricular de un diminuto intercomunicador que le conectaba con la cabina de mando del helicóptero.
-La sargento piloto González Novelles solicita permiso para volver sobre el edificio de la Delegación del Gobierno. Dice que ha visto algo extraño –explicó Perea.
-¡Que coño, capitán! Minuto más, minuto menos, nos va a dar lo mismo. Dile que tire.
-¡Adelante, Bárbara! ¡Vamos a ver qué se cuece ahí abajo!
El soberbio pájaro de acero se escoró hacia la izquierda e inició un lento descenso en semicírculo hacia el sobrio edificio de piedra de color arena. Todos, espoleados por la curiosidad, trataron de buscar un hueco ante alguna de las escasas ventanas de que disponía la aeronave.
La valla de hierro que rodeaba el perímetro de la Delegación permanecía indemne. En el exterior se arremolinaban varias decenas de cadáveres ambulantes aferrados a los gruesos barrotes de la puerta principal y entonando su absurda y sepulcral letanía de guturales alaridos. En la pequeña explanada de cemento que separaba esa puerta del resto de las instalaciones, cuatro de esos terribles antropófagos terminaban de despedazar un par de cadáveres cuyos rasgos humanos habían desaparecido, probablemente, hacía un buen rato.
Se oyeron claramente unos disparos por encima del fragor causado por las  bestias, la primera de la cuales cayó hacia atrás  con una fuerte sacudida de cabeza. Después cayó el segundo monstruo, a la vez que un potente chorro de sangre oscura emergía del orificio recién aparecido en su cráneo.  Y así terminaron, desparramados sobre la superficie de cemento, los cuatro insaciables engendros que acababan así su diabólica cena de Navidad.
En la terraza principal, armado con un fusil “Cetme C” humeante y letal, un tipo moreno y espigado contemplaba satisfecho el resultado de su sesión de tiro al blanco.
-¡Es Pablo! –alguien dijo.
-¡Que cabrón! –corearon al unísono los soldados Martín y Martínez.
El hombre del balcón miró hacia arriba. El “Super Puma” permanecía inmóvil frente a la construcción, como uno de esos halcones africanos que, colgados de una corriente de aire caliente, acechan a regular altura sobre las altas hierbas de la sabana.
El francotirador hizo reposar el arma sobre el antepecho de cemento de la terraza, dejando que el calor del cañón recién usado ejerciera como un bálsamo tranquilizador y amigable sobre la palma de su mano izquierda, que lo acariciaba con una suerte de respeto agradecido. Elevando la derecha hacia el cielo con los dedos índice y pulgar unidos, dejó claro que se consideraba, de momento, dueño de la situación.
El hombre del traje negro atrajo la atención de la bella piloto González y, con una leve inclinación del cuello, dio por terminado el espectáculo.
El motor rugió soberbio y capaz y la nave giró sobre sí misma perdiéndose en las alturas y en la noche, camino de una incierta y peligrosa aventura.
En el carillón del ayuntamiento sonó “Banderita” y en toda la extensión de la plaza de España, cientos de cabezas deformadas por el odio y la violencia animal que las corroía, se volvieron hacia el origen de la pegadiza musiquilla, quedando en silencio y como hechizados por las raciales y pegadizas notas que hoy, no obstante, sonaban a tétrico miserere.
Cuando finalizó la tonada, el tipo del balcón extrajo del bolsillo trasero de su pantalón,  una gorra verde de Guardia Civil. Se la puso. Al instante se la recolocó quedando la visera hacia atrás, sobre la nuca.

-Du menos samba, du mais traballar –murmuró para sí.

sábado, 8 de febrero de 2014

Capítulo 6 Un plan


24 de Diciembre, noche.
La vista desde la parte más elevada del siniestro edificio del Quinto Centenario era espectacular. La mar en calma, las luces de la ciudad prestando ese inconfundible tono dorado al cielo nocturno…
La sargento González Novelles  contemplaba la bahía con la frialdad  con que se había acostumbrado a mirar a la muerte en las montañas de Kandahar o en los traicioneros aduares de Beirut. No pestañeaba con los ecos cercanos de disparos en las calles del centro de la ciudad ni con las frecuentes explosiones que parecían sacudir los barrios altos a cada instante. Se sobresaltó, eso si, como todos, cuando presenciaron desde el aire como el buque de la naviera granadina encallaba en las aguas someras de la ensenada, abriendo el  paseo marítimo como un cuchillo  caliente una onza de mantequilla.
