martes, 31 de diciembre de 2013

Capítulo 1 El estallido.







24 de Diciembre
Llevábamos varios días sin ver el sol. Un molesto viento de poniente seco y frio atormentaba sin piedad a esos miles de Melillenses que se afanaban por terminar sus compras de Navidad llenando de alegría y de bullicio las calles del centro de la ciudad.
Melilla era una fiesta.
Pero no funcionaba la radio. Intenté sintonizar alguna emisora desde el coche y no pude escuchar sino un inquietante zumbido intermitente en todas las cadenas. Al parecer, la tele también había dejado de funcionar hacía un buen rato. Lo último que recordaba haber visto, casi a las siete de la mañana mientras tomaba el primer café del día en casa, habían sido confusas noticias de una especie de epidemia de gripe muy virulenta en la zona centro peninsular.
Tampoco habían llegado aviones desde la península aunque el viento no era excesivamente fuerte. El aislamiento de siempre; nuestra eterna condena. Por lo menos, el barco de Almería y el de Málaga habían llegado sin novedad. Quedaba el de Motril que, seguramente asomaría por el morro del puerto a eso de las tres.
-¡Vaya mierda, Pedro!- comentó Jose María, mi cuñado-.  ¡Ni tele ni radio, ni aviones!
Jose intentaba encontrar aparcamiento lo más cerca posible de nuestra tienda de ultramarinos preferida.
-Mientras haya cerveza en “Piñero” y en casa hayan terminado de preparar los calamares para esta noche, a mí, lo demás me da igual- respondí.
Después de la tercera vuelta a la manzana, un pequeño “Chevrolet Matiz” abandonó su plaza en batería a unos escasos doce metros de la entrada de “Piñero” y aprovechamos para ocuparla con nuestro “Hyundai Tucson”.
Nos bajamos del coche.
Un grupo de personas estuvo a punto de arrollarnos al pasar corriendo en dirección contraria a nosotros. La acera era algo estrecha.
-Pedro –inquirió Jose María, - ¿has visto que caras llevaban?
Ciertamente la expresión de las personas que corrían despavoridas no era muy navideña, antes bien, denotaba un nivel de nerviosismo nada acorde con las fechas.
-¡Estaban jiñaos!- abundó mi enorme cuñado con su habitual desenfado léxico mientras abría la puerta de la tienda, haciendo sonar unas alegres campanillas de metal colgadas sobre el dintel.
Una extraña sensación de inquietud empezó a apoderarse de mí. Miré hacia el cielo. El gris de las nubes parecía más oscuro y en el  estruendo del viento, me pareció oir ecos lejanos de algo parecido a gritos de terror.
Chasqueé la lengua y seguí los pasos del grandullón de mi cuñado hacia el interior de la tienda de ultramarinos. Serían figuraciones mías.
Una vez dentro, la voz de Gloria Estefan cantando un villancico nos envolvió en una apacible atmósfera que olía a polvorones y a buen vino.
-¡Diego! –saludé-. ¿Qué tal señora?
Mari, la madre de Diego parecía preocupada. La expresión de sus ojos hacía presagiar que algo no iba bien.
-¡Ay, Pedro, hijo, algo está pasando. Acaba de llamar Pepi de la casa y dice que hay mucho jaleo por todas partes.
-Y ya no funcionan los móviles- intervino Chico, el hermano de Diego Piñero.
En el fondo de la tienda, Jose María inspeccionaba la estantería de las cervezas de importación.
-¡Pedro! –gritó-. ¿Hemos probado la “Grimberger doble malta”?
En ese justo momento, la puerta de aluminio de la tienda se abrió de golpe y un sujeto con la ropa ensangrentada y una aterradora expresión de pánico en el  rostro se abalanzó sobre el sorprendido propietario del colmado. Se cubría el cuello con ambas manos en un desesperado intento por taponar una tremenda hemorragia. Parecía asimismo querer decir algo pero era imposible traducir esos atragantados quejidos.
