25
de Diciembre
Los
eucaliptos centenarios de la calle Mar Chica enmarcaban un bonito paseo en leve
descenso hacia el este, por el que se llegaba, caminando apenas medio
kilómetro, hasta la playa.
Los
chicos comenzaron a andar, vacilantes y asustados; Pedro por delante, y la joven
de ojos azules y su madre, muy de cerca, codo con codo, tras el muchacho.
Los
cuerpos sin vida de decenas de personas, ofrecían un tristísimo espectáculo y
costaba trabajo apartar la mirada de los restos de los inocentes que habían
caído durante la tarde anterior y la larguísima noche que acababa de terminar.
-¿Todo
eso es gente? –preguntó Virginia entrecerrando los ojos y tratando de aclarar
en su mente las tortuosas imágenes que impactaban como siniestros obuses en su
ánimo maltrecho y en su cerebro abotargado por la tensión y la vigilia.
-¿Gente,
como? -preguntó Pedro, dirigiendo su mirada en la misma dirección.
-Gente
muerta- fue la respuesta.
Verdaderamente,
la superficie de asfalto que se extendía ante sus ojos, era el Marne, era El Álamo,
era la playa de Omaha. Era un cementerio a cielo abierto en una limpia mañana
de Diciembre que había sucedido a una noche de locura.
De
la puerta de un garaje a medio abrir en la acera derecha de la calle, llegaron los
aullidos fríos y desgarradores de alguien que parecía necesitar ayuda.
-¡Esperad
aquí! –la chica de los cuchillos de cocina en el cinto se adelantó a la peculiar
partida y se aproximó con extrema cautela al origen de los gritos. Desenvainó
el “Santoku” de hoja de acero reforzada-. ¿Hola?
-¡Mi
hijo! ¡Por favor! ¡Ayudadme!
Había
una joven de no más de treinta años, sentada en el suelo, sobre un charco
oscuro de color rojizo. La mujer se había envuelto el brazo izquierdo en una
toalla blanca por encima de la cual rezumaba demasiada sangre. Se adivinaba la
amputación de la parte inferior, a unos escasos cuatro o cinco centímetros por
debajo del codo.
-¡Cálmese,
señora! Eso no es nada- el muchacho
intentó tranquilizar a la mujer.
-¡Pedrito!-
intervino su hermana susurrando al oído del chico- ¡Si le falta medio brazo!
-Ya. Pero, ¿qué
le voy a decir para animarla? ¿Qué puede escribir con la otra mano?
Virginia se
acercó hasta la mujer. Se agachó sobre la pobre muchacha y apartó un par de
mechones de cabello rubio que impedían verle el rostro. Era hermosa. Sus labios
eran carnosos y sonrosados. Su tez, algo pálida, era suave y exenta de
impurezas. Sus dientes, casi perfectos, y sus ojos… sus ojos habían perdido el
color y estaban tornándose opacos y blanquecinos como la luna cuando está muy
alta en las noches de invierno.
-¡Mi hijo!
–suplicó-. ¡Encontradlo!
La mujer señalaba
con el único brazo de que disponía en dirección al comienzo de la calle.
-¡Por allí!
–explicaba a duras penas. La voz se entrecortaba y su cuerpo menudo comenzaba a
sufrir espasmos irregulares que la obligaban a estirar el cuello en una
posición indudablemente dolorosa.
-Mamá –fue Rocio
la que habló,- a esta pobre hay que matarla.
-Pero si…
-¡Lo que tú
digas!-interrumpió la chiquilla del cuchillo en ristre-. ¡Pero estoy harta de
verlo en las películas! ¡Y no te acerques tanto!
-Rocío, ¿cómo la
vamos a matar? ¿Estás loca?
-¡Qué si, Virgi!
–esta vez fue Pedro el que habló-. Se está poniendo fatal. En las pelis, antes
de que se pongan así hay que cargárselos.
-¡Pero bueno! ¡Estáis zumbados! ¡Que pelis ni que… -Virginia
no consiguió terminar su frase. La mujer sentada agarró con fuerza la manga de
la sudadera azul de la madre de los chicos e intentó atraerla hacia su boca, chasqueando
ahora los dientes de manera frenética y babeando un desagradable y
sanguinolento fluido de color negro como la muerte.
Virginia comenzó
un violento forcejeo con su agresora, intentando mantener la cabeza de la chica
a una distancia prudencial y tratando de
hacer lo posible para que las mandíbulas no se cerraran en torno a su
brazo atrapado.
No obstante, las
mandíbulas y la chica no permanecieron juntas por mucho rato. Desde el interior
del garaje, con una rapidez casi felina y la fuerza que, en ocasiones,
proporciona la desesperación, el menor
de los Bueno Ruiz emergió armado de un pesado mazo cuyo peso descargó
certeramente sobre la cara de la salvaje.
