25 de Diciembre, amaneciendo.
Los primeros
rayos de un sol frio y descafeinado de diciembre caían sobre el hospital
comarcal. De las ventanas de la fachada sur del edificio, justo sobre la enorme
marquesina de la entrada principal, emergían varias nubes de humo denso y
oscuro. Multitud de cadáveres salpicaban con su lóbrega presencia la explanada
de los aparcamientos. Entre ellos, sin rumbo ni propósito aparente, vagaban como
almas en pena, varias decenas de “caníbales” mientras otros se afanaban en la
grotesca tarea de despedazar los cuerpos tendidos sobre el asfalto y
despojarlos de cualquier vestigio de apariencia humana engullendo sin piedad
hasta la última víscera o el último trozo de carne.
“Caníbales”. Este
era el término que había acabado
imponiéndose entre los miembros del comando, para referirse a los humanos
contagiados por el mal que había desolado en pocas horas la casi totalidad de
la ciudad española en el norte de África.
Por la
información de que disponían, en el resto del país no tenían mejores
perspectivas. La idea de enfrentarse a un planeta desolado en el que cualquiera
podía encontrar la muerte despedazado por su propia madre o por sus propios
hijos, empezó a tomar forma en las mentes de los soldados. La frialdad con que
siempre habían afrontado misiones anteriores había dejado paso a una especie de
serena y profunda tristeza que los embargaba a todos ellos.
Pero también
había odio.
En lo más hondo
de cada uno se iba engendrando, minuto a minuto, el deseo animal y poderoso de la venganza. Nadie
hablaba de ello. Simplemente estaba ahí, esperando el momento de emerger, de
explotar, de acabar de una vez por todas con la pesadilla, o de viajar, con
ella de la mano, al infierno más oscuro.
-¡En diez
segundos tomamos tierra y apagamos motores! –anunció la sargento González
Novelles.
El “Super Puma”
se posó con cierta nobleza de ave cansada en el llamado “Patio del cura”. La
amplia puerta de madera que daba acceso al recinto desde el este, mirando al
viejo hospital, estaba parcialmente obstruida por los restos de un “Chrysler
Coupé” calcinado en el interior del cual podían verse los cuerpos abrasados de
dos personas.
Los rotores
fueron gradualmente perdiendo velocidad y para cuando las aspas del helicóptero
quedaron definitivamente inmóviles, el grupo ya había tomado posiciones en
torno a la máquina de guerra. No se detectaban amenazas inmediatas de índole
alguna, al menos en lo que la vista alcanzaba.
Perea tensó los
músculos y escrutó el terreno que se abría ante ellos con su mirada curtida de
guerrero viejo. Sacó un paquetillo de chicles del bolsillo de su pantalón y se
echó un par de ellos a la boca.
-¿Alguien quiere?
–preguntó blandiendo el paquetillo de “Orbit” con sabor a mango y papaya.
-¿De qué son,
comandante? –inquirió Cobreros, el hombre de negro.
-¡Yo que sé!
–contestó Perea-. De mango, me parece.
Están más malos que su puta madre, pero son los únicos que tengo.
-¡Gracias,
entonces! Prefiero esto.
Cobreros sacó el
último paquete de Marlboro que le quedaba. Lo abrió y encendió un pitillo con
delectación.
El coronel Payán
viajó momentáneamente en el tiempo y en el espacio. Recordó aquel aduar en el
norte de Afganistán, cerca de la frontera Pakistaní. Su grupo encubierto tenía
que rescatar a Taruq Al Qateb, un líder pastún en manos de la insurgencia talibán
y ponerlo en manos de las tropas americanas en la base de Mazar e Sharif. Al
Qateb, al parecer, era muy valioso para las fuerzas aliadas en la zona y los
sabuesos de la CIA
estaban demasiado ocupados para meterse en el fango, de modo que la patata
caliente pasó a sus manos sin discusión alguna. Allí perdió a algunos de sus
mejores hombres.
Y perdió para
siempre el miedo.
Y también perdió para
siempre su ojo izquierdo.
Payán ordenó la
marcha.
Los soldados
Martín y Martínez escoltaban al doctor Hernández, cuyo casco no dejaba de
inclinarse cómicamente hacia su sien izquierda. El chaleco antibalas no
terminaba de combinar demasiado con su pijama de algodón a rayas.
Ruiz y Mengual
encabezaban la silenciosa patrulla.
La sargento
piloto González despidió al grupo llevándose dos dedos de su mano derecha al
borde de la visera.
-¡Suerte! –exclamó
a la vez que acariciaba inconscientemente la culata de su rifle de asalto.
El grupo evitó
cuidadosamente el contacto con los restos del vehículo siniestrado junto a la
puerta, pero fue imposible escapar del hediondo olor a barbacoa humana que
despedían los cuerpos de la infeliz pareja en su interior.
-Hay demasiados
de esos en la zona de la entrada principal –explicó el coronel Payán-. Lo
intentaremos por la entrada de urgencias.