Alguien le ofreció una Coca Cola. Aceptó a regañadientes. Llevaba varias horas sin probar bocado y esto, al menos, entretendría a su estómago durante un buen rato.
Estaba ansiosa por saber que habían decidido los de abajo, pero no estaba segura de que fuera a gustarle lo que pudiera averiguar sobre  la situación en la que se encontraban las escasas fuerzas de que disponían. No obstante, se sintió aliviada cuando le hicieron saber que el comandante Payán y el coronel Escámez se habían hecho cargo del puesto de mando. Esos dos zorros tenían pelotas.
Los informes que llegaban del exterior eran en extremo pesimistas.
La Comandancia General había sucumbido en las primeras horas de la mañana. Los acuartelamientos estratégicos de la plaza eran ahora pasto de la jauría de cadáveres sin rostro que también se había adueñado de la mayoría de las zonas civiles de la ciudad.
 Se sabía de centenares de familias que, recluidas  en la seguridad de sus viviendas, se resistían a un destino cruel,  aferradas a la vida pero, de momento, sin esperanzas de volver a poner un pie en el exterior.
Los teléfonos fijos de algunas zonas, milagrosamente, aún funcionaban. Lo mismo sucedía con el alumbrado.
La controvertida valla de alambre de espinos que rodeaba la ciudad llevaba muchas horas conteniendo a una marea ingente de cadáveres ambulantes que se había aventurado hasta el mismo límite del perímetro fronterizo con insanos propósitos.
Las últimas comunicaciones con los agentes de servicio en los pasos fronterizos de Beni Enzar y Farhana habían sido agónicas transmisiones en las que se pedían órdenes desesperadamente. Las fronteras habían quedado herméticamente cerradas pero después, todo había quedado en silencio y no se había conseguido recuperar la línea.
La sargento González Novelles tampoco deseaba saber qué estaba pasando en el resto del país, por eso hizo bien en quedarse allá arriba.
Por eso hizo bien en no bajar al puesto de mando habilitado en la planta décima de la torre norte.
Por eso no llegó a saber que la plaga se había extendido como un reguero de pólvora por toda la península y que ciudades como Bilbao, Madrid o Valencia eran ahora poco más que enormes vertederos de residuos humanos.
Por eso tardaría aún unos minutos en saber que, en no más de una hora y media, estaría de nuevo volando para llevar a cabo una de las misiones más peligrosas y trascendentes de toda su carrera en el ejército.
Unos pisos más abajo, Cobreros, el hombre del traje negro, había abierto el tapete verde sobre la mesa, el comandante Payán y el coronel Escámez habían hecho sus apuestas y el profesor Hernandez acababa de enseñar sus cartas. Había algo parecido a un plan.
La sargento piloto González Novelles tendría que transportar al grupo de comandos del atractivo capitán Perea, al Hospital Comarcal, devastado por la plaga, y acceder a los laboratorios.
Suspiró profundamente. Apuró hasta la última gota de refresco de un solo trago.
Escuchó, proveniente de la vasta explanada situada delante del majestuoso Hotel Melilla Puerto un alarido terrorífico y sobrenatural; la voz rota y repugnante de un mensajero de la muerte. Buscó con sus hermosos ojos verdes, cansados y fríos el origen del ruido. Allá abajo, un ser deforme y mugriento cuyas fauces rezumaban un fluido sanguinolento y viscoso le devolvió la mirada con sus ojos blancos como el mármol de una lápida.  A sus pies, un cochecito de bebé volcado y el cadáver medio descuartizado de una niña pequeña.
La sargento González Novelles esperó un par de segundos y, volviendo la espalda a la escena, arrojó al vacío, por encima del hombro, la lata de vivo color rojo sangre. Comenzó a pasear por la azotea a ritmo lento, sosegado, con las manos en los bolsillos.
Un sonoro y prolongado eructo se mezcló con los espectrales sonidos de la noche.