El cuerpo de la
chica de los labios carnosos y sonrosados quedó ahora inerte y cayó al suelo
con el ruido incómodo de una fantasmal muñeca de trapo.
-Me parece que me
llevo el cacharro este –argumentó Pedro Bueno Junior, contemplando admirado el
mazo y terminando de despegar algunos restos de carne y un par de molares
adheridos a la cabeza del pesado artilugio.
Y comenzó a caminar.
-Virginia –terció
Rocio. Utilizaba el nombre de su madre cuando quería conceder cierta seriedad a
sus palabras-. Este niño siempre se tiene que meter por en medio. ¡La iba a
matar yo!
-Shhhh! Vámonos de aquí. Y hacedme el favor de no
liarla. ¡Bastante tenemos ya!
Reanudaron la
marcha.
El silencio era
ahora el dueño absoluto del paisaje, cuajado de cadáveres y salpicado con
sangre. Sólo las pisadas de los caminantes rompían esa preocupante, monótona y
silente quietud que impregnaba el aire bajo las copas de los altísimos árboles
del paseo.
Pasaron algunos
minutos. Virginia levantó la mano derecha y detuvieron el avance. Había visto
algo.
Había visto a
alguien.
Caminaba con ese
andar inseguro y tambaleante de los niños pequeños que causa tanta gracia a los
mayores. Era menudo; vestía un pantalón corto que dejaba al aire unas
pantorrillas rollizas y poderosas para alguien de su edad. El chiquillo tenía
el pelo rubio y liso. Vestía un gracioso suéter de manga corta con gruesas
franjas horizontales verdes y grises.
Lo llamaron, pero
aún estaban un poco lejos.
El chaval no
pareció oírles. Siguió caminando.
Apresuraron el
paso y volvieron a intentar llamar su atención.
La chica de ojos
celestes se llevó la mano derecha a la boca y, flexionando dos dedos bajo la
lengua, sopló con fuerza. Un silbido ensordecedor estalló como un latigazo por toda
la calle.
El niño de
detuvo. Se volvió. Y entonces vieron su cara. Era apenas un bebé, un precioso
bebé con ojos de mármol blanco. Llevaba
los labios manchados de sangre y masticaba a duras penas los pedazos que
conseguía arrancar del brazo de mujer que llevaba en sus pequeñas manos de
ángel.
Ni siquiera el
ruido del motor del extraño vehículo que se acercaba consiguió que desviaran su
atención del joven monstruo.
Ni eso, ni la voz
de Nino Bravo cantando “América”.
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El doctor
Hernández asió con delicadeza la mano de la atractiva doctora Solís y trató de
tomarle el pulso. Era muy débil. El corro de soldados contemplaba la escena sin
dejar de escrutar los rincones del laboratorio en busca de potenciales amenazas
para la misión que les ocupaba.
Alejandro
Hernández propinó una leve bofetada en la cara de la joven. No surtió el efecto
deseado. Probó de nuevo, intensificando la fuerza del gesto. La doctora siguió
sin recuperar la consciencia.
-Déjeme doctor
–intervino decidido el adusto Santiago Cobreros, apartando momentáneamente al
galeno del pijama a rayas y el chaleco antibalas, y propinando un sonoro e
intenso golpe con la mano abierta sobre las mejillas lívidas de la chica.
El cuello de la
mujer sufrió una repentina sacudida. Tosió y cerró los ojos con fuerza para, en
un par de segundos, abrirlos totalmente. Miró en silencio a los presentes. La
belleza de esa mirada profunda y penetrante hizo que el hombre del traje negro
se estremeciera de pies a cabeza con una intensidad que no recordaba haber
experimentado desde hacía demasiado tiempo. Por su cabeza pasaron de inmediato
las imágenes, ensombrecidas por el tiempo, de Hun Shao, aquella pequeña y fogosa
vietnamita de piel de seda y ojos de serpiente a quien tuvo que abandonar en
plena selva de Quang Ninh en el 96, de Irina Bietleskaya, la agente soviética
con quien había compartido sexo y explosivos en aquella misión en Kabul en el
98, de Magdalena Pryor, la sensual agente de la DEA con quien se aventuró en
los dominios de las FARC colombianas en el 2001; ella cerró en la espalda de su
hombre una herida de machete casi mortal y él abrió en el corazón de ella una
aún más profunda.
Ahora, la doctora Solís, removía sensaciones
demasiado poderosas en su endurecido ánimo de asesino y de soldado.
Y era el peor momento.
-¡Ayudadle! –la
chica por fin habló.
-¿Está usted
bien, señorita? –habló el comandante Payán.