El grupo se
dirigió en silencio hacia la entrada norte del hospital. No más de una docena
de caníbales se interponía entre ellos y el acceso a las instalaciones de
atención primaria del centro sanitario y al menos ocho de ellos se encontraban
dedicados en cuerpo y alma a la desagradable tarea de desmembrar a bocados los indefensos cadáveres de un par de enfermeras en prácticas.
Caminaron un
centenar de metros hasta llegar a la altura del primero de ellos. La soldado
Mengual levantó la mano y el comando se detuvo. Sacó su cuchillo de campaña y
la enorme y afilada hoja refulgió ante los otros con un brillo de muerte. Se
volvió hacia el capitán Perea y señaló con el arma a aquel engendro. Vestía los
harapos de un uniforme del personal de mantenimiento del propio hospital.
Mengual se acercó
al siniestro operario y le cercenó de un potente tajo el cuello. La soldado
Ruiz procedió de igual manera y en menos de cinco minutos el camino había
quedado expedito. Sobre el suelo yacían para la posteridad varios testimonios más de la sangrienta y
soberbia preparación para el combate de las dos jóvenes soldados.
Abrieron la
puerta de cristal esmerilado que permitía el acceso al interior de las
dependencias.
-¡Al laboratorio!
–ordenó Perea.
Comenzaron a
caminar a lo largo de los pasillos ensombrecidos por el humo. Los tubos
fluorescentes parpadeaban al paso de la comitiva. La instalación eléctrica
había empezado a fallar.
Pasaron por
delante de la zona de equipamiento radioactivo.
Ya casi habían
alcanzado el objetivo. Todos se sintieron razonablemente aliviados cuando apareció
el esperado rótulo “Laboratorio”.
Entraron.
Y entonces la
vieron.
Estaba acurrucada
contra una especie de nevera con la puerta transparente y llena de pequeños
tubos con tapas de caucho de diferentes colores. Tenía los ojos abiertos pero
no parecía estar consciente. En sus manos, un palo de escoba al que, con cinta
americana, alguien había adosado un escoplo quirúrgico. Por las manchas de
sangre sobre su bata blanca se adivinaba que la noche no había sido muy
tranquila para la joven.
Repartidos por el
extenso laboratorio, varios cadáveres daban la bienvenida al grupo. Caídos en
rincones diversos, todos presentaban una enorme herida abierta en la parte
frontal del cráneo. El laboratorio era un lugar de muerte en el que el único
vestigio humano se encontraba en esa zona limítrofe entre la razón y la locura
de la que sólo los muertos logran escapar sin daño.
La soldado Ruiz
se arrodilló junto a la chica. Puso dos dedos de su mano derecha sobre la
carótida e intentó detectar el pulso de la mujer.
-Está viva.
Cobreros, el
hombre del 357, se aproximó. Quedó maravillado por los finos rasgos de la
chica. Sus ojos negros fríos y ausentes reflejaban, no obstante, una sobria y
serena belleza que dejó al adusto hombre de negro sin aliento.
Sobre el pecho,
parcialmente oculta por un coágulo de sangre reseca, una placa de
identificación con un nombre: Doctora Solís.
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Virginia Ruiz y
sus dos hijos se encontraban a punto de abandonar el garaje de las viviendas
“Géminis”, en el barrio conocido como “El Real”. Habían forzado la puerta para
que se abriera sólo unos veinte centímetros, espacio suficiente para poder
otear la calle en busca de cualquier peligro potencial.
La calle parecía
en calma, una calma preocupantemente silenciosa e inquietante. Una calma de camposanto.
Una calma de muerte.
Virginia no había
manejado jamás una emisora de radio de onda marina. Suponía que no había de ser
nada especialmente complicado porque su marido lo hacía a diario y tampoco era
especialmente inteligente. Giró un botoncillo en la parte superior del aparato
y comenzaron a oírse mil y un ruidos de variada índole, casi ninguno
identificable.
-¡Aquí Virgi!
¡Aquí Virgi! ¿Alguien me oye?
-Tienes que darle
al botón de hablar –intervino Pedro junior.
-Y decir “cambio”
cuando acabes de hablar –expuso Rocío.
-¿Queréis
dejarme?
Volvió a
intentarlo, pulsando esta vez un diminuto botón verde adosado en el costado del
pequeño emisor.
-¡Aquí Virgi!
¡Cambio! ¿Alguien puede oírme?
-Hay que decir
“cambio” cuando termines de hablar, no antes –de nuevo fue Pedro el que trató
de indicar la forma correcta de usar la radio.
-Es que si no
dices… - trato de intervenir Rocio.
-¡Joder! ¡Que me
dejéis! –Virginia comenzaba a desesperarse.
Lo intentó de
nuevo.
-¡Cambio! ¡Aquí
Virgi! ¿Alguien puede oírme?
