sábado, 22 de febrero de 2014

Capítulo 7 Eliot Ness



24 de Diciembre , tarde.
Cerca de la frontera sur de Melilla, la comúnmente conocida con Beni Enzar, un drama de proporciones épicas se desarrollaba en el interior de un pequeño taller de reparación de automóviles.
El primero de los intrusos había hecho su aparición a eso de las seis de la tarde y Antonio pensó que se trataba de una broma. Otra vez esos gilipollas ociosos de la tienda de mantas de al lado, disfrazándose de cualquier cosa para echar el rato mientras él se deslomaba por sacar adelante el negocio familiar.
-¿Qué pasa, Kader? –había preguntado Antonio Giles con cierto enojo. Llevaba casi tres horas intentando desguazar un siniestrado “Toyota Land Cruiser” gris perla y a estas horas de la tarde, precisamente el día de Navidad, le quedaban muy pocas ganas de juerga.
Kader no había contestado. Se había limitado a mirar fijamente, con ojos grises como la niebla, al fornido mecánico cuyos gruesos bíceps manchados de grasa le conferían el imponente aspecto de un moderno mandingo, y a dar unos pasos vacilantes y erráticos hacia el interior del local con los brazos extendidos, uno de ellos, exhibiendo impúdicamente los huesos del antebrazo  astillados cruelmente y envueltos en un irregular revoltijo de fibras y capilares sangrantes. 
Antonio reparó en lo increíblemente conseguido que estaba el disfraz de su amigo. No era Papa Noel, desde luego, pero tampoco habría esperado otra cosa de su vecino de la tienda multiproducto que acompañaba en la acera al taller de “Giles Reparaciones”.
-¡Hijoputa! ¡Qué bien está el traje!
Antonio dejó momentáneamente su tarea y contempló al recién llegado. En ese momento aparecieron dos sujetos más. La mandíbula de uno de ellos, un muchacho de apenas quince años, permanecía unida al resto de la cara por un débil colgajo de carne putrefacta. Al otro le asomaban parte de los intestinos por las múltiples rasgaduras en su camisa celeste con los cuellos blancos y una banderita  roja y gualda bordada en el pecho. Kader, con sus huesos triturados y su expresión de espectro de película barata ladeó el cuello como queriendo dar la bienvenida a los dos extraños. Después, el trio de fantasmales aparecidos volvió sus ojos muertos hacia el confundido reparador de autos.
No. Estos tipos no estaban tomando parte en ningún concurso de disfraces. Su aspecto de almas torturadas era demasiado real. Un incómodo escalofrío recorrió la espalda del mecánico de la calle General Astilleros.
Con movimientos suaves y sin desviar la mirada de sus eventuales visitantes, Antonio limpió sus manos en la pernera del mono azul cobalto con profusas manchas oscuras. Desplazó su mano izquierda hacia el montón de herramientas que había ido depositando sobre el motor del “Toyota” durante toda la tarde. Buscó a tientas. Desechó un par de llaves de bujía, un destornillador, tres o cuatro llaves inglesas de variados tamaños… Terminó por decidirse por una enorme mordaza de carraca de cuarenta y cinco centímetros de largo y unos seis kilos de peso.
En menos de diez segundos, Kader, el pijo de la camisa celeste y las tripas fuera y el chaval de la mandíbula a la virulé, habían terminado definitivamente su existencia en este mundo y caminaban –suponía- hacia esa famosa luz al final del túnel.
Antonio se asomó a la puerta del local sin soltar la pesada herramienta. Lo que vio le dejó helado hasta la médula. Cientos de tipos parecidos a los que acababa de despachar se aproximaban, implacablemente, hacia su pequeño taller de reparaciones. Desde ambos lados de la avenida, la marea confusa de cadáveres deformes y siniestros terminaría por obstruir cualquier vía de escape.
Se volvió, lanzó la mordaza de carraca “Wolcraft, made in Germany” al suelo y bajó de un golpe la sólida persiana de acero que dejaba el local herméticamente aislado.
Una diminuta gota de sudor comenzó a recorrer la sien del cansado operario. La deshizo con el pulgar de su mano derecha. Quedó en su lugar una oscura mancha de grasa.
Por su mente pasaron entonces las imágenes de una película que recordaba muy bien. Mayte, su mujer se la había regalado junto con un carísimo reproductor de DVD unos años antes. “Los intocables de Elliot Ness”. Aquel tipo del Departamento del Tesoro de Estados Unidos no paraba de darle por saco al bastardo de Capone, utilizando un camión transformado en excavadora para destrozar los almacenes ilegales de alcohol del ubicuo mafioso de Chicago.
En sus labios rectos y carnosos se dibujó una especie de sonrisa traviesa. Localizó con la mirada el soldador industrial que solía utilizar en los arreglos de chapa, cada día más frecuentes, y se dirigió al fondo del local. Bajo una gruesa lona de color claro se adivinaban las líneas soberbias y magníficas de un vehículo legendario.
Antonio Giles se cubrió los ojos con una máscara de soldadura, conectó la máquina, dejó que una hermosa y potente llama azul se dibujara ante sus ojos y deslizó la pieza de gruesa tela beige hacia un lado, dejando a la vista la portentosa figura de un enorme y soberbio “Citroen DS” más conocido como “Tiburon”.