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-¡Niños, voy al trastero un momento! No se os ocurra abrir la puerta a nadie. Quedaos aquí y esperadme. Vuelvo en seguida.
El trastero de la familia Bueno Ruiz, como sucede en la mayoría de las familias occidentales,  era materia exclusiva del varón de mayor edad en la casa. La secular posición de “macho alfa” de los “paterfamilias” queda en nuestra civilización moderna completamente desvirtuada el día que a algún bastardo se le ocurrió la feliz idea de inventar el trastero.  Ahora, Virginia se enfrentaba a uno de los mayores retos de su existencia. Había de aventurarse en los dominios de ese desgarbado y torpe coleccionista de inutilidades que era su marido. El trastero era una jungla, una “kashbah”, un reino de lo desconocido, una entelequia, un laberinto…
Tenía miedo. Las criaturas que había visto desde el balcón podrían acecharla ahí abajo, en el húmedo, ignoto y lóbrego silencio del garaje, entre columnas de hormigón y “Hyundais Terracan”.
Bajaría, haría lo imposible por encontrar el pequeño emisor de radio que Pedro utilizaba para sus días de pesca en alta mar, e intentaría también localizar ese pesado revólver que el abuelo solía enseñar a los niños para contarles historias de sus años en la policía. Sería una misión rápida. Al menos, eso esperaba.
Se encomendó a todos los Santos del cielo y a algunos que aún andaban en  trámite de beatificación  y se dirigió hacia la puerta del piso con las llaves del trastero en la mano.
Rocío, su hija,  una hermosa joven de radiantes ojos azules y cabellos dorados se interpuso ante ella y la salida.
-¡Rocio! ¿Qué haces?
Virginia miraba a su hija con los ojos abiertos como platos.
Una cinta roja en el pelo… un grueso chaleco azul cuajado de bolsillos… una correa de piel en torno a su cintura de la que colgaban dos o tres cuchillos de cocina hábilmente asegurados con velcro adhesivo… y una paellera para diez raciones sujeta al  brazo con cinta americana.
-Voy contigo, Virgi. Yo también he visto lo que ha pasado ahí abajo.
-¡Esperadme!- se oyó a Pedro J. junior. ¡Voy con vosotros!
-¡Santo Dios!
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-¡A este hijo de puta hay que sacarlo de aquí! – exclamó Chico Piñero señalando al cadáver del hombre de la yugular cercenada y el cerebro triturado.
-¡Es verdad! –apostilló Mari-. Ya no lo podemos matar más veces.
Jose María y yo decidimos sacar los restos de aquel tipo al exterior de la tienda. Lo arrastraríamos hasta la puerta e intentaríamos dejarlo a buena distancia siempre y cuando no nos lo impidieran esas horribles criaturas que pululaban sin rumbo ante nuestro forzado refugio.
-¡Pilar! Cuando Jose os lo pida, tú y Rosa, abrid la puerta de golpe y sin titubear. Veáis lo que veáis no dejéis de hacer lo que se os dice.
En unos segundos teníamos el cuerpo del desgraciado atravesando el marco de la puerta de aluminio de “Ultramarinos Piñero”. La calle parecía estar en calma, salvando la presencia de un par de grupos de muertos andantes enfrascados a cierta distancia, en una especie de danza macabra en la que unos y otros caminaban como perdidos intentando darse de dentelladas.
Fue entonces cuando se nos heló la sangre.
Llegó desde el extremo sur de la calle. Fue primero un rumor.
Después, oímos claramente el galope de una bestia poderosa.
Recortada contra las luces de la calle y emergiendo de una nube de humo producida por algunos de los incendios que se habían declarado en las calles adyacentes, emergió la espectral figura de un jinete a lomos de un vigoroso e imponente alazán.
No podíamos movernos. Nuestros músculos no obedecían. Por si habíamos visto poco, ahora era el propio heraldo de la muerte quien se mostraba ante nosotros en toda su grandeza.
El jinete misterioso tiró suavemente de las riendas y el caballo se detuvo a nuestra altura, profiriendo un horrísono relincho. De un salto, el misterioso cabalgador bajó de la grupa del magnífico animal.
-¡La madre que te parió, Ginés!-exclamé-. ¡El susto que nos has dado!
-¡Vaya mierda! ¡Está todo lleno de cabrones de estos!- declaró el pequeño cabo primero de caballería.
