sábado, 8 de marzo de 2014

Capítulo 9 El vuelo del dragón.



25 de Diciembre, amaneciendo.
Los primeros rayos de un sol frio y descafeinado de diciembre caían sobre el hospital comarcal. De las ventanas de la fachada sur del edificio, justo sobre la enorme marquesina de la entrada principal, emergían varias nubes de humo denso y oscuro. Multitud de cadáveres salpicaban con su lóbrega presencia la explanada de los aparcamientos. Entre ellos, sin rumbo ni propósito aparente, vagaban como almas en pena, varias decenas de “caníbales” mientras otros se afanaban en la grotesca tarea de despedazar los cuerpos tendidos sobre el asfalto y despojarlos de cualquier vestigio de apariencia humana engullendo sin piedad hasta la última víscera o el último trozo de carne.
“Caníbales”. Este era el  término que había acabado imponiéndose entre los miembros del comando, para referirse a los humanos contagiados por el mal que había desolado en pocas horas la casi totalidad de la ciudad española en el norte de África.
Por la información de que disponían, en el resto del país no tenían mejores perspectivas. La idea de enfrentarse a un planeta desolado en el que cualquiera podía encontrar la muerte despedazado por su propia madre o por sus propios hijos, empezó a tomar forma en las mentes de los soldados. La frialdad con que siempre habían afrontado misiones anteriores había dejado paso a una especie de serena y profunda tristeza que los embargaba a todos ellos.
Pero también había odio.
En lo más hondo de cada uno se iba engendrando, minuto a minuto, el  deseo animal y poderoso de la venganza. Nadie hablaba de ello. Simplemente estaba ahí, esperando el momento de emerger, de explotar, de acabar de una vez por todas con la pesadilla, o de viajar, con ella de la mano, al infierno más oscuro.
-¡En diez segundos tomamos tierra y apagamos motores! –anunció la sargento González Novelles.
El “Super Puma” se posó con cierta nobleza de ave cansada en el llamado “Patio del cura”. La amplia puerta de madera que daba acceso al recinto desde el este, mirando al viejo hospital, estaba parcialmente obstruida por los restos de un “Chrysler Coupé” calcinado en el interior del cual podían verse los cuerpos abrasados de dos personas.
Los rotores fueron gradualmente perdiendo velocidad y para cuando las aspas del helicóptero quedaron definitivamente inmóviles, el grupo ya había tomado posiciones en torno a la máquina de guerra. No se detectaban amenazas inmediatas de índole alguna, al menos en lo que la vista alcanzaba.
Perea tensó los músculos y escrutó el terreno que se abría ante ellos con su mirada curtida de guerrero viejo. Sacó un paquetillo de chicles del bolsillo de su pantalón y se echó un par de ellos a la boca.
-¿Alguien quiere? –preguntó blandiendo el paquetillo de “Orbit” con sabor a mango y papaya.
-¿De qué son, comandante? –inquirió Cobreros, el hombre de negro.
-¡Yo que sé! –contestó Perea-.  De mango, me parece. Están más malos que su puta madre, pero son los únicos que tengo.
-¡Gracias, entonces!  Prefiero esto.
Cobreros sacó el último paquete de Marlboro que le quedaba. Lo abrió y encendió un pitillo con delectación.
El coronel Payán viajó momentáneamente en el tiempo y en el espacio. Recordó aquel aduar en el norte de Afganistán, cerca de la frontera Pakistaní. Su grupo encubierto tenía que rescatar a Taruq Al Qateb, un líder pastún en manos de la insurgencia talibán y ponerlo en manos de las tropas americanas en la base de Mazar e Sharif. Al Qateb, al parecer, era muy valioso para las fuerzas aliadas en la zona y los sabuesos de la CIA estaban demasiado ocupados para meterse en el fango, de modo que la patata caliente pasó a sus manos sin discusión alguna. Allí perdió a algunos de sus mejores hombres.
Y perdió para siempre el miedo.
Y también perdió para siempre su ojo izquierdo.
Payán ordenó la marcha.
Los soldados Martín y Martínez escoltaban al doctor Hernández, cuyo casco no dejaba de inclinarse cómicamente hacia su sien izquierda. El chaleco antibalas no terminaba de combinar demasiado con su pijama de algodón a rayas.
Ruiz y Mengual encabezaban la silenciosa patrulla.
La sargento piloto González despidió al grupo llevándose dos dedos de su mano derecha al borde de la visera.
-¡Suerte! –exclamó a la vez que acariciaba inconscientemente la culata de su rifle de asalto.
El grupo evitó cuidadosamente el contacto con los restos del vehículo siniestrado junto a la puerta, pero fue imposible escapar del hediondo olor a barbacoa humana que despedían los cuerpos de la infeliz pareja en su interior.