-¡Pffff! –resoplaron
los chavales.
Entre los
zumbidos y los siseos sin sentido que llegaban al pequeño altavoz de la
emisora, Virginia creyó identificar en un par de ocasiones un lamento débil y
lejano. Parecía un quejido de dolor tremendamente agónico. Si aquello era
humano, desde luego no lo estaba en sus mejores días.
Un escalofrío
repentino recorrió la espalda de la bella filóloga en cuya mano ya comenzaba a
pesar el enorme revólver de la empuñadura de nácar blanco.
-¿Alguien puede
oírme? ¡Aquí Virgi! –titubeó-. ¡Cambio!
-¡Ole! –corearon
al unísono los hermanos.
Un mar de ruidos
anónimos y sin sentido seguía siendo la única respuesta a la llamada de
Virginia Ruiz.
-Esto es una
mierda –concluyó-. Nos vamos a ir moviendo. Tenemos que encontrar a más gente y
algún sitio donde meternos.
-Papá está en
Piñero. ¿Y si…? –Pedro se interrumpió.
-¿Lo intentamos?
–terminó Rocio.
-¡No sé! Mmmmmm!
–Virginia estaba pensando.
Pedro se acercó a
su hermana y le susurró al oído -“Cambio y corto”.
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El ruido de los martillazos
no hacía más que aumentar el número de bestias que, atraídas por el estruendo,
se agolpaban tras la puerta metálica del taller de reparación de automóviles de
Antonio Giles, a menos de doscientos metros de la frontera sur de Melilla con
Marruecos, la conocida como “Beni Enzar”.
El calor dentro
de la pequeña nave era casi insoportable. El sudor empapaba la formidable y
atlética figura del hombre de los músculos de acero que, desafiando al
agotamiento de toda una noche de trabajo sin descanso, se apuraba en dar los
últimos toques a su obra maestra.
Las chispas en el
extremo de su soldador industrial parecían querer dar un alegre contrapunto de
fiesta infantil a la siniestra realidad que esperaba, con los dientes afilados y
los ojos en blanco, al otro lado de la persiana de acero.
Apagó la lanza
térmica y se alejó unos metros del vehículo.
Contempló
satisfecho el fruto de su trabajo. Puso los brazos en jarras e inhaló una
profunda bocanada de aire caliente con olor a gasoil. Le llenó de vida los pulmones
y de sosiego el cerebro.
Sintió un cierto
picor en el pecho y se rascó con la punta del dedo índice de su mano derecha.
Al retirar el dedo comprobó que la uña había retirado, por su parte, una buena
cantidad de grasa oscura y viscosa.
A pocos metros,
colgada de un gancho de hierro en la pared, una manguera acoplada a un grifo,
era una invitación inexcusable.
Antonio Giles
encendió un viejo reproductor de CDs.
Se desnudó y tomó
una ducha mientras tarareaba sobre la música, “Cartas amarillas”, de Nino Bravo.
Media hora más tarde, la masa de
cadáveres quejumbrosos y vociferantes que se arremolinaba ante las puertas del
taller de Antonio Giles quedó inmóvil por la sorpresa cuando el zumbido de la
maquinaria que enrollaba la persiana metálica comenzó a hacerla desaparecer en
el interior del tambucho sobre el dintel.
Antonio introdujo la llave en el
contacto. El motor del “Tiburón” rugió con fiereza y él sintió todo ese poder
bajo la suela de sus “Reebok” deportivas. Aceleró tres o cuatro veces. La
máquina era un dragón con las fauces en llamas y todo el odio del mundo en sus
ojos. De sus costados emergían lacerantes hojas de metal soldadas a las
puertas. Sobre el capó, a modo de ariete, dos chapas de acero en forma de
flecha, ribeteadas con afiladas gavillas de hierro.
El dragón estaba preparado para el
combate.
El “Tiburón” iba a salir de caza.
Giles aceleró y soltó el freno. La
máquina saltó como un resorte, avanzó y un montón de miembros amputados comenzó
a saltar por el aire en una sangrienta verbena de vísceras, huesos triturados y carne
tumefacta.
En el interior del taller, Nino
Bravo atacaba ahora “Noelia”.
Al volante, escapando del
infierno, un hombre vestido con la camiseta de la selección española del
mundial del 2010.
Número 7.
Villa.
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Chiquillo, cada día me sorprendes más. Qué gusto da leer esto. La escenita del walkie fabulosa y el resto tan gráfico y magnífico como siempre. Me encanta que sea tan visual y lo sabes. ^^
ResponderEliminarGracias, Princesa. Te quiero.
EliminarMe lo estoy pasando en grandeeee!!!! Bravo Pedro!!! Una vez mas, GENIAL!!! ����
ResponderEliminarNo dejo de pensar en la angustia de la pobre Virgi, en la noche tan mala de la Dra. Solis, en la fabada de Pepe, en Juande..... ���������� Qué SUSTOOO!!!!