-¡Vamos dentro! – intervino Jose María-. No tengo ganas de líos con esos de ahí enfrente.
Los patéticos danzarines caníbales ya se habían percatado de nuestra presencia y comenzaban a moverse torpe pero amenazadoramente en nuestra dirección.
Cuando volvimos a acceder a la seguridad de la tienda, Rosa terminaba de poner un apósito sobre el antebrazo de Diego que había empezado a adquirir un preocupante tono rojizo.
Nos sentimos tranquilizados por la seguridad del bastión improvisado en que habíamos convertido la modesta instalación así como por el fragante y exquisito aroma del café recién hecho que se expandía hacia todos los rincones del local.
Pilar acababa de colgar el teléfono.
-He hablado con Pablo Torres.
-¿El hermano de Victor?-pregunté.
Pablo Torres trabajaba en la Delegación del Gobierno, un sobrio edificio de líneas rectas y poco atractivas que presidía desde el sur, la Plaza de España, en pleno centro de la ciudad.
-¿Funcionaba su móvil?- quiso saber Rosa.
-¡No! Lo he llamado a su oficina en la Delegación. Supuse que estaría allí como cada vez que hay follones. Siempre lo llaman. Él está bien, pero está solo. Dice que ha cerrado las puertas a cal y canto que y está como nosotros, encerrado.
-¿Y el delegado?
-Bueno… parece que hace un rato llegaron dos o tres mandos de la Policía y de la Guardia  Civil y tuvieron una reunión.
-¿Y qué han hecho?

-Entre todos se han comido al chófer del delegado y a una auxiliar administrativa que se llamaba Ana Mari.

sábado, 1 de febrero de 2014

Capítulo 5 Crisis


24 de Diciembre, noche.
A bordo del helicóptero, Alejandro Hernández se debatía entre la incertidumbre más atroz, un miedo sobrevenido e intenso hacia algo que intuía pero desconocía y una cierta y más que evidente excitación, que había hecho que el nivel de adrenalina en su sangre se hubiera disparado preocupantemente.
Una hermosa y curvilínea soldado en cuya placa de identificación se leía “C. Ruiz” le había ayudado a ponerse un incómodo chaleco antibalas y un casco de metal pintado en color caqui. En otras circunstancias habría resultado hasta divertido, pero algo en el aire que se respiraba en aquella oscura cabina de helicóptero y en la adusta expresión de ese extraño grupo de militares que le rodeaban, hacía presagiar que su vida, de aquí a un futuro cercano, iba a ser de todo menos divertida.
Santiago Cobreros, hojeaba un manojo de folios grapados a una cubierta de cartón de color ocre sobre la que alguien había escrito torpemente las palabras “Alto Secreto” con rotulador rojo indeleble de punta gruesa. Leía durante unos minutos y después elevaba ocasionalmente la vista hacia el científico. Había escepticismo en esa mirada preocupada.
Dejó caer los papeles sobre el asiento vacío a su derecha. Sacó del bolsillo interior de su americana un paquete arrugado de “Marlboro” del que extrajo el último cigarrillo que quedaba y lo depositó indolentemente en la comisura de los labios. Arrugó el paquete con la mano derecha y lo lanzó sin mirar hacia el fondo de la cabina.
La cabo Mengual y el soldado Martín Martinez se habían cogido de la mano unos minutos antes. Permanecían con sus dedos entrelazados en un silencio cómplice y dramático. El paquete de tabaco impactó en el ojo izquierdo del soldado Martín Martínez.
El hombre del traje negro encontró un mechero en otro de sus bolsillos y encendió el cigarrillo sin deleite, con frialdad.                                                                                 
–Así que es usted un experto en toda esta mierda, ¿no?- se decidió a preguntar por fin, exhalando por la nariz una abundante humareda.
Las palabras del hombre del traje negro atrajeron la atención del resto del grupo. El doctor Hernández se convirtió a partir de ese momento, en el vórtice de todas las miradas del comando al completo. Ese grupo de hombres y mujeres avezados en el combate y acostumbrados a matar miraba al interpelado con algo más profundo que el respeto.  Ya habían visto demasiado y ahora necesitaban respuestas a esa pregunta que, más tarde o más temprano acabarían  por escuchar. Esto no era El Líbano. Esto no era Afganistán. Allí  la muerte les miraba a los ojos cada día. Aquí la muerte tenía los ojos en blanco.
