28
Diciembre. Madrugada.
Laboratorio
de Investigación Bacteriológica del Ejército.
Fresno
Blanco . Nuevo Méjico. Estados Unidos.
Ed
Sierra, el oficial de transmisiones, contempló la pantalla de su ordenador.
Seguía arrojando datos escalofriantes sobre el desarrollo de la enfermedad en
el resto del país. Territorios enteros parecían haberse desvanecido en medio de
la noche. Las comunicaciones se habían ido espaciando hasta desaparecer por
completo en la mayor parte de la superficie de Estados Unidos. Tan sólo algunas
instalaciones de alta seguridad en estados del norte como Nebraska, Oregon o Montana
seguían emitiendo con regularidad así como varios buques de la armada alejados por fortuna de las zonas, cada vez
más extensas, que se habían visto mortalmente afectadas por la plaga.
Afortunadamente,
los satélites MILSTAR, desplegados en órbita geoestacionaria por la Fuerza Aérea
disponían aún de autonomía suficiente para
continuar asegurando algunos servicios como el envío regular de informes
meteorológicos y la intercomunicación entre las instalaciones militares de los
países aliados y lo que aún permanecía operativo del ejército de Estados Unidos. Esto le permitió constatar a Sierra la cruel
realidad de su situación y la del resto de científicos y militares confinados
bajo varios cientos de toneladas de hormigón y acero en las profundidades del
desierto de Chihuahua en Nuevo Méjico.
Sentía
un incómodo hormigueo recorrer sus extremidades inferiores con una cadencia
nada regular y comenzaba a tener los nervios en un estado lamentable. Un
incipiente temblor en el párpado inferior izquierdo fue la gota que colmó el
vaso. Se levantó. Apoyando ambas manos en los músculos lumbares, estiró su
cuerpo fatigado por las largas horas de inactividad física. Se deshizo
momentáneamente de los pesados auriculares “Kenwood” y los depositó sobre la
mesa en la que amontonadas, ya sin el menor orden, reposaban patéticamente las
notas escritas durante los primeros momentos de la crisis. Al principio fueron
anotaciones de llamadas de emergencia y
socorro. Llegaban de todos los rincones del planeta. Ciudades y pueblos
de todo el mundo se habían visto sorprendidos por la extraordinaria virulencia
de una epidemia cuyos síntomas eran absolutamente desconocidos por la comunidad
científica internacional y cuyos efectos eran devastadores. La población civil,
indefensa e ignorante de la magnitud del peligro, había sucumbido en cuestión
de horas. Algunas bases militares, especialmente las más pequeñas y
aisladas, habían conseguido ofrecer algo
más de resistencia antes de sucumbir al caos y tan sólo algunas, las más afortunadas, como este colosal ataúd
de piedra de Fresno Blanco, podían jactarse de haber sobrevivido, de momento, a
la muerte y a esa terrible enfermedad que convertía a los seres humanos en
lobos sanguinarios.
Las
comunicaciones se habían ido espaciando
en el tiempo. El drama se hacía más grande a medida que los silencios se
hacían más largos.
Hacía
más de dos horas que no escuchaba ninguno de esos “bips” agónicos
e inquietantes que venían acompañados de un destello de luz verde sobre un frio
panel de fibra de vidrio cuajado de diminutos indicadores y pequeñas pantallas
de cristal líquido y que anticipaban cada llamada o cada comunicación en sus
voluminosos cascos de sonido. Tenía las orejas enrojecidas y el ánimo por los
suelos.
Decidió
servirse una taza de café.
Abandonó
su puesto y, frotándose las entumecidas orejas con ambas manos, se dirigió hacia una mesa junto a la
puerta, sobre la que humeaba, quizá
también por aburrimiento, una vieja
cafetera “Sunbeam”. Cogió un vaso de
plástico y lo llenó hasta el borde de ese café insípido e inodoro que tanto gusta al americano medio. Encontró
una única cucharilla ya usada, pero no consiguió encontrar azúcar por ninguna parte.
Los envoltorios de algunos terroncillos reposaban como testigos mudos del ocaso
de un departamento de comunicaciones en el que ya sólo quedaba él.
Ed
Sierra, una cafetera y un mundo de silencio y desesperanza.
Ed
Sierra, con el cuerpo maltrecho y dolorido y el ánimo desecho.
Ed
Sierra, que además de presenciar cómo el mundo iba acercándose inexorablemente
hacia un dramático y sangriento final, encima tendría que tomarse un puto café aguado
e inmisericorde… sin azúcar.
Quedó
unos instantes lamentándose en silencio de su propio drama personal sin
inmutarse siquiera cuando el calor del infame brebaje comenzó a traspasar las
delgadas paredes del vaso de poliestireno y a quemarle la mano.
Empezó
a sentir un enorme peso en los párpados. Aspiró una profunda
bocanada de aire y la expulsó un par de segundos más tarde. Sus pulmones
repitieron la operación mecánicamente, casi con dulzura. Sus ojos se cerraron.
Su corazón empezó a llenarse