sábado, 26 de abril de 2014

Capítulo 13 Matar al oso.



25 de Diciembre
El silencio se había apoderado de los presentes y la sangre se había congelado en las venas de cada uno de los recluidos en el interior de la pequeña tienda de ultramarinos. La masa siseante y putrefacta de cadáveres ambulantes se dirigía, guiada por los últimos ecos de la llamada de Chico Piñero, hacia esa suerte de “sancta sanctorum” en que se había convertido el popular colmado del número once de la calle Carlos V.
-Si se plantan aquí delante  estamos perdidos- acabé por indicar.
No era, desde luego una observación muy elaborada, antes bien, respondía a la constatación de un hecho evidente, reforzado por la idea de que tanto nuestro número como nuestra peculiar idiosincrasia distaban mucho de ser las óptimas para un hipotético grupo de defensa armada.
-¿Y qué hacemos? –intervino Jose María que, extrañamente no estaba engullendo nada.
Ginés inició una rápida inspección por las estanterías del fondo del local. Le vimos perderse entre los cubos, las servilletas de papel, las fregonas, los trapos y los productos de limpieza.
Rosa siguió los pasos del militar.
-Coge esos tarros de alcohol –señaló Ginés a la bella agente de seguros.
La chica se apoderó de una decena de frascos de plástico de 250 mililitros cada uno. Ginés, simultáneamente recogía en una bolsa de plástico amarillo todos los trapos de cocina existentes en el local.
-¿Qué se te está ocurriendo, Ginés?
-Vamos a darles una buena bienvenida a esos hijos de puta.  ¿Has oído hablar de los “cocteles Molotov”?
-¡Ginés! ¡Eres la leche!
Fueron depositando los frascos y los trapos en el mostrador, ante la mirada atónita de Mari.
Pilar, por su parte, sentada junto a Diego Piñero, seguía sin comprender qué insólito proceso se estaba verificando en el interior del inconsciente empresario. Su pulso se había regularizado completamente, la respiración había recuperado su cadencia, habían desaparecido por completo los temblores y en su cara dormida se dibujaba ahora una expresión de sosiego y de tranquilidad nada acordes con el desconcierto y la incoherencia del momento. Lo más extraordinario de todo era la excepcional rapidez con que la herida del brazo se había cerrado hasta desaparecer por completo de forma que habría sido necesario un examen con medios extremadamente sofisticados para detectar el menor indicio de la horrible dentellada que había estado a punto de arrancarle el brazo tan sólo unas horas antes.
Con solícita ternura, la chica de ojos azules aplicaba un paño empapado en agua fresca sobre la frente del durmiente y trataba mientras tanto de enterarse de lo que estaban tramando sus compañeros de forzado cautiverio.
-¡Pedro!  ¡Chico! ¡Jose!  Necesito botellas de cristal vacías –dispuso enérgico el cabo primero Berciano.
-Ginés va a hacer cócteles Gorbachov –explicó Rosa.
-¿Os abro unas aceitunas? –intervino Mari.
-No, señora, gracias. Los cócteles son como una especie de bomba pero en plan barato- trató de aclarar Ginés-. Se llenan las botellas con algo inflamable, se les pone una mecha y se arrojan con fuerza hacia el objetivo. Son como pequeñas granadas.
Chico paseó su mirada por las estanterías repletas de botellas de bebidas alcohólicas. Ron, whisky, licores variados…
-Todo esto puede valer también, ¿no?
Jose, el gigantón de ojos verdes y enormes espaldas asintió con la cabeza mientras el joven del hueso de ibérico  continuaba su inspección ocular, dedicando ahora una mirada inquisitiva al apartado de las cervezas de importación.
-¡Eso no, Chico! ¡Eso no! La cerveza no arde y además, el vidrio de los botellines es más duro y se rompe peor y… ¡No, hombre, no! Chico, la cerveza hay que guardarla para… Hay que… ¿Sabes? Estas cosas…
La aparente solidez del razonamiento consiguió que el menor de los hermanos Piñero desistiera en su empeño por incluir en su inventario mental de sustancias susceptibles de utilización como explosivos de fortuna a las más de cuarenta variedades de cerveza existentes en el expositor.
El fornido Jose María suspiró aliviado.