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24 de Diciembre, madrugada.
El silencio se veía ocasionalmente interrumpido por aullidos profundos y prolongados. Era un coro demoníaco de lamentos incomprensibles y desgarradores que se elevaban hacia el cielo sobre la  ciudad con una repulsiva diacronía.
Las calles, otrora paradigma de la cordialidad y la coexistencia pacífica, se habían convertido ahora en un peligroso campo de exterminio por el que caminaban confundidos y ausentes cientos de extraños seres sedientos de sangre y hambrientos de carne humana.
El helicóptero sobrevoló la plaza de España. A unas escasas decenas de metros por encima del pavimento, el grupo de soldados capitaneado por Juan de Dios Perea contenía la respiración. El comandante Payán se había unido al grupo.
Congregados en la parte más próxima al puesto de pilotaje, Perea y Payán escuchaban atentamente las explicaciones del hombre del traje negro que, despojado de su sobria americana de seda italiana de “Ermenegildo Zegna”, intentaba, mientras hablaba, sujetar a su espalda la correa de una funda sobaquera de la que asomaba, imponente y amenazadora, la culata de hueso de un enorme revólver “357 Magnum”.
Sentado frente a ellos, perplejo y azorado, el doctor Hernández no acababa de creerse que anduviera inmerso en una pesadilla similar a las que había descrito en sus ensayos en más de una ocasión. Hernández se había servido de algunas producciones literarias sobre zombies para elaborar una pintoresca serie de teorías noveladas sobre la regeneración celular en los seres vivos. Sus compañeros de docencia en la universidad de Columbia nunca terminaron de tomárselas muy en serio, pero no por ello dejaron de considerar sus estudios sobre biología molecular como un referente valioso y tremendamente útil para la investigación en el terreno de la creación de tejidos sintéticos.
- Nos descuelgan –explicó Cobreros-. Entramos. Llevamos al doctor al laboratorio, recogemos todo lo que nos indique y nos vamos cagando leches. ¿Alguna pregunta?
-¿Nos vamos… a dónde, mi capitán? –quiso saber la soldado Mengual mientras terminaba de introducir un par de traviesos mechones de su hermosa cabellera negra por debajo de su  casco de camuflaje.
-El helicóptero nos recogerá en “el patio del cura”.
A unos cien metros al oeste del hospital comarcal y formando parte de los terrenos que pertenecían a una parroquia cercana, “el patio del cura” era un espacio abierto en el que fácilmente podría posarse la destartalada nave del comando sin temor a que el movimiento de las palas de los rotores pudiera verse obstaculizado por los cables o las estructuras del tendido eléctrico.
Sólo habría que desplazar desde el hospital hasta allí una media tonelada de instrumental médico atravesando por el camino una masa enfebrecida de caníbales despiadados.
Perea interrumpió a Cobreros alzando la mano derecha ante los ojos del hombre del “357”. Con la mano izquierda presionaba el auricular de un diminuto intercomunicador que le conectaba con la cabina de mando del helicóptero.
-La sargento piloto González Novelles solicita permiso para volver sobre el edificio de la Delegación del Gobierno. Dice que ha visto algo extraño –explicó Perea.
-¡Que coño, capitán! Minuto más, minuto menos, nos va a dar lo mismo. Dile que tire.
-¡Adelante, Bárbara! ¡Vamos a ver qué se cuece ahí abajo!
El soberbio pájaro de acero se escoró hacia la izquierda e inició un lento descenso en semicírculo hacia el sobrio edificio de piedra de color arena. Todos, espoleados por la curiosidad, trataron de buscar un hueco ante alguna de las escasas ventanas de que disponía la aeronave.
La valla de hierro que rodeaba el perímetro de la Delegación permanecía indemne. En el exterior se arremolinaban varias decenas de cadáveres ambulantes aferrados a los gruesos barrotes de la puerta principal y entonando su absurda y sepulcral letanía de guturales alaridos. En la pequeña explanada de cemento que separaba esa puerta del resto de las instalaciones, cuatro de esos terribles antropófagos terminaban de despedazar un par de cadáveres cuyos rasgos humanos habían desaparecido, probablemente, hacía un buen rato.
Se oyeron claramente unos disparos por encima del fragor causado por las  bestias, la primera de la cuales cayó hacia atrás  con una fuerte sacudida de cabeza. Después cayó el segundo monstruo, a la vez que un potente chorro de sangre oscura emergía del orificio recién aparecido en su cráneo.  Y así terminaron, desparramados sobre la superficie de cemento, los cuatro insaciables engendros que acababan así su diabólica cena de Navidad.
En la terraza principal, armado con un fusil “Cetme C” humeante y letal, un tipo moreno y espigado contemplaba satisfecho el resultado de su sesión de tiro al blanco.
-¡Es Pablo! –alguien dijo.
-¡Que cabrón! –corearon al unísono los soldados Martín y Martínez.
El hombre del balcón miró hacia arriba. El “Super Puma” permanecía inmóvil frente a la construcción, como uno de esos halcones africanos que, colgados de una corriente de aire caliente, acechan a regular altura sobre las altas hierbas de la sabana.
El francotirador hizo reposar el arma sobre el antepecho de cemento de la terraza, dejando que el calor del cañón recién usado ejerciera como un bálsamo tranquilizador y amigable sobre la palma de su mano izquierda, que lo acariciaba con una suerte de respeto agradecido. Elevando la derecha hacia el cielo con los dedos índice y pulgar unidos, dejó claro que se consideraba, de momento, dueño de la situación.
El hombre del traje negro atrajo la atención de la bella piloto González y, con una leve inclinación del cuello, dio por terminado el espectáculo.
El motor rugió soberbio y capaz y la nave giró sobre sí misma perdiéndose en las alturas y en la noche, camino de una incierta y peligrosa aventura.
En el carillón del ayuntamiento sonó “Banderita” y en toda la extensión de la plaza de España, cientos de cabezas deformadas por el odio y la violencia animal que las corroía, se volvieron hacia el origen de la pegadiza musiquilla, quedando en silencio y como hechizados por las raciales y pegadizas notas que hoy, no obstante, sonaban a tétrico miserere.
Cuando finalizó la tonada, el tipo del balcón extrajo del bolsillo trasero de su pantalón,  una gorra verde de Guardia Civil. Se la puso. Al instante se la recolocó quedando la visera hacia atrás, sobre la nuca.

-Du menos samba, du mais traballar –murmuró para sí.

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