La doctora asintió
con la cabeza.
-¿Ha hecho usted…
todo esto? –inquirió el capitán Perea mientras señalaba con la punta de su
subfusil la carnicería expuesta cruelmente en derredor del grupo.
-Fue
Antonio-respondió resuelta-. Tenéis que ayudarle. Fue él. Se volvieron todos
locos y el me ayudó.
La chica hablaba
con esfuerzo, pero parecía irse recuperando por momentos.
-Terminó con
estos y se fue hacia la entrada principal. Había muchos. Demasiados. Y estaba
él solo. ¡Ayudadle, por el amor de Dios! Lleva una bata blanca con sus
apellidos bordados en azul: García Castillo.
-Bien, supongo
que podemos perder unos minutos en tratar de encontrar al artista –explicó
Perea-. ¡Martín, Martínez, a los aparcamientos! ¡Mengual, a la ventana!
¡Cúbrelos! ¡Ruiz, ven conmigo!
El grupo procedió
con rapidez extrema y en unos segundos habían iniciado el despliegue según las
órdenes del atractivo capitán Perea.
El hombre del
traje negro tomó con suavidad la mano de la maltrecha doctora, aún sentada en
el suelo. Se acomodó a su lado e intentó tranquilizarla.
-No se preocupe.
Encontraremos al doctor Castillo y le echaremos una mano.
La soldado
Mengual, acodada en el alféizar de la ventana, utilizaba unos prismáticos
“Zeiss” de su equipo reglamentario para barrer el área de los aparcamientos del
hospital, por delante de la entrada principal del mismo.
Grupos de
“caníbales” deambulaban erráticos por entre los vehículos estacionados en toda
la zona. Mengual contuvo la respiración y giró la ruedecilla de enfoque para
conseguir una imagen más nítida de la espantosa escena que se estaba
produciendo a unos escasos cincuenta metros de su puesto de observación.
Un hombre
ataviado con la característica bata blanca del estamento médico se afanaba en
la repugnante tarea de devorar con verdadera fruición una mano humana. Trató de
leer las letras azules sobre el bolsillo delantero. “García Cas…” Una mancha de
sangre impedía la lectura completa.
“Echarle una
mano”-pensó la soldado. “Sí. Le va a hacer falta”.
La soldado
Mengual tardó aún unos segundos en constatar un hecho aún más sobrecogedor. El
amasijo de carne y huesos que despedazaba el Doctor García Castillo,
agarrándolo fieramente con su mano izquierda,
era… su propia mano derecha.
Ajeno al
dramatismo del momento, el hombre del traje negro acariciaba con suavidad la
mejilla de la chica aún conmocionada. Desvió la mirada hacia sus finos dedos de
pianista. No llevaba anillo alguno, pero en su anular derecho, persistía
la leve marca que suele dejar una
alianza de matrimonio tras el uso prolongado.
-Es usted… muy
guapa- acertó a decir al fin con cierta torpeza.
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-Pilar, mira esto
–Rosa atrajo la atención de la belleza nórdica y retiró el apósito que cubría
la herida en el brazo de Diego Piñero.
Ambas
contemplaron atónitas la increíble transformación que se había producido en la
extraordinaria cicatriz causada por la mordedura del desgraciado cuyos restos
descansaban ahora y para siempre en las tripas de aquellos caníbales que
pululaban en los alrededores de la tienda de ultramarinos de los Hermanos
Piñero.
La rojez en torno
a la dentellada había desaparecido casi por completo, al igual que la
hinchazón. La carne se había soldado milagrosamente y los bordes de la herida
estaban uniéndose con extrema rapidez.
La respiración
del muchacho se había estabilizado y la expresión de su rostro era ahora de una
placidez casi preocupante.
Mari, la madre
del infortunado se acercó al grupo.
-Si veis que se
despierta me lo decís y le hago un caldito- pidió.
Pilar y Rosa
volvieron a poner la venda en su sitio para evitar que Mari viera lo que estaba
pasando. Fuera lo que fuera, no era normal.
-Señora
–intervino Ginés que, junto a Chico y su inseparable hueso de jamón ibérico,
vigilaban tras la persiana el exterior de la calle-. ¿Ha dicho usted un
caldito?
-Ginés –tercié-,
déjate de calditos ni de leches y vamos a ir pensando lo que hacemos. Porque
habrá que hacer algo, ¿no? Deberíamos elaborar un plan. Aquí no nos podemos
quedar para siempre.
Jose María, que
intentaba calmar su nerviosismo con frecuentes paseos por delante de la
estantería de las cervezas, oyó la conversación y giró la cabeza con repentina
curiosidad y una casi imperceptible dosis de tristeza.
-¿Ah, no?
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