Diego lo recibió en sus brazos pero sólo tuvo tiempo de depositarlo en el suelo sobre el que inmediatamente empezó a formarse un enorme charco de espesa sangre oscura. El individuo quedó exangüe sobre las baldosas, con los ojos abiertos de par en par.
-¡No, Jose! ¡La “Grimberger” me parece que no la hemos probado!- contesté.
Saqué mi móvil del bolsillo e intenté hacer una llamada. No había cobertura. Ni siquiera esos cabrones de “Meditel”, el servidor de Marruecos, daban señales de vida.
-¡Joder, Pedro! ¿Se ha muerto? – inquirió Chico.
-Tiene toda la pinta- especuló Diego Piñero.
-¿Y la “Tyskie”?- preguntó de nuevo Jose.
-¿Es Polaca?- quise saber yo.
-¡Si!  ¡Polaca! ¡Seis con cinco grados!
-¡Pues me parece que no la hemos probado! ¡Vente para acá un momento, Jose! Tenemos un problemilla.
En un par de segundos, el grandullón de cabeza rapada se acercó al mostrador y dejó sobre él media docena de botellines de cerveza polaca.
-Jose, tú trabajas en el hospital; ¿este tio está…?- las palabras no salían fácilmente de la boca de Diego Piñero.
Jose se agachó sobre el inmóvil sujeto y examinó la herida en el cuello. Era una especie de mordisco enorme, como de un animal grande, un perro rabioso tal vez.
En la calle comenzaron a oírse sirenas y gritos; unos, humanos, otros… no tanto.
-Este tío está más muerto que su puta madre- concluyó Jose María.
Definitivamente, algo grave estaba pasando. Decidimos asomarnos a la puerta de la calle. Había gente corriendo despavorida en todas direcciones. Algunos habían caído al suelo y se movían convulsamente con espasmos irregulares. A pocos pasos hacia la izquierda, un chiquillo estaba inclinado sobre el cuerpo de una mujer de mediana edad que había caído en el pavimento, justo al lado de nuestro “Tucson”. La señora movía las piernas de forma descontrolada y el niño actuaba de manera extraña. Si le estaba practicando la respiración boca a boca, desde luego era de una forma muy poco ortodoxa.
Salí al exterior y comencé a aproximarme a ambos. El chaval volvió la cabeza y lo que vi me dejó helado. Tenía los ojos inyectados en sangre y la piel de su rostro presentaba un fantasmagórico tono ceniciento. De su boca chorreaban hilillos de sangre y de sus dientes entreabiertos caían pedazos de carne.  La sorpresa no me permitió seguir contemplando la peculiar escena y decidí penetrar de nuevo en la seguridad de la tienda de ultramarinos tan rápido como mis piernas me lo permitieron.
Cerré la puerta y me quedé apoyado en ella, con la espalda vuelta hacia la calle y los pulmones demandando aire con urgencia manifiesta.
-¡Toma, Pedro! ¡Que te va a dar algo, hijo!
Mari me alcanzó un vaso de agua.
Negué con la cabeza. No me salían las palabras. Mi corazón latía a mil por hora.
-¿Tiene usted un abridor, señora? -interpeló Jose María sosteniendo en su mano izquierda una botella de “Miller” recién sacada de la nevera-. A mi cuñado es que no le gusta mucho el agua.
Al tercer trago comencé a recuperar la respiración y mi ritmo cardíaco terminó por volver a una cadencia aceptable.
Diego cerró la puerta de la tienda y se dispuso a asegurar la reja de aluminio con celeridad y cierta prestancia casi cinematográfica.
-De momento… estamos encerrados- dijo.
-¡Ay Dios mio! ¡Qué susto! –exclamó Mari.
-¡Estamos jodidos!- añadió Chico.
-¡Pedro!- intervino Jose María- ¿tu has probado el capón de Cascajares?