-Hay demasiados de esos en la zona de la entrada principal –explicó el coronel Payán-. Lo intentaremos por la entrada de urgencias.
El grupo se dirigió en silencio hacia la entrada norte del hospital. No más de una docena de caníbales se interponía entre ellos y el acceso a las instalaciones de atención primaria del centro sanitario y al menos ocho de ellos se encontraban dedicados en cuerpo y alma a la desagradable tarea de desmembrar  a bocados los indefensos cadáveres de  un par de enfermeras en prácticas.
Caminaron un centenar de metros hasta llegar a la altura del primero de ellos. La soldado Mengual levantó la mano y el comando se detuvo. Sacó su cuchillo de campaña y la enorme y afilada hoja refulgió ante los otros con un brillo de muerte. Se volvió hacia el capitán Perea y señaló con el arma a aquel engendro. Vestía los harapos de un uniforme del personal de mantenimiento del propio hospital.
Mengual se acercó al siniestro operario y le cercenó de un potente tajo el cuello. La soldado Ruiz procedió de igual manera y en menos de cinco minutos el camino había quedado expedito. Sobre el suelo yacían para la posteridad  varios testimonios más de la sangrienta y soberbia preparación para el combate de las dos jóvenes soldados.
Abrieron la puerta de cristal esmerilado que permitía el acceso al interior de las dependencias.
-¡Al laboratorio! –ordenó Perea.
Comenzaron a caminar a lo largo de los pasillos ensombrecidos por el humo. Los tubos fluorescentes parpadeaban al paso de la comitiva. La instalación eléctrica había empezado a fallar.
Pasaron por delante de la zona de equipamiento radioactivo.
Ya casi habían alcanzado el objetivo. Todos se sintieron razonablemente aliviados cuando apareció el esperado rótulo “Laboratorio”.
Entraron.
Y entonces la vieron.
Estaba acurrucada contra una especie de nevera con la puerta transparente y llena de pequeños tubos con tapas de caucho de diferentes colores. Tenía los ojos abiertos pero no parecía estar consciente. En sus manos, un palo de escoba al que, con cinta americana, alguien había adosado un escoplo quirúrgico. Por las manchas de sangre sobre su bata blanca se adivinaba que la noche no había sido muy tranquila para la joven.
Repartidos por el extenso laboratorio, varios cadáveres daban la bienvenida al grupo. Caídos en rincones diversos, todos presentaban una enorme herida abierta en la parte frontal del cráneo. El laboratorio era un lugar de muerte en el que el único vestigio humano se encontraba en esa zona limítrofe entre la razón y la locura de la que sólo los muertos logran escapar sin daño.
La soldado Ruiz se arrodilló junto a la chica. Puso dos dedos de su mano derecha sobre la carótida e intentó detectar el pulso de la mujer.
-Está viva.
Cobreros, el hombre del 357, se aproximó. Quedó maravillado por los finos rasgos de la chica. Sus ojos negros fríos y ausentes reflejaban, no obstante, una sobria y serena belleza que dejó al adusto hombre de negro sin aliento.
Sobre el pecho, parcialmente oculta por un coágulo de sangre reseca, una placa de identificación con un nombre: Doctora Solís.
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Virginia Ruiz y sus dos hijos se encontraban a punto de abandonar el garaje de las viviendas “Géminis”, en el barrio conocido como “El Real”. Habían forzado la puerta para que se abriera sólo unos veinte centímetros, espacio suficiente para poder otear la calle en busca de cualquier peligro potencial.
La calle parecía en calma, una calma preocupantemente silenciosa e inquietante. Una calma de camposanto. Una calma de muerte.
Virginia no había manejado jamás una emisora de radio de onda marina. Suponía que no había de ser nada especialmente complicado porque su marido lo hacía a diario y tampoco era especialmente inteligente. Giró un botoncillo en la parte superior del aparato y comenzaron a oírse mil y un ruidos de variada índole, casi ninguno identificable.
-¡Aquí Virgi! ¡Aquí Virgi! ¿Alguien me oye?
-Tienes que darle al botón de hablar –intervino Pedro junior.
-Y decir “cambio” cuando acabes de hablar –expuso Rocío.
-¿Queréis dejarme?
Volvió a intentarlo, pulsando esta vez un diminuto botón verde adosado en el costado del pequeño emisor.
-¡Aquí Virgi! ¡Cambio! ¿Alguien puede oírme?
-Hay que decir “cambio” cuando termines de hablar, no antes –de nuevo fue Pedro el que trató de indicar la forma correcta de usar la radio.
-Es que si no dices… - trato de intervenir Rocio.
-¡Joder! ¡Que me dejéis! –Virginia comenzaba a desesperarse.
Lo intentó de nuevo.
