24 de Diciembre ,
tarde.
Cerca de la
frontera sur de Melilla, la comúnmente conocida con Beni Enzar, un drama de
proporciones épicas se desarrollaba en el interior de un pequeño taller de
reparación de automóviles.
El primero de los
intrusos había hecho su aparición a eso de las seis de la tarde y Antonio pensó
que se trataba de una broma. Otra vez esos gilipollas ociosos de la tienda de
mantas de al lado, disfrazándose de cualquier cosa para echar el rato mientras
él se deslomaba por sacar adelante el negocio familiar.
-¿Qué pasa, Kader?
–había preguntado Antonio Giles con cierto enojo. Llevaba casi tres horas intentando
desguazar un siniestrado “Toyota Land Cruiser” gris perla y a estas horas de la
tarde, precisamente el día de Navidad, le quedaban muy pocas ganas de juerga.
Kader no había
contestado. Se había limitado a mirar fijamente, con ojos grises como la niebla,
al fornido mecánico cuyos gruesos bíceps manchados de grasa le conferían el imponente
aspecto de un moderno mandingo, y a dar unos pasos vacilantes y erráticos hacia
el interior del local con los brazos extendidos, uno de ellos, exhibiendo
impúdicamente los huesos del antebrazo
astillados cruelmente y envueltos en un irregular revoltijo de fibras y
capilares sangrantes.
Antonio reparó en
lo increíblemente conseguido que estaba el disfraz de su amigo. No era Papa
Noel, desde luego, pero tampoco habría esperado otra cosa de su vecino de la
tienda multiproducto que acompañaba en la acera al taller de “Giles
Reparaciones”.
-¡Hijoputa! ¡Qué
bien está el traje!
Antonio dejó
momentáneamente su tarea y contempló al recién llegado. En ese momento
aparecieron dos sujetos más. La mandíbula de uno de ellos, un muchacho de
apenas quince años, permanecía unida al resto de la cara por un débil colgajo
de carne putrefacta. Al otro le asomaban parte de los intestinos por las
múltiples rasgaduras en su camisa celeste con los cuellos blancos y una
banderita roja y gualda bordada en el
pecho. Kader, con sus huesos triturados y su expresión de espectro de película
barata ladeó el cuello como queriendo dar la bienvenida a los dos extraños.
Después, el trio de fantasmales aparecidos volvió sus ojos muertos hacia el
confundido reparador de autos.
No. Estos tipos
no estaban tomando parte en ningún concurso de disfraces. Su aspecto de almas
torturadas era demasiado real. Un incómodo escalofrío recorrió la espalda del
mecánico de la calle General Astilleros.
Con movimientos
suaves y sin desviar la mirada de sus eventuales visitantes, Antonio limpió sus
manos en la pernera del mono azul cobalto con profusas manchas oscuras.
Desplazó su mano izquierda hacia el montón de herramientas que había ido
depositando sobre el motor del “Toyota” durante toda la tarde. Buscó a tientas.
Desechó un par de llaves de bujía, un destornillador, tres o cuatro llaves
inglesas de variados tamaños… Terminó por decidirse por una enorme mordaza de
carraca de cuarenta y cinco centímetros de largo y unos seis kilos de peso.
En menos de diez
segundos, Kader, el pijo de la camisa celeste y las tripas fuera y el chaval de
la mandíbula a la virulé, habían terminado definitivamente su existencia en
este mundo y caminaban –suponía- hacia esa famosa luz al final del túnel.
Antonio se asomó
a la puerta del local sin soltar la pesada herramienta. Lo que vio le dejó
helado hasta la médula. Cientos de tipos parecidos a los que acababa de
despachar se aproximaban, implacablemente, hacia su pequeño taller de
reparaciones. Desde ambos lados de la avenida, la marea confusa de cadáveres deformes
y siniestros terminaría por obstruir cualquier vía de escape.
Se volvió, lanzó
la mordaza de carraca “Wolcraft, made in Germany” al suelo y bajó de un golpe la
sólida persiana de acero que dejaba el local herméticamente aislado.
Una diminuta gota
de sudor comenzó a recorrer la sien del cansado operario. La deshizo con el
pulgar de su mano derecha. Quedó en su lugar una oscura mancha de grasa.
Por su mente
pasaron entonces las imágenes de una película que recordaba muy bien. Mayte, su
mujer se la había regalado junto con un carísimo reproductor de DVD unos años
antes. “Los intocables de Elliot Ness”. Aquel tipo del Departamento del Tesoro
de Estados Unidos no paraba de darle por saco al bastardo de Capone, utilizando
un camión transformado en excavadora para destrozar los almacenes ilegales de
alcohol del ubicuo mafioso de Chicago.
En sus labios
rectos y carnosos se dibujó una especie de sonrisa traviesa. Localizó con la
mirada el soldador industrial que solía utilizar en los arreglos de chapa, cada
día más frecuentes, y se dirigió al fondo del local. Bajo una gruesa lona de
color claro se adivinaban las líneas soberbias y magníficas de un vehículo
legendario.
Antonio Giles se
cubrió los ojos con una máscara de soldadura, conectó la máquina, dejó que una
hermosa y potente llama azul se dibujara ante sus ojos y deslizó la pieza de
gruesa tela beige hacia un lado, dejando a la vista la portentosa figura de un
enorme y soberbio “Citroen DS” más conocido como “Tiburon”.
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___
24 de Diciembre,
madrugada.
El silencio se
veía ocasionalmente interrumpido por aullidos profundos y prolongados. Era un
coro demoníaco de lamentos incomprensibles y desgarradores que se elevaban
hacia el cielo sobre la ciudad con una
repulsiva diacronía.
Las calles,
otrora paradigma de la cordialidad y la coexistencia pacífica, se habían
convertido ahora en un peligroso campo de exterminio por el que caminaban
confundidos y ausentes cientos de extraños seres sedientos de sangre y hambrientos
de carne humana.
El helicóptero
sobrevoló la plaza de España. A unas escasas decenas de metros por encima del
pavimento, el grupo de soldados capitaneado por Juan de Dios Perea contenía la
respiración. El comandante Payán se había unido al grupo.
Congregados en la
parte más próxima al puesto de pilotaje, Perea y Payán escuchaban atentamente
las explicaciones del hombre del traje negro que, despojado de su sobria
americana de seda italiana de “Ermenegildo Zegna”, intentaba, mientras hablaba,
sujetar a su espalda la correa de una funda sobaquera de la que asomaba,
imponente y amenazadora, la culata de hueso de un enorme revólver “357 Magnum”.
Sentado frente a
ellos, perplejo y azorado, el doctor Hernández no acababa de creerse que
anduviera inmerso en una pesadilla similar a las que había descrito en sus ensayos
en más de una ocasión. Hernández se había servido de algunas producciones
literarias sobre zombies para elaborar una pintoresca serie de teorías noveladas
sobre la regeneración celular en los seres vivos. Sus compañeros de docencia en
la universidad de Columbia nunca terminaron de tomárselas muy en serio, pero no
por ello dejaron de considerar sus estudios sobre biología molecular como un
referente valioso y tremendamente útil para la investigación en el terreno de
la creación de tejidos sintéticos.
- Nos descuelgan
–explicó Cobreros-. Entramos. Llevamos al doctor al laboratorio, recogemos todo
lo que nos indique y nos vamos cagando leches. ¿Alguna pregunta?
-¿Nos vamos… a
dónde, mi capitán? –quiso saber la soldado Mengual mientras terminaba de
introducir un par de traviesos mechones de su hermosa cabellera negra por
debajo de su casco de camuflaje.
-El helicóptero
nos recogerá en “el patio del cura”.
A unos cien
metros al oeste del hospital comarcal y formando parte de los terrenos que
pertenecían a una parroquia cercana, “el patio del cura” era un espacio abierto
en el que fácilmente podría posarse la destartalada nave del comando sin temor
a que el movimiento de las palas de los rotores pudiera verse obstaculizado por
los cables o las estructuras del tendido eléctrico.
Sólo habría que
desplazar desde el hospital hasta allí una media tonelada de instrumental
médico atravesando por el camino una masa enfebrecida de caníbales despiadados.
Perea interrumpió
a Cobreros alzando la mano derecha ante los ojos del hombre del “357” . Con la mano izquierda
presionaba el auricular de un diminuto intercomunicador que le conectaba con la
cabina de mando del helicóptero.
-La sargento
piloto González Novelles solicita permiso para volver sobre el edificio de la Delegación del
Gobierno. Dice que ha visto algo extraño –explicó Perea.
-¡Que coño, capitán!
Minuto más, minuto menos, nos va a dar lo mismo. Dile que tire.
-¡Adelante,
Bárbara! ¡Vamos a ver qué se cuece ahí abajo!
El soberbio
pájaro de acero se escoró hacia la izquierda e inició un lento descenso en
semicírculo hacia el sobrio edificio de piedra de color arena. Todos,
espoleados por la curiosidad, trataron de buscar un hueco ante alguna de las
escasas ventanas de que disponía la aeronave.
La valla de
hierro que rodeaba el perímetro de la Delegación permanecía indemne. En el exterior se
arremolinaban varias decenas de cadáveres ambulantes aferrados a los gruesos barrotes
de la puerta principal y entonando su absurda y sepulcral letanía de guturales alaridos.
En la pequeña explanada de cemento que separaba esa puerta del resto de las
instalaciones, cuatro de esos terribles antropófagos terminaban de despedazar
un par de cadáveres cuyos rasgos humanos habían desaparecido, probablemente,
hacía un buen rato.
Se oyeron
claramente unos disparos por encima del fragor causado por las bestias, la primera de la cuales cayó hacia
atrás con una fuerte sacudida de cabeza.
Después cayó el segundo monstruo, a la vez que un potente chorro de sangre
oscura emergía del orificio recién aparecido en su cráneo. Y así terminaron, desparramados sobre la
superficie de cemento, los cuatro insaciables engendros que acababan así su
diabólica cena de Navidad.
En la terraza
principal, armado con un fusil “Cetme C” humeante y letal, un tipo moreno y
espigado contemplaba satisfecho el resultado de su sesión de tiro al blanco.
-¡Es Pablo!
–alguien dijo.
-¡Que cabrón! –corearon
al unísono los soldados Martín y Martínez.
El hombre del
balcón miró hacia arriba. El “Super Puma” permanecía inmóvil frente a la
construcción, como uno de esos halcones africanos que, colgados de una
corriente de aire caliente, acechan a regular altura sobre las altas hierbas de
la sabana.
El francotirador
hizo reposar el arma sobre el antepecho de cemento de la terraza, dejando que
el calor del cañón recién usado ejerciera como un bálsamo tranquilizador y
amigable sobre la palma de su mano izquierda, que lo acariciaba con una suerte
de respeto agradecido. Elevando la derecha hacia el cielo con los dedos índice
y pulgar unidos, dejó claro que se consideraba, de momento, dueño de la
situación.
El hombre del
traje negro atrajo la atención de la bella piloto González y, con una leve
inclinación del cuello, dio por terminado el espectáculo.
El motor rugió
soberbio y capaz y la nave giró sobre sí misma perdiéndose en las alturas y en
la noche, camino de una incierta y peligrosa aventura.
En el carillón
del ayuntamiento sonó “Banderita” y en toda la extensión de la plaza de España,
cientos de cabezas deformadas por el odio y la violencia animal que las
corroía, se volvieron hacia el origen de la pegadiza musiquilla, quedando en
silencio y como hechizados por las raciales y pegadizas notas que hoy, no
obstante, sonaban a tétrico miserere.
Cuando finalizó
la tonada, el tipo del balcón extrajo del bolsillo trasero de su pantalón, una gorra verde de Guardia Civil. Se la puso.
Al instante se la recolocó quedando la visera hacia atrás, sobre la nuca.
-Du menos samba,
du mais traballar –murmuró para sí.
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