-¿A que mierda se refiere, señor?- contestó Hernández.
Para ser un científico cuya jornada solía transcurrir entre tubos de ensayo y burbujeantes matraces, Alejandro Hernández exhibía una forma física envidiable. Habría pasado por modelo de esos que suelen aparecer en vallas publicitarias o en los costados de los autobuses en las grandes ciudades. Su profesionalidad y su proverbial sangre fría le habían salvado en más de una ocasión de verse envuelto en algún turbio “affaire”  con alguna apasionada compañera de trabajo. A varias de sus colegas más jóvenes en el laboratorio, desde que el joven investigador ingresara en la nómina del departamento hacía ya más de seis años, el sexo era la reacción química que más les preocupaba.
-A todo ese asunto de los muertos vivientes- precisó Cobreros.
-¿Zombies?
-Sí. Supongo que será eso.
-¡No existen! ¡No pueden existir! –bramó incrédulo el científico. Yo escribo todas esas cosas para divertirme.
Cobreros paseó su mirada por la cabina hasta que se cruzó con la del capitán Perea. Ambos se encogieron de hombros.
El “Super Puma” comenzó a aterrizar sobre la superficie plateada del enorme disco metálico que coronaba el emblemático -y horrible- edificio “Quinto centenario “. Sus dos torres gemelas semejaban un par de cajas de “Frostis” puestas en pie, con un plato de comida para perros en la parte superior.
-Para no existir –intervino Perea-, ya se han merendado a la mitad de la población de Melilla. Y dentro de unos minutos serán las nueve de la noche. Hora de cenar.
Alejandro Hernández, licenciado en Química por la Universidad de Columbia, en Nueva York,  no daba crédito a  lo que acababa de oir.
-¿Y  tú, chaval? –el capitán Perea se dirigió al soldado Martin Martínez-. ¿Por qué lloras?
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Los incendios que se habían producido en la ciudad prestaban a las nubes bajas un lóbrego tono anaranjado.  El viento era sólo un recuerdo y de diferentes puntos  de la superficie de la pequeña ciudad africana se elevaban hacia le cielo columnas de humo denso y gris.
Ardía gran parte de la ciudad antigua a la que los melillenses se referían como “Melilla la Vieja”. Era un espectáculo desolador.
El jinete contemplaba como el mar en calma reflejaba las llamas que devoraban implacables las construcciones tras las murallas centenarias, multiplicando por dos  el dramatismo de la imagen.
“Black Rayo” no entendía qué pasaba. Tampoco lo necesitaba. Estaba disfrutando de una libertad que le había sido negada tiempo atrás y no habría llamas ni infierno alguno capaz de llevarle de vuelta al infame enclaustramiento del que acababa de ser liberado. Y si ese hombrecillo que sujetaba sus riendas le pedía que saltara sobre el fuego y se precipitara hacia el averno mismo, no dudaría en mover hasta el último músculo de su cuerpo para  hacerlo más alto y veloz que nunca.
Ginés Berciano y su viejo alazán pisaban el asfalto a una velocidad de vértigo. El curtido caballo tenía un galope severo y fresco a la vez, sereno y seguro. Era una carrera mortal contra los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El primer monstruo en caer sobre ellos fue una anciana que  se interpuso a su paso y que resultó arrollada por la bestia de pelo rojizo y aplastada por sus gruesas y poderosas pezuñas.
Después empezaron a verse por decenas. A mitad del paseo marítimo, terminaron por constituir una masa informe de seres descarnados, sanguinolentos y amenazadores. Parecían verse atraídos por un  ruido ensordecedor y extraño en el que, no  obstante, el cabo de caballería Berciano no había hasta entonces reparado.
Hizo girar a “Black Rayo” en dirección oeste. Había que huir de esa jauría deforme y demencial. Pero antes volvió la cabeza hacia  la fuente de ese estentóreo rugido. La imponente figura del ferry de la compañía “Armas”, procedente de Motril, se recortaba antes las mortecinas luces del cercano puerto de Nador. Acababa de encallar en la playa y se había escorado peligrosamente hacia babor. Las hélices proferían un lastimero chirrido en su pugna patética por escapar de la arena que, probablemente en unos minutos,  terminaría por aprisionarlas para siempre.
