25
de Diciembre
El
silencio se había apoderado de los presentes y la sangre se había congelado en
las venas de cada uno de los recluidos en el interior de la pequeña tienda de
ultramarinos. La masa siseante y putrefacta de cadáveres ambulantes se dirigía,
guiada por los últimos ecos de la llamada de Chico Piñero, hacia esa suerte de “sancta
sanctorum” en que se había convertido el popular colmado del número once de la
calle Carlos V.
-Si
se plantan aquí delante estamos
perdidos- acabé por indicar.
No
era, desde luego una observación muy elaborada, antes bien, respondía a la
constatación de un hecho evidente, reforzado por la idea de que tanto nuestro
número como nuestra peculiar idiosincrasia distaban mucho de ser las óptimas
para un hipotético grupo de defensa armada.
-¿Y
qué hacemos? –intervino Jose María que, extrañamente no estaba engullendo nada.
Ginés
inició una rápida inspección por las estanterías del fondo del local. Le vimos
perderse entre los cubos, las servilletas de papel, las fregonas, los trapos y
los productos de limpieza.
Rosa
siguió los pasos del militar.
-Coge
esos tarros de alcohol –señaló Ginés a la bella agente de seguros.
La
chica se apoderó de una decena de frascos de plástico de 250 mililitros cada
uno. Ginés, simultáneamente recogía en una bolsa de plástico amarillo todos los
trapos de cocina existentes en el local.
-¿Qué
se te está ocurriendo, Ginés?
-Vamos
a darles una buena bienvenida a esos hijos de puta. ¿Has oído hablar de los “cocteles Molotov”?
-¡Ginés!
¡Eres la leche!
Fueron
depositando los frascos y los trapos en el mostrador, ante la mirada atónita de
Mari.
Pilar,
por su parte, sentada junto a Diego Piñero, seguía sin comprender qué insólito
proceso se estaba verificando en el interior del inconsciente empresario. Su
pulso se había regularizado completamente, la respiración había recuperado su
cadencia, habían desaparecido por completo los temblores y en su cara dormida
se dibujaba ahora una expresión de sosiego y de tranquilidad nada acordes con
el desconcierto y la incoherencia del momento. Lo más extraordinario de todo
era la excepcional rapidez con que la herida del brazo se había cerrado hasta
desaparecer por completo de forma que habría sido necesario un examen con
medios extremadamente sofisticados para detectar el menor indicio de la
horrible dentellada que había estado a punto de arrancarle el brazo tan sólo
unas horas antes.
Con
solícita ternura, la chica de ojos azules aplicaba un paño empapado en agua
fresca sobre la frente del durmiente y trataba mientras tanto de enterarse de
lo que estaban tramando sus compañeros de forzado cautiverio.
-¡Pedro! ¡Chico! ¡Jose! Necesito botellas de cristal vacías –dispuso
enérgico el cabo primero Berciano.
-Ginés
va a hacer cócteles Gorbachov –explicó Rosa.
-¿Os
abro unas aceitunas? –intervino Mari.
-No,
señora, gracias. Los cócteles son como una especie de bomba pero en plan
barato- trató de aclarar Ginés-. Se llenan las botellas con algo inflamable, se
les pone una mecha y se arrojan con fuerza hacia el objetivo. Son como pequeñas
granadas.
Chico
paseó su mirada por las estanterías repletas de botellas de bebidas
alcohólicas. Ron, whisky, licores variados…
-Todo
esto puede valer también, ¿no?
Jose,
el gigantón de ojos verdes y enormes espaldas asintió con la cabeza mientras el
joven del hueso de ibérico continuaba su
inspección ocular, dedicando ahora una mirada inquisitiva al apartado de las
cervezas de importación.
-¡Eso
no, Chico! ¡Eso no! La cerveza no arde y además, el vidrio de los botellines es
más duro y se rompe peor y… ¡No, hombre, no! Chico, la cerveza hay que
guardarla para… Hay que… ¿Sabes? Estas cosas…
La
aparente solidez del razonamiento consiguió que el menor de los hermanos Piñero
desistiera en su empeño por incluir en su inventario mental de sustancias
susceptibles de utilización como explosivos de fortuna a las más de cuarenta
variedades de cerveza existentes en el expositor.
El
fornido Jose María suspiró aliviado.
Comencé
por vaciar en el fregadero del pequeño cuarto de baño al fondo del local, más
de una docena de botellas de un excelente Rioja “López de Haro” del 2010 no sin
antes echarme al coleto un generoso trago de alguna de ellas. El dramatismo de
la situación no tenía, en principio, por qué colisionar con mi refinado gusto
por los mejores caldos de nuestro solar patrio. Además, tal y como estaban las
cosas, quizá fuera la última vez que me encontraba de frente con la oportunidad
de saborear un buen vino español.
El
resto del grupo se afanó en tareas similares bajo la sabia coordinación del pequeño
cabo primero de caballería Robles Berciano. El aire se llenó de un extraño olor
a alcohol que, poco a poco, fue disipando ese otro inquietante aroma que
produce el miedo en los seres humanos.