-¡Cambio! ¡Aquí Virgi! ¿Alguien puede oírme?
-¡Pffff! –resoplaron los chavales.
Entre los zumbidos y los siseos sin sentido que llegaban al pequeño altavoz de la emisora, Virginia creyó identificar en un par de ocasiones un lamento débil y lejano. Parecía un quejido de dolor tremendamente agónico. Si aquello era humano, desde luego no lo estaba en sus mejores días.
Un escalofrío repentino recorrió la espalda de la bella filóloga en cuya mano ya comenzaba a pesar el enorme revólver de la empuñadura de nácar blanco.
-¿Alguien puede oírme? ¡Aquí Virgi! –titubeó-. ¡Cambio!
-¡Ole! –corearon al unísono los hermanos.
Un mar de ruidos anónimos y sin sentido seguía siendo la única respuesta a la llamada de Virginia Ruiz.
-Esto es una mierda –concluyó-. Nos vamos a ir moviendo. Tenemos que encontrar a más gente y algún sitio donde meternos.
-Papá está en Piñero. ¿Y si…? –Pedro se interrumpió.
-¿Lo intentamos? –terminó Rocio.
-¡No sé! Mmmmmm! –Virginia estaba pensando.
Pedro se acercó a su hermana y le susurró al oído -“Cambio y corto”.
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El ruido de los martillazos no hacía más que aumentar el número de bestias que, atraídas por el estruendo, se agolpaban tras la puerta metálica del taller de reparación de automóviles de Antonio Giles, a menos de doscientos metros de la frontera sur de Melilla con Marruecos, la conocida como “Beni Enzar”.
El calor dentro de la pequeña nave era casi insoportable. El sudor empapaba la formidable y atlética figura del hombre de los músculos de acero que, desafiando al agotamiento de toda una noche de trabajo sin descanso, se apuraba en dar los últimos toques a su obra maestra.
Las chispas en el extremo de su soldador industrial parecían querer dar un alegre contrapunto de fiesta infantil a la siniestra realidad que esperaba, con los dientes afilados y los ojos en blanco, al otro lado de la persiana de acero.
Apagó la lanza térmica y se alejó unos metros del vehículo.
Contempló satisfecho el fruto de su trabajo. Puso los brazos en jarras e inhaló una profunda bocanada de aire caliente con olor a gasoil. Le llenó de vida los pulmones y de sosiego el cerebro.
Sintió un cierto picor en el pecho y se rascó con la punta del dedo índice de su mano derecha. Al retirar el dedo comprobó que la uña había retirado, por su parte, una buena cantidad de grasa oscura y viscosa.
A pocos metros, colgada de un gancho de hierro en la pared, una manguera acoplada a un grifo, era una invitación inexcusable.
Antonio Giles encendió un viejo reproductor de CDs.
Se desnudó y tomó una ducha mientras tarareaba sobre la música, “Cartas amarillas”, de Nino Bravo.
Media hora más tarde, la masa de cadáveres quejumbrosos y vociferantes que se arremolinaba ante las puertas del taller de Antonio Giles quedó inmóvil por la sorpresa cuando el zumbido de la maquinaria que enrollaba la persiana metálica comenzó a hacerla desaparecer en el interior del tambucho sobre el dintel.
Antonio introdujo la llave en el contacto. El motor del “Tiburón” rugió con fiereza y él sintió todo ese poder bajo la suela de sus “Reebok” deportivas. Aceleró tres o cuatro veces. La máquina era un dragón con las fauces en llamas y todo el odio del mundo en sus ojos. De sus costados emergían lacerantes hojas de metal soldadas a las puertas. Sobre el capó, a modo de ariete, dos chapas de acero en forma de flecha, ribeteadas con afiladas gavillas de hierro.
El dragón estaba preparado para el combate.
El “Tiburón” iba a salir de caza.
Giles aceleró y soltó el freno. La máquina saltó como un resorte, avanzó y un montón de miembros amputados comenzó a saltar por el aire en una sangrienta verbena de  vísceras, huesos triturados y carne tumefacta.
En el interior del taller, Nino Bravo atacaba ahora “Noelia”.
Al volante, escapando del infierno, un hombre vestido con la camiseta de la selección española del mundial del 2010.
Número 7.
Villa.

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3 comentarios:

  1. Chiquillo, cada día me sorprendes más. Qué gusto da leer esto. La escenita del walkie fabulosa y el resto tan gráfico y magnífico como siempre. Me encanta que sea tan visual y lo sabes. ^^

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  2. Me lo estoy pasando en grandeeee!!!! Bravo Pedro!!! Una vez mas, GENIAL!!! ����
    No dejo de pensar en la angustia de la pobre Virgi, en la noche tan mala de la Dra. Solis, en la fabada de Pepe, en Juande..... ���������� Qué SUSTOOO!!!!

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