Comenzaba a sentir una urgencia lacerante. Un dolor intenso le oprimía el pecho y las sienes. No llegaría a casa. Le asaltaban miles de dudas pero, por encima de todas, pensaba en Amparo, su compañera.  Vio sus ojos verdes implorantes… sintió sus brazos alrededor de su cintura…  saboreó un húmedo y dulce beso…
Escuchó entonces el sonoro relincho de “Black Rayo”. Recuperó la consciencia. No. No podía caer. Necesitaba calmarse o terminaría en el estómago de alguno de esos caníbales bastardos.
Los recuerdos se desdibujaron, no así el punzante dolor que estaba a punto de hacerle enloquecer.
Arrastrada por lo que había sido un molesto viento de poniente durante toda la jornada y ahora no era más que una suave brisa, llegó por el aire una bolsa de plástico amarillo. Un acto reflejo movió a Berciano a atraparla antes de que se cruzara ante sus ojos.  El veterano soldado leyó las dos palabras en voz alta: “Ultramarinos Piñero”.
Tiró suavemente de las riendas. “Black Rayo” levantó la testuz y aminoró el ritmo del galope hasta detenerse.
-¡Cambio de planes, viejo! –le susurró al oido.

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Una vez recuperada de la horrible escena que había presenciado desde el balcón de su vivienda en la calle Mar Chica, Virginia Ruiz intentaba también recuperar el habla.
-Pedro- se la escuchó jadear al otro lado de la línea- ¿Qué está pasando? La calle está llena de gente haciendo el bestia. Al de la pizzería de enfrente se lo han cargado las chicas de la tienda de perfumes y juraría que se lo están… comiendo.
-Virgi, en primer lugar, no se te ocurra salir a la calle, -traté de decirle a mi amante esposa- echa la llave y no se te ocurra abrir la puerta a nadie, especialmente si tiene los ojos en blanco.
-¿Pero qué está pasando, Pedro? ¿Qué es lo que está pasando?
-No tengo ni puta idea, pero sea lo que sea, hay gente por las calles comiéndose a todo el que encuentra. Es una locura, lo sé. Pero acabamos de presenciarlo en directo. Jose ha hablado con Eva y está bien. Aquí están Pili Garnica y Rosa.
Chico Piñero levantó conspicuo el hueso de jamón y lo blandió ante mis ojos.
-Y están Chico y  Diego Piñero. Y su madre –añadí- , que le acaba de endiñar un leñazo a un monstruo de esos con una lata de perdices en escabeche.
-¡Codornices!-corrigió Mary mostrándome la lata a la vez que señalaba con el dedo índice la etiqueta.
-¡Codornices!- puntualicé a mi vez.
-Deberías llamar a alguien de la policía que tú conozcas. Alguien tiene que saber cómo va esto.
-Virginia –concluí-. No sabemos cuánto va a durar esto ni si las líneas de teléfono van a continuar funcionando mucho rato. Los móviles ya se han ido a la mierda. Escucha bien un par de cosas. Primero: vas a tener que bajar al trastero y coger mi bolsa de la pesca. Dentro está la radio. Jose tiene la suya en el coche. Cuando la tengas, te conectas al canal 10, ¿entendido?
-¡Si! ¿Y segundo?
-Lo segundo te va a gustar un poco menos.
-¿Si?
-¿Te acuerdas del revolver de mi padre? ¿El que te dije que iba a entregar a la Guardia Civil?
-¿Siiiiiiii?
Ahora venía lo peor.
-Pues…
-¿Siiiiiiiiiiii?
-Pues te lo subes también. Está en la caja que pone “Navidad. Luces del árbol”.
-Pedro…
-Venga, Virgi. Ya, si acaso, te llamo luego. Un beso, chata.
-¡Pedrooooooooo!
-Te quiero.
Colgué.
-Voy a preparar un poco de café –terció Mary.
-¿Nespresso, señora?-preguntó Jose María.

-“Viuda de Gallego”-contestó la aguerrida señora-. De toda la vida.