La
singular cadena de montaje se mostró efectiva y al cabo de una hora de trabajo
bien organizado, sobre el mostrador de cristal de “Ultramarinos Piñero” se
alineaba una cantidad apreciable de envases de vidrio rellenos con una curiosa
mezcla explosiva elaborada con una base de alcohol doméstico de 96 grados a la
que se habían añadido cantidades
variables de las más variadas bebidas espirituosas existentes en el mercado.
Del cuello de cada una de las botellas sobresalía una mecha fabricada con un
pedazo de trapo de cocina estampado con atractivos diseños de cuadritos
celestes, rosas, amarillos y verdes.
Ginés
impartió un cursillo acelerado sobre el manejo y lanzamiento de este tipo de
artefactos y en unos minutos estábamos preparados para llevar a cabo un extraño
y arriesgado contraataque.
-¡Chico!
Cuando estemos fuera, haz tu llamada un par de veces –ordenó el militar.
-¡Ha
dicho un par! ¡Que te conozco, Chico! ¡No te pases! –esta vez fue Jose María el
que intervino.
-¿Todos
preparados? –inquirió Gines, tratando por todos los medios de disimular un
pequeño temblor ocasionado por el nerviosismo en su pantorrilla derecha.
Entre
Jose y Rosa abrieron la puerta metálica y el grupo de “resistentes” pasó a
ocupar una posición cercana a la tienda, en el centro de la calzada. Miramos
hacia el norte. A unos escasos cien metros el enemigo acechaba expectante.
En
el interior tan sólo permanecían Diego y Pilar, la rubia de ojos seductores que
se había convertido en su ángel protector.
En
el zaguán, Mari, en cuyas manos descansaba ahora el ya legendario hueso de su
hijo Chico, mantenía la puerta semiabierta ante la posibilidad de que los
forzados artilleros tuvieran que iniciar una retirada estratégica algo
acelerada.
-¡Tened
ciudadito, niños! –exclamó. ¡Y no iros muy lejos!
-¡Ahora,
Chico!
La
voz de Ginés se escuchó firme y decidida y varios mecheros negros con un dibujo
del murciélago de “Ron Negrita” se encendieron a la vez.
-¡Weeeeeeeeooooooo!
¡Weeeeeeeeeoooooo!
La
poderosa voz del bigardo mocetón resonó magnífica e inmisericorde a través de
su megáfono de artesanía haciendo temblar los tímpanos de los presentes. Era la
llamada de un espíritu salvaje y ancestral, era la voz de una raza que podía
estar viviendo sus últimos momentos sobre la superficie de la Tierra, era la
voz de un animal acorralado y herido… pero peligroso.
EL
efecto fue el deseado. La manada de bestias supurantes detuvo su lento caminar
durante unos segundos que se nos hicieron interminables. Decenas de cabezas,
algunas cruelmente deformadas, se levantaron para otear el aire. Y después, como impulsados por un resorte
invisible, los monstruos se pusieron en
marcha.
Aceleraron
el paso.
-¿Ahora?
–Jose, con una botella de Rioja a punto de explotar en cada mano, se mostraba,
no sin razón, algo inquieto. Miraba de reojo al cabo Berciano.
Ginés
negó con la cabeza.
La
horda avanzaba amenazadora y letal.
Una
gota de sudor recorrió lentamente la sien del soldado hasta resbalar por encima
del tabique de su nariz aguileña y caer al suelo.
Ginés
ni siquiera parpadeaba.
Mi
corazón se contraía por momentos y palpitaba a un ritmo imposible.
En
el silencio de la tarde, el sonido de los intestinos de Jose María se había
convertido en una especie de un insólito contrapunto ante el repugnante siseo
de la masa de cadavéricos caminantes que se acercaba como una mortal y terrible
ola de destrucción.
-¿Ahora?
–esta vez fui yo quien habló.
Ginés
volvió a mover la cabeza a ambos lados.
-Mira,
Ginés, –exclamó Rosa sin desviar la mirada del avance de los monstruos- ¡como
me explote este puto coctel Karamazov en la mano, me voy a cagar en tu …
-¡Ahora!
La
orden llegó y suspiramos con alivio.
Los
proyectiles no tardaron en volar por el aire en la dirección prevista y en unos
minutos un nuevo olor, esta vez a carne quemada, se esparció por el aire.
El
sonido del cristal al quebrarse contra el duro adoquinado era invariablemente
seguido por un coro de voces guturales y quejumbrosas; los monstruos se
estremecían impotentes y terminaban por caer retorciéndose entre espasmos
incontrolados. Unos daban de dentelladas al que caía sobre ellos, otros se arrancaban a mordiscos
las partes que habían quedado impregnadas por el combustible ardiendo y
trataban de continuar caminando hasta que un nuevo proyectil les alcanzaba…
Una
buena provisión de combinados explosivos dio a la mayoría de los atacantes la
oportunidad de dejar este mundo para volar, chamuscados pero felices, hacia el
cielo de los monstruos, allá donde estuviere.
El
montón de desperdicios en que terminó por convertirse el batallón espectral de
engendros de ojos de mármol desprendía un hedor insoportable. Permanecimos
impasibles contemplando como, poco a poco, el humo iba disipándose.
Respiramos
profundamente y el olor de la demoníaca barbacoa no hizo sino llenarnos de una
incómoda sensación de lasitud. No teníamos ni las fuerzas ni la decisión para
mover un dedo.
-¿Qué?
–preguntó Mari, asomando el torso por la puerta de la tienda-. ¿Ya está?
Ninguno
contestamos.
Nuestros
cuatro pares de ojos no podían, por algún motivo inexplicable, apartarse de la
escena. Los cadáveres humeantes se amontonaban en una triste pira irregular
sobre la que se elevaba un telón gris de humo pestilente que impedía la
visibilidad más allá de la escena.
-¡Niños!
¿Qué pasa?
Mari
comenzaba a mostrase especialmente inquieta.
-¡Shhhhhhsssss!
–Ginés pidió silencio.
Aguardamos
inmóviles como estatuas de sal.
Empecé
a sentir un irracional escalofrío. Una creciente intranquilidad comenzó a
invadirnos súbitamente.
La
primera ráfaga de viento despejó parcialmente la calle de ese humo acre y
espeso con olor a muerte. La segunda terminó por revelar que no habíamos hecho
sino matar a un pequeño osezno desvalido y que, como todo el mundo sabe, detrás
de un pequeño osezno siempre hay una madre osa a quien no hay que enfurecer.
Habíamos
liquidado a varias decenas de monstruos pero una nueva oleada de cadáveres
caminaba ahora hacia nosotros. Y esta vez, el grupo era preocupantemente
numeroso.
La
madre osa quería venganza y sus fauces se exhibían amenazadoras y terribles
ante nuestra mirada atónita.
-¡Jodeeeeeer!
–se oyó la voz de Rosa.
-¡Mierda!
–dije yo.
-¿Y
ahora como hacemos con estos cabrones, Ginés? –Jose María interpeló a nuestro
ocasional jefe de operaciones-. Me parece que no hay en la tienda tanto
combustible y además, no tenemos tiempo para preparar más mierdas de estas.
Se
oyó un relincho a nuestras espaldas.
Nos
volvimos para contemplar la noble e
impresionante figura de “Black Rayo”, elevada sobre sus cuartos traseros en una
formidable estampa cuya nobleza contrastaba con la inexistente poesía del
momento.
El
animal cayó sobre sus cuatro patas y volvió a relinchar inquieto.
-¡Me
parece que tengo una idea!- terminó por hablar Ginés-. ¡Ven, viejo!
El
viejo alazán solitario se acercó a Ginés, agachando la cabeza en busca de una
caricia que ya sabía próxima.
Ginés
palmeó el costado de la bestia con suavidad y de un ágil salto subió a lomos
del bellísimo animal. Sujetó las riendas con cierto estilo cinematográfico.
-¡Dame
eso!
Chico
le entregó su megáfono de plástico.
-¡Rosa!
– esta vez señaló una de las botellas restantes en poder de la hermosa morena.
La
chica se la entregó y el pequeño soldado la introdujo bajo su cazadora
asegurándose de que la mecha permaneciera en su lugar.
-¡Ahora
vengo! ¡Meteros para adentro y quedaos en silencio!
Ginés
Robles y “Black Rayo” se alejaron al galope calle abajo.
A
lo lejos, un luminoso apagado de color rojo brillante con una enorme concha
dibujada junto a las letras “SHELL” en
amarillo, miraba desde arriba los callados surtidores de una pequeña estación
de servicio de la multinacional petrolera anglo neerlandesa Royal Dutch Shell.
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-¡Señor!
-¡Pasa,
niño!
Un
joven técnico de radio al que habían asignado la tarea de intentar asegurar las
comunicaciones con el resto de reductos resistentes en la ciudad asomó su
cabeza por la puerta del luminoso aunque frio despacho del coronel Escámez.
-¿Me
voy? –preguntó la subcomisario Del Campo haciendo ademán de levantarse de la
mesa de metal sobre la que descansaba parcialmente sentada sobre una esquina.
Escámez
denegó el cortés ofrecimiento de la escultural policía no sin antes dirigir una
furtiva mirada a la porción de pierna que quedaba al descubierto con el leve
movimiento de su ajustada falda.
-¡Ha
llegado esto!
El
soldado le ofreció una cuartilla mecanografiada.
-Se
lo he transcrito. Era un telex.
Escámez
leyó en silencio.
Estado Mayor del Ejército.
Jefatura de
los Sistemas de Información, Telecomunicaciones y Asistencia Técnica.
Orden
de evacuación. Máxima prioridad.
Queden
a la espera de nuevas órdenes.
Fin
de la comunicación.
El
Coronel Escámez le entregó el papel a la mujer de cabellos rojos teja.
-Anda,
lee. Te va a gustar.
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