sábado, 22 de marzo de 2014

Capítulo 10 Las manos del mal.


25 de Diciembre
Los eucaliptos centenarios de la calle Mar Chica enmarcaban un bonito paseo en leve descenso hacia el este, por el que se llegaba, caminando apenas medio kilómetro, hasta la playa.
Los chicos comenzaron a andar, vacilantes y asustados; Pedro por delante, y la joven de ojos azules y su madre, muy de cerca, codo con codo, tras el muchacho.
Los cuerpos sin vida de decenas de personas, ofrecían un tristísimo espectáculo y costaba trabajo apartar la mirada de los restos de los inocentes que habían caído durante la tarde anterior y la larguísima noche que acababa de terminar.
-¿Todo eso es gente? –preguntó Virginia entrecerrando los ojos y tratando de aclarar en su mente las tortuosas imágenes que impactaban como siniestros obuses en su ánimo maltrecho y en su cerebro abotargado por la tensión y la vigilia.
-¿Gente, como? -preguntó Pedro, dirigiendo su mirada en la misma dirección.
-Gente muerta- fue la respuesta.
Verdaderamente, la superficie de asfalto que se extendía ante sus ojos, era el Marne, era El Álamo, era la playa de Omaha. Era un cementerio a cielo abierto en una limpia mañana de Diciembre que había sucedido a una noche de locura.
De la puerta de un garaje a medio abrir en la acera derecha de la calle, llegaron los aullidos fríos y desgarradores de alguien que parecía necesitar ayuda.
-¡Esperad aquí! –la chica de los cuchillos de cocina en el cinto se adelantó a la peculiar partida y se aproximó con extrema cautela al origen de los gritos. Desenvainó el “Santoku” de hoja de acero reforzada-. ¿Hola?
-¡Mi hijo! ¡Por favor! ¡Ayudadme!
Había una joven de no más de treinta años, sentada en el suelo, sobre un charco oscuro de color rojizo. La mujer se había envuelto el brazo izquierdo en una toalla blanca por encima de la cual rezumaba demasiada sangre. Se adivinaba la amputación de la parte inferior, a unos escasos cuatro o cinco centímetros por debajo del codo.
-¡Cálmese, señora! Eso no es nada-  el muchacho intentó tranquilizar a la mujer.
-¡Pedrito!- intervino su hermana susurrando al oído del chico- ¡Si le falta medio brazo!
-Ya. Pero, ¿qué le voy a decir para animarla? ¿Qué puede escribir con la otra mano?
Virginia se acercó hasta la mujer. Se agachó sobre la pobre muchacha y apartó un par de mechones de cabello rubio que impedían verle el rostro. Era hermosa. Sus labios eran carnosos y sonrosados. Su tez, algo pálida, era suave y exenta de impurezas. Sus dientes, casi perfectos, y sus ojos… sus ojos habían perdido el color y estaban tornándose opacos y blanquecinos como la luna cuando está muy alta en las noches de invierno.
-¡Mi hijo! –suplicó-. ¡Encontradlo!
La mujer señalaba con el único brazo de que disponía en dirección al comienzo de la calle.
-¡Por allí! –explicaba a duras penas. La voz se entrecortaba y su cuerpo menudo comenzaba a sufrir espasmos irregulares que la obligaban a estirar el cuello en una posición indudablemente dolorosa.
-Mamá –fue Rocio la que habló,- a esta pobre hay que matarla.
-Pero si…
-¡Lo que tú digas!-interrumpió la chiquilla del cuchillo en ristre-. ¡Pero estoy harta de verlo en las películas! ¡Y no te acerques tanto!
-Rocío, ¿cómo la vamos a matar? ¿Estás loca?
-¡Qué si, Virgi! –esta vez fue Pedro el que habló-. Se está poniendo fatal. En las pelis, antes de que se pongan así hay que cargárselos.
-¡Pero bueno!  ¡Estáis zumbados! ¡Que pelis ni que… -Virginia no consiguió terminar su frase. La mujer sentada agarró con fuerza la manga de la sudadera azul de la madre de los chicos e intentó atraerla hacia su boca, chasqueando ahora los dientes de manera frenética y babeando un desagradable y sanguinolento fluido de color negro como la muerte.
Virginia comenzó un violento forcejeo con su agresora, intentando mantener la cabeza de la chica a una distancia prudencial y tratando de  hacer lo posible para que las mandíbulas no se cerraran en torno a su brazo atrapado.