Comencé por vaciar en el fregadero del pequeño cuarto de baño al fondo del local, más de una docena de botellas de un excelente Rioja “López de Haro” del 2010 no sin antes echarme al coleto un generoso trago de alguna de ellas. El dramatismo de la situación no tenía, en principio, por qué colisionar con mi refinado gusto por los mejores caldos de nuestro solar patrio. Además, tal y como estaban las cosas, quizá fuera la última vez que me encontraba de frente con la oportunidad de saborear un buen vino español.
El resto del grupo se afanó en tareas similares bajo la sabia coordinación del pequeño cabo primero de caballería Robles Berciano. El aire se llenó de un extraño olor a alcohol que, poco a poco, fue disipando ese otro inquietante aroma que produce el miedo en los seres humanos.
La singular cadena de montaje se mostró efectiva y al cabo de una hora de trabajo bien organizado, sobre el mostrador de cristal de “Ultramarinos Piñero” se alineaba una cantidad apreciable de envases de vidrio rellenos con una curiosa mezcla explosiva elaborada con una base de alcohol doméstico de 96 grados a la que se habían añadido  cantidades variables de las más variadas bebidas espirituosas existentes en el mercado. Del cuello de cada una de las botellas sobresalía una mecha fabricada con un pedazo de trapo de cocina estampado con atractivos diseños de cuadritos celestes, rosas, amarillos y verdes.
Ginés impartió un cursillo acelerado sobre el manejo y lanzamiento de este tipo de artefactos y en unos minutos estábamos preparados para llevar a cabo un extraño y arriesgado contraataque.
-¡Chico! Cuando estemos fuera, haz tu llamada un par de veces –ordenó el militar.
-¡Ha dicho un par! ¡Que te conozco, Chico! ¡No te pases! –esta vez fue Jose María el que intervino.
-¿Todos preparados? –inquirió Gines, tratando por todos los medios de disimular un pequeño temblor ocasionado por el nerviosismo en su pantorrilla derecha.
Entre Jose y Rosa abrieron la puerta metálica y el grupo de “resistentes” pasó a ocupar una posición cercana a la tienda, en el centro de la calzada. Miramos hacia el norte. A unos escasos cien metros el enemigo acechaba expectante.
En el interior tan sólo permanecían Diego y Pilar, la rubia de ojos seductores que se había convertido en su ángel protector.
En el zaguán, Mari, en cuyas manos descansaba ahora el ya legendario hueso de su hijo Chico, mantenía la puerta semiabierta ante la posibilidad de que los forzados artilleros tuvieran que iniciar una retirada estratégica algo acelerada.
-¡Tened ciudadito, niños! –exclamó. ¡Y no iros muy lejos!
-¡Ahora, Chico!
La voz de Ginés se escuchó firme y decidida y varios mecheros negros con un dibujo del murciélago de “Ron Negrita” se encendieron a la vez.
-¡Weeeeeeeeooooooo! ¡Weeeeeeeeeoooooo!
La poderosa voz del bigardo mocetón resonó magnífica e inmisericorde a través de su megáfono de artesanía haciendo temblar los tímpanos de los presentes. Era la llamada de un espíritu salvaje y ancestral, era la voz de una raza que podía estar viviendo sus últimos momentos sobre la superficie de la Tierra, era la voz de un animal acorralado y herido… pero peligroso.
EL efecto fue el deseado. La manada de bestias supurantes detuvo su lento caminar durante unos segundos que se nos hicieron interminables. Decenas de cabezas, algunas cruelmente deformadas, se levantaron para otear el aire.  Y después, como impulsados por un resorte invisible, los  monstruos se pusieron en marcha.
Aceleraron el paso.
-¿Ahora? –Jose, con una botella de Rioja a punto de explotar en cada mano, se mostraba, no sin razón, algo inquieto. Miraba de reojo al cabo Berciano.
Ginés negó con la cabeza.
La horda avanzaba amenazadora y letal.
Una gota de sudor recorrió lentamente la sien del soldado hasta resbalar por encima del tabique de su nariz aguileña y caer al suelo.
Ginés ni siquiera parpadeaba.
Mi corazón se contraía por momentos y palpitaba a un ritmo imposible.
En el silencio de la tarde, el sonido de los intestinos de Jose María se había convertido en una especie de un insólito contrapunto ante el repugnante siseo de la masa de cadavéricos caminantes que se acercaba como una mortal y terrible ola de destrucción.
-¿Ahora? –esta vez fui yo quien habló.
Ginés volvió a mover la cabeza a ambos lados.
-Mira, Ginés, –exclamó Rosa sin desviar la mirada del avance de los monstruos- ¡como me explote este puto coctel Karamazov en la mano, me voy a cagar en tu …
-¡Ahora!
La orden llegó y suspiramos con alivio.
Los proyectiles no tardaron en volar por el aire en la dirección prevista y en unos minutos un nuevo olor, esta vez a carne quemada, se esparció por el aire.
El sonido del cristal al quebrarse contra el duro adoquinado era invariablemente seguido por un coro de voces guturales y quejumbrosas; los monstruos se estremecían impotentes y terminaban por caer retorciéndose entre espasmos incontrolados. Unos daban de dentelladas al que caía  sobre ellos, otros se arrancaban a mordiscos las partes que habían quedado impregnadas por el combustible ardiendo y trataban de continuar caminando hasta que un nuevo proyectil les alcanzaba…
Una buena provisión de combinados explosivos dio a la mayoría de los atacantes la oportunidad de dejar este mundo para volar, chamuscados pero felices, hacia el cielo de los monstruos, allá donde estuviere.
El montón de desperdicios en que terminó por convertirse el batallón espectral de engendros de ojos de mármol desprendía un hedor insoportable. Permanecimos impasibles contemplando como, poco a poco, el humo iba disipándose.
Respiramos profundamente y el olor de la demoníaca barbacoa no hizo sino llenarnos de una incómoda sensación de lasitud. No teníamos ni las fuerzas ni la decisión para mover un dedo.
-¿Qué? –preguntó Mari, asomando el torso por la puerta de la tienda-. ¿Ya está?
Ninguno contestamos.
Nuestros cuatro pares de ojos no podían, por algún motivo inexplicable, apartarse de la escena. Los cadáveres humeantes se amontonaban en una triste pira irregular sobre la que se elevaba un telón gris de humo pestilente que impedía la visibilidad más allá de la escena.
-¡Niños! ¿Qué pasa?
Mari comenzaba a mostrase especialmente inquieta.
-¡Shhhhhhsssss! –Ginés pidió silencio.
Aguardamos inmóviles como estatuas de sal.
Empecé a sentir un irracional escalofrío. Una creciente intranquilidad comenzó a invadirnos súbitamente.
La primera ráfaga de viento despejó parcialmente la calle de ese humo acre y espeso con olor a muerte. La segunda terminó por revelar que no habíamos hecho sino matar a un pequeño osezno desvalido y que, como todo el mundo sabe, detrás de un pequeño osezno siempre hay una madre osa a quien no hay que enfurecer.
Habíamos liquidado a varias decenas de monstruos pero una nueva oleada de cadáveres caminaba ahora hacia nosotros. Y esta vez, el grupo era preocupantemente numeroso.
La madre osa quería venganza y sus fauces se exhibían amenazadoras y terribles ante nuestra mirada atónita.
-¡Jodeeeeeer! –se oyó la voz de Rosa.
-¡Mierda! –dije yo.
-¿Y ahora como hacemos con estos cabrones, Ginés? –Jose María interpeló a nuestro ocasional jefe de operaciones-. Me parece que no hay en la tienda tanto combustible y además, no tenemos tiempo para preparar más mierdas de estas.
Se oyó un relincho a nuestras espaldas.
Nos volvimos para contemplar la  noble e impresionante figura de “Black Rayo”, elevada sobre sus cuartos traseros en una formidable estampa cuya nobleza contrastaba con la inexistente poesía del momento.
El animal cayó sobre sus cuatro patas y volvió a relinchar inquieto.
-¡Me parece que tengo una idea!- terminó por hablar Ginés-. ¡Ven, viejo!
El viejo alazán solitario se acercó a Ginés, agachando la cabeza en busca de una caricia que ya sabía próxima.
Ginés palmeó el costado de la bestia con suavidad y de un ágil salto subió a lomos del bellísimo animal. Sujetó las riendas con cierto estilo cinematográfico.
-¡Dame eso!
Chico le entregó su megáfono de plástico.
-¡Rosa! – esta vez señaló una de las botellas restantes en poder de la hermosa morena.
La chica se la entregó y el pequeño soldado la introdujo bajo su cazadora asegurándose de que la mecha permaneciera en su lugar.
-¡Ahora vengo! ¡Meteros para adentro y quedaos en silencio!
Ginés Robles y “Black Rayo” se alejaron al galope calle abajo.
A lo lejos, un luminoso apagado de color rojo brillante con una enorme concha dibujada  junto a las letras “SHELL” en amarillo, miraba desde arriba los callados surtidores de una pequeña estación de servicio de la multinacional petrolera anglo neerlandesa Royal Dutch Shell.
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-¡Señor!
-¡Pasa, niño!
Un joven técnico de radio al que habían asignado la tarea de intentar asegurar las comunicaciones con el resto de reductos resistentes en la ciudad asomó su cabeza por la puerta del luminoso aunque frio despacho del coronel Escámez.
-¿Me voy? –preguntó la subcomisario Del Campo haciendo ademán de levantarse de la mesa de metal sobre la que descansaba parcialmente sentada sobre una esquina.
Escámez denegó el cortés ofrecimiento de la escultural policía no sin antes dirigir una furtiva mirada a la porción de pierna que quedaba al descubierto con el leve movimiento de su ajustada falda.
-¡Ha llegado esto!
El soldado le ofreció una cuartilla mecanografiada.
-Se lo he transcrito. Era un telex.
Escámez leyó en silencio.
     Estado Mayor del Ejército.
    Jefatura de los Sistemas de Información, Telecomunicaciones y  Asistencia Técnica.
Orden de evacuación. Máxima prioridad.
Queden a la espera de nuevas órdenes.
Fin de la comunicación.
El Coronel Escámez le entregó el papel a la mujer de cabellos rojos teja.
-Anda, lee. Te va a gustar.

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sábado, 5 de abril de 2014

Capítulo 12 El blues de la muerte.


25 de Diciembre
El plan, en principio, pasaba por averiguar si en torno a nosotros había más supervivientes y, en caso de que los hubiera, dar con la manera de asegurar la comunicación entre los posibles focos de resistencia existentes. Aunando esfuerzos, quizá consiguiéramos recuperar la calle y liberar a quienes, como nosotros, hubieran quedado aislados del resto de la ciudad. Nuestro “grupo” disponía de víveres en abundancia y, de momento, salvo Diego Piñero, cuyo sueño era constantemente velado por Pilar y por Rosa, los demás nos encontrábamos bien tanto física como anímicamente pero existía la posibilidad de que, a nuestro alrededor, no todo el mundo pudiera encontrarse en una situación tan cómoda.
Virginia y los niños estaban bien, o al menos, eso es lo que había creído entender después del curioso intercambio de frases entrecortadas al que habíamos asistido minutos antes a través de nuestra pequeña pero potente emisora de radio. Suspiré aliviado cuando se despidió con un “Vamos para allá. Cambio, chati”. Me reconfortó igualmente oír de fondo la voz de mi hijo Pedro interpelando a su progenitora “¡Chati, cambio! mamá”.
Por otra parte, era esperanzador conocer que, en las torres del Quinto Centenario, se había constituido una especie de “gabinete de emergencia” que se había hecho cargo de las operaciones ante lo que parecía ser una eventualidad con mucho mayor alcance de lo que habíamos supuesto en un principio. A partir de ahora, sabíamos que “Torres” era nuestro jefe inmediato y que, probablemente, un buen equipo de profesionales con más ideas que nosotros ya estaría trabajando en una hipotética solución al sangriento drama en el que estábamos metidos hasta el cuello.
-Llevo un rato mirando hacia las ventanas de los edificios de ahí enfrente y no parece que haya demasiado movimiento –explicó Ginés, que ciertamente llevaba un par de horas vigilando el exterior-. Si los vecinos del barrio siguen vivos, puede que estén demasiado asustados para asomarse a la calle.
“Si siguen vivos” pensé.
-¡Hoooooooola! –Chico había construido un megáfono casero cortándole el fondo a una garrafa vacía y sin tapón de aceite de oliva virgen extra “Hojiblanca”, de Antequera y, habiéndose aproximado sigilosamente al pequeño cabo primero Berciano, gritó el coloquial saludo con toda la energía que sus generosos pulmones pudieron acumular, justo al oído del experimentado militar.
Verdaderamente, el instrumento funcionaba a la perfección, a juzgar por el salto que efectuó Ginés de manera casi instantánea.
-¡Tu madre, niño! –acertó a responder Berciano al tiempo que intentaba controlar los temblores repentinos ocasionados por el sobresalto.
Consideramos la opción “megáfono” durante unos minutos y finalmente acordamos una rápida salida de nuestro refugio para, desde la acera,  y sin alejarnos significativamente  de nuestra guarida, lo cual podría constituir una situación de peligro añadido, llamar la atención de cualquier ser humano con un aparato auditivo medianamente decente y en condiciones manifiestas de operatividad en un par de centenares de metros a la redonda.
Con las precauciones habituales nos dispusimos abrir la puerta. En unos segundos, la sólida persiana de acero estaba de nuevo enrollada y teníamos vía libre hacia el exterior de la tienda.
Fui el primero en salir. Todo parecía en calma. El silencio era casi absoluto y tan solo esporádicas rachas de aire fresco rompían esa quietud de muerte que impregnaba cada rincón de la geografía inmediata expuesta ante nuestros ojos.
Chico, Ginés y Jose María salieron tras de mí.
El menor de los hermanos Piñero blandió el instrumento sonoro.
-¿Quién grita?-preguntó.
-¿Quién grita, cabrón? –era Ginés quien hablaba mientras introducía su meñique derecho en el oído intentando –supuse- aliviar el intenso dolor de tímpano-. ¡Pues tú, que lo haces de puta madre!
Aplaudimos en silencio la idea. Habida cuenta de que Ginés permanecía parcialmente conmocionado y aún experimentaba leves aunque incómodas convulsiones y de que mi cuñado Jose María tenía la boca llena, ocupado como estaba en terminar una bandeja de empanadillas caseras de atún con pisto, la elección de Chico como  responsable de la llamada nos pareció la más acertada.
-¡Weeeeeeeeeeeoooooooo!
El mundo de la ópera había perdido una excelente oportunidad de contar con una estrella fulgurante. La voz de Chico Piñero se expandió poderosa y turbadora  hasta las alturas de los edificios colindantes.
-¡Weeeeeeeeeeoooooooo! –repitió.
La estampa del fornido mozo emitiendo su críptica llamada mientras exhibía en su otra mano su ya inseparable y característico hueso de jamón, adquiría ahora una épica grandeza a la que ninguno podíamos sustraernos. Chico se había transfigurado ahora en un moderno semidios, en un gigante, en un imponente jefe vikingo llamando a sus tropas a la batalla o indicándoles el camino hacia el Valhalla.
-¡Weeeeeeeeoooooooo! –insistió una vez más.
Escrutábamos con la mirada las alturas; cada ventana, cada terraza, el posible movimiento de un visillo tras los centenares cristales oscuros y silenciosos que no hacían sino reflejar la oscuridad de nuestro propio destino y enmarcar con el hormigón de los edificios la cárcel en la que cumplíamos una condena que ninguno merecíamos.
¡Weeeeee…
-¡Vale, Chico! –interrumpió Ginés con los ojos llorosos-. Creo que es suficiente.
-Si -intervine yo, aliviado por el silencio mientras seguía barriendo con la mirada las líneas de ventanas-. Ya hemos visto la respuesta.
Noté la mano de mi cuñado en el hombro.
-No. No hemos visto nada.
Lo miré, sorprendido.
Enarcando las cejas e inclinando su poderosa cabeza hacia el extremo norte de la calle me exhortó a que centrara mi atención en un movimiento extraño sobre el pavimento a unos escasos ciento cincuenta metros en la dirección indicada.
Un enjambre silencioso se abría paso entre los vehículos calcinados y los cadáveres diseminados que ocupaban buena parte de la superficie de cemento  y las aceras de la calle. Una marabunta siniestra caminaba atropellada y a trompicones, lenta pero inexorablemente en dirección a nosotros. Cientos de bestias con aspecto remotamente humano y ojos vacíos del color de la lluvia buscaban el origen de la llamada. Oteaban sin lógica y trataban de olisquear el aire, pero eran sus oídos los que les guiaban directamente hacia nosotros y hacia nuestro heraldo de la muerte, el hombre de la garrafa recortada y pulmones de barítono.
-¡Mierda! –exclamé.
-¡La que hemos liado! –apostilló Jose María.
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El capitán Perea caminaba con la cautela de los que ya se han cruzado con la muerte en una calle estrecha. Era como si la propia muerte le hubiera dado una palmada en el hombro al pasar a su lado y se hubiera perdido en las tinieblas con un “Nos vemos pronto, amigo”.
Había pasado por esto antes; había perdido a hombres por los que no habría dudado en arrancarse un brazo. Su carisma de soldado y su asombrosa inteligencia, asociadas a un exquisito tacto y a una habilidad extraordinaria para reaccionar de forma rápida y efectiva en las situaciones más imprevisibles y peligrosas la habían convertido en un personaje mítico en las unidades a las que había tenido en suerte pertenecer desde su ingreso en el ejército. Perea era sinónimo de efectividad y de profesionalidad. Perea era el paradigma del éxito en la batalla. Decir Perea era decir “Misión cumplida”.
Pero esto era distinto. Un enemigo cruel y despiadado, brutal e inconcebible arrancaba la vida a sus muchachos y esparcía las cenizas de su desesperación sobre cabezas arrancadas y miembros despedazados. El enemigo no empleaba otra estrategia que la irracionalidad más desconcertante y una especie de odio salvaje y animal que él, desde luego, no había conocido antes.
Juraría venganza. Martín y Martínez no habrían entregado sus almas al diablo sin que él al menos se llevara por delante a unos cuantos de esos malditos engendros repugnantes y  babosos.
Apretó el botoncillo de su radiotransmisor.
-¡Volvemos al laboratorio!
Los pasillos del hospital, usualmente repletos de personal y de pacientes, eran ahora un infecto laberinto cuajado de cadáveres y el silencio se erigía en una especie de sintonía macabra, densa y fatal.
Mientras caminaba hacia el lugar donde aguardaban el jefe Cobreros, el doctor Hernández y la recién encontrada doctora Solís, custodiados por un par de hombres, se preguntó si el plan de transportar el material necesario para la investigación hasta el cuartel general en las Torres no habría de ser reconsiderado. Con dos hombres menos, las posibilidades de éxito se verían mermadas peligrosamente, tanto para la misión como para los miembros restantes del grupo.
Quizá lo mejor sería despejar el laboratorio de cadáveres y de elementos hostiles en un radio conveniente y tratar de hacer del lugar un enclave seguro en el que ese tipo del pijama y la chica de la bata blanca pudieran encerrarse a trabajar. En un par de horas, empleándose a fondo, podrían sellar la zona. No era más que un procedimiento típico y ya conocía de sobra el protocolo. Hablaría con el mando en las Torres y solicitaría un cambio de órdenes.
Se detuvo en seco.
Acababa de escuchar un golpe en la zona de los ascensores a la que se aproximaba.
Volvió a oírlo.
Empuñó con fuerza el arma y dobló la esquina.
Un hombre con los brazos desgarrados y la ropa hecha jirones se daba de cabezazos contra la máquina expendedora cuya luz chisporroteaba con irregulares destellos mientras emitía pequeños zumbidos sonoros como los que producen las chicharras en las noches de verano.
Perea se acercó sigilosamente y propinó un soberbio culatazo en la parte posterior de la cabeza del desgraciado que se abrió como una sandía madura contra el vidrio de la máquina de refrescos y aperitivos.
El monstruo cayó al suelo. Fue una caída sin gracia, desmañada, poco teatral. Perea habría agradecido un poco de dramatismo, una cierta resistencia, un poco de lucha. Matar se estaba convirtiendo en algo aburrido.
Antes de reanudar el camino se quedó un par de minutos contemplando el interior de la curiosa máquina, ahora sin el cristal protector que había caído sobre el hombre de los harapos en el suelo.
“Mira por dónde” pensó.
Se apoderó de un par de barritas de “Toke” y de una lata de “Aquarius”.
Por los pasillos en penumbra del silencioso hospital comarcal de Melilla, los pasos del intrépido capitán Perea se confundían con una curiosa melodía que comenzó a canturrear mientras abría la primera chocolatina.
-De las glorias deportivas que campean por España, va el Madrid con su bandera, limpia y blanca que no empaña…
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-¿Te importa?
El coronel Escámez le tendió el transmisor a la sinuosa  subcomisario Maloles del Campo. La bella peliroja agarró el artefacto y apretó el botón rojo.
-¡Torres para Gin-tonic! Cambio.
La respuesta no se hizo esperar.
-¡Aquí Gin-tonic! ¿Alguien sabe qué coño está pasando? ¡Esto es una locura! Cambio.
- Te habla la subcomisario Del Campo. ¿Cuál es vuestra situación? Cambio.
-¿Nuestra situación? ¿Quiere que le diga cuál es nuestra situación? Pues mire, estábamos holgazaneando por el hotel en nuestra tarde libre y estábamos hasta los huevos de no poder estar en Alicante tomando horchata con polvorones, que es lo que más nos gusta en esta puta vida, cuando todo el mundo empezó a dar bocados al personal a diestro y siniestro. Tuvimos que liarnos a tiros con toda la peña. He matado yo mismo a casi media docena de mis propios compañeros. ¿Le gusta nuestra situación? ¡Cambio!
-Todo es un caos, muchacho –trató de condescender la bella policía de hermosos ojos marrones-. Tratamos de organizar esto a la mayor brevedad posible. Hay un mando militar establecido y un grupo de personas muy capaces haciendo lo imposible por dar con una solución.
El coronel Javier Escámez admiraba tanto sus vertiginosas curvas como el sensual acento con el que trataba de apaciguar al iracundo inspector Bautista.
-¿Por qué habéis dejado el hotel? ¿No era seguro? Cambio.
-Pensamos que podíamos hacer algo mejor que atrincherarnos y bajamos a la calle. Hemos encontrado supervivientes. Cambio.
-Tratad de traerlos hacia aquí. Las Torres, de momento, son el lugar más seguro. Cambio y corto.
Escámez aplaudió en silencio la decisión de la pelirroja.
La subcomisario sacó un lápiz dorado “Color Riche Rose Perle” de Loreal  y comenzó a repasar coquetamente el contorno de sus labios casi perfectos.
-A los míos hay que saber hablarles. No son soldados. ¡Ya sabes!
“Desde luego que sabía hablarles” pensó Escámez, enjugándose una gota de sudor en la sien derecha. De repente estaba sintiendo calor.
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El inspector Bautista Morales transmitió las órdenes.
-Nos vamos para las Torres del Quinto Centenario.
-¿Y este tio, jefe? ¿Se viene con nosotros?
El hombre jadeaba como un poseso. Tenía las manos ensangrentadas y las venas del cuello inflamadas por la tensión.
Pero era un humano.
O casi.
Cuando los escasos miembros del grupo “Gin-tonic” consiguieron abrirse paso hacia el exterior del hotel, para entonces convertido en una ratonera mortal, tuvieron que vérselas con grupos irregulares de ´”caníbales”  que campaban por las inmediaciones del establecimiento hotelero, devorando a quienes encontraban a su paso.
Al llegar al conocido como “Pasaje Avenida”, un pasadizo estrecho que atravesaba un enorme edificio modernista desembocando en la avenida principal de la ciudad, un insólito espectáculo les había sorprendido en toda su extraordinaria e insólita grandeza.
De una pequeña joyería situada a la entrada del mismo, un tipo extraño con la mirada torva y una energía felina y desconcertante, arremetía a guitarrazos contra cuantos monstruos se acercaban a la tienda. En el interior de la misma, un aparato de música reproducía a todo volumen “The thrill is gone” de B. B. King, “El rey del blues”.
Aparentemente atraídos por la música, el número de “caníbales” iba aumentando progresivamente, lo cual no parecía preocupar al enajenado individuo.
Los restos de, al menos cuatro guitarras eléctricas se mezclaban en el suelo, con los fluidos y los restos de masa encefálica de sus sucesivos agresores.
El inspector Bautista Morales contempló como hipnotizado cómo se deshacía de una fantástica “Fender” en su tradicional y atractivo color madera tras haberla reventado contra el cráneo de un caníbal vestido con una vistosa cazadora de la Cruz Roja.
Cada vez que el joyero asalvajado daba por finalizada la existencia de una de sus guitarras, volvía al interior de la tienda para aparecer a los pocos segundos con otra distinta a la que daba un trato similar.
El jefe Bautista logró calmarlo una vez sus muchachos se hicieron dueños de la situación.
-¡Vamos caballero! ¡No podemos seguir aquí! –trató de tranquilizarlo rodeándole por los hombros.
El joyero se puso la última guitarra al hombro y agachó la cabeza pesaroso y exhausto.
Comenzaron a caminar en silencio.
El inspector Bautista abría la marcha.
A los pocos minutos sintió una mano en el hombro. Se detuvo.
-¡Oiga! ¿A usted le gusta el blues?
-No mucho. La verdad.
-¡No puede ser! Mire usted,  el blues es como una filosofía. El blues es…
Una nueva pesadilla se cernía sobre el grupo “Gin tonic”.

Una pesadilla… inimaginable.