No obstante, las mandíbulas y la chica no permanecieron juntas por mucho rato. Desde el interior del garaje, con una rapidez casi felina y la fuerza que, en ocasiones, proporciona la desesperación,  el menor de los Bueno Ruiz emergió armado de un pesado mazo cuyo peso descargó certeramente sobre la cara de la salvaje.
El cuerpo de la chica de los labios carnosos y sonrosados quedó ahora inerte y cayó al suelo con el ruido incómodo de una fantasmal muñeca de trapo.
-Me parece que me llevo el cacharro este –argumentó Pedro Bueno Junior, contemplando admirado el mazo y terminando de despegar algunos restos de carne y un par de molares adheridos a la cabeza del pesado artilugio.  Y comenzó a caminar.
-Virginia –terció Rocio. Utilizaba el nombre de su madre cuando quería conceder cierta seriedad a sus palabras-. Este niño siempre se tiene que meter por en medio. ¡La iba a matar yo!
-Shhhh!  Vámonos de aquí. Y hacedme el favor de no liarla. ¡Bastante tenemos ya!
Reanudaron la marcha.
El silencio era ahora el dueño absoluto del paisaje, cuajado de cadáveres y salpicado con sangre. Sólo las pisadas de los caminantes rompían esa preocupante, monótona y silente quietud que impregnaba el aire bajo las copas de los altísimos árboles del paseo.
Pasaron algunos minutos. Virginia levantó la mano derecha y detuvieron el avance. Había visto algo.
Había visto a alguien.
Caminaba con ese andar inseguro y tambaleante de los niños pequeños que causa tanta gracia a los mayores. Era menudo; vestía un pantalón corto que dejaba al aire unas pantorrillas rollizas y poderosas para alguien de su edad. El chiquillo tenía el pelo rubio y liso. Vestía un gracioso suéter de manga corta con gruesas franjas horizontales verdes y grises.
Lo llamaron, pero aún estaban un poco lejos.
El chaval no pareció oírles. Siguió caminando.
Apresuraron el paso y volvieron a intentar llamar su atención.
La chica de ojos celestes se llevó la mano derecha a la boca y, flexionando dos dedos bajo la lengua, sopló con fuerza. Un silbido  ensordecedor estalló como un latigazo por toda la calle.
El niño de detuvo. Se volvió. Y entonces vieron su cara. Era apenas un bebé, un precioso bebé con  ojos de mármol blanco. Llevaba los labios manchados de sangre y masticaba a duras penas los pedazos que conseguía arrancar del brazo de mujer que llevaba en sus pequeñas manos de ángel.
Ni siquiera el ruido del motor del extraño vehículo que se acercaba consiguió que desviaran su atención del joven monstruo.
Ni eso, ni la voz de Nino Bravo cantando “América”.
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El doctor Hernández asió con delicadeza la mano de la atractiva doctora Solís y trató de tomarle el pulso. Era muy débil. El corro de soldados contemplaba la escena sin dejar de escrutar los rincones del laboratorio en busca de potenciales amenazas para la misión que les ocupaba.
Alejandro Hernández propinó una leve bofetada en la cara de la joven. No surtió el efecto deseado. Probó de nuevo, intensificando la fuerza del gesto. La doctora siguió sin recuperar la consciencia.
-Déjeme doctor –intervino decidido el adusto Santiago Cobreros, apartando momentáneamente al galeno del pijama a rayas y el chaleco antibalas, y propinando un sonoro e intenso golpe con la mano abierta sobre las mejillas lívidas de la chica.
El cuello de la mujer sufrió una repentina sacudida. Tosió y cerró los ojos con fuerza para, en un par de segundos, abrirlos totalmente. Miró en silencio a los presentes. La belleza de esa mirada profunda y penetrante hizo que el hombre del traje negro se estremeciera de pies a cabeza con una intensidad que no recordaba haber experimentado desde hacía demasiado tiempo. Por su cabeza pasaron de inmediato las imágenes, ensombrecidas por el tiempo, de Hun Shao, aquella pequeña y fogosa vietnamita de piel de seda y ojos de serpiente a quien tuvo que abandonar en plena selva de Quang Ninh en el 96, de Irina Bietleskaya, la agente soviética con quien había compartido sexo y explosivos en aquella misión en Kabul en el 98, de Magdalena Pryor, la sensual agente de la DEA con quien se aventuró en los dominios de las FARC colombianas en el 2001; ella cerró en la espalda de su hombre una herida de machete casi mortal y él abrió en el corazón de ella una aún más profunda.
 Ahora, la doctora Solís, removía sensaciones demasiado poderosas en su endurecido ánimo de asesino y de soldado.
 Y era el peor momento.
-¡Ayudadle! –la chica por fin habló.
-¿Está usted bien, señorita? –habló el comandante Payán.
La doctora asintió con la cabeza.
-¿Ha hecho usted… todo esto? –inquirió el capitán Perea mientras señalaba con la punta de su subfusil la carnicería expuesta cruelmente en derredor del grupo.
-Fue Antonio-respondió resuelta-. Tenéis que ayudarle. Fue él. Se volvieron todos locos y el me ayudó.
La chica hablaba con esfuerzo, pero parecía irse recuperando por momentos.
-Terminó con estos y se fue hacia la entrada principal. Había muchos. Demasiados. Y estaba él solo. ¡Ayudadle, por el amor de Dios! Lleva una bata blanca con sus apellidos bordados en azul: García Castillo.
-Bien, supongo que podemos perder unos minutos en tratar de encontrar al artista –explicó Perea-. ¡Martín, Martínez, a los aparcamientos! ¡Mengual, a la ventana! ¡Cúbrelos! ¡Ruiz, ven conmigo!
El grupo procedió con rapidez extrema y en unos segundos habían iniciado el despliegue según las órdenes del atractivo capitán Perea.
El hombre del traje negro tomó con suavidad la mano de la maltrecha doctora, aún sentada en el suelo. Se acomodó a su lado e intentó tranquilizarla.
-No se preocupe. Encontraremos al doctor Castillo y le echaremos una mano.
La soldado Mengual, acodada en el alféizar de la ventana, utilizaba unos prismáticos “Zeiss” de su equipo reglamentario para barrer el área de los aparcamientos del hospital, por delante de la entrada principal del mismo.
Grupos de “caníbales” deambulaban erráticos por entre los vehículos estacionados en toda la zona. Mengual contuvo la respiración y giró la ruedecilla de enfoque para conseguir una imagen más nítida de la espantosa escena que se estaba produciendo a unos escasos cincuenta metros de su puesto de observación.
Un hombre ataviado con la característica bata blanca del estamento médico se afanaba en la repugnante tarea de devorar con verdadera fruición una mano humana. Trató de leer las letras azules sobre el bolsillo delantero. “García Cas…” Una mancha de sangre impedía la lectura completa.
“Echarle una mano”-pensó la soldado. “Sí. Le va a hacer falta”.
La soldado Mengual tardó aún unos segundos en constatar un hecho aún más sobrecogedor. El amasijo de carne y huesos que despedazaba el Doctor García Castillo, agarrándolo fieramente con su mano izquierda,  era… su propia mano derecha.
Ajeno al dramatismo del momento, el hombre del traje negro acariciaba con suavidad la mejilla de la chica aún conmocionada. Desvió la mirada hacia sus finos dedos de pianista. No llevaba anillo alguno, pero en su anular derecho, persistía la  leve marca que suele dejar una alianza de matrimonio tras el uso prolongado.
-Es usted… muy guapa- acertó a decir al fin con cierta torpeza.
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-Pilar, mira esto –Rosa atrajo la atención de la belleza nórdica y retiró el apósito que cubría la herida en el brazo de Diego Piñero.
Ambas contemplaron atónitas la increíble transformación que se había producido en la extraordinaria cicatriz causada por la mordedura del desgraciado cuyos restos descansaban ahora y para siempre en las tripas de aquellos caníbales que pululaban en los alrededores de la tienda de ultramarinos de los Hermanos Piñero.
La rojez en torno a la dentellada había desaparecido casi por completo, al igual que la hinchazón. La carne se había soldado milagrosamente y los bordes de la herida estaban uniéndose con extrema rapidez.
La respiración del muchacho se había estabilizado y la expresión de su rostro era ahora de una placidez casi preocupante.
Mari, la madre del infortunado se acercó al grupo.
-Si veis que se despierta me lo decís y le hago un caldito- pidió.
Pilar y Rosa volvieron a poner la venda en su sitio para evitar que Mari viera lo que estaba pasando. Fuera lo que fuera, no era normal.
-Señora –intervino Ginés que, junto a Chico y su inseparable hueso de jamón ibérico, vigilaban tras la persiana el exterior de la calle-. ¿Ha dicho usted un caldito?
-Ginés –tercié-, déjate de calditos ni de leches y vamos a ir pensando lo que hacemos. Porque habrá que hacer algo, ¿no? Deberíamos elaborar un plan. Aquí no nos podemos quedar para siempre.
Jose María, que intentaba calmar su nerviosismo con frecuentes paseos por delante de la estantería de las cervezas, oyó la conversación y giró la cabeza con repentina curiosidad y una casi imperceptible dosis de tristeza.
-¿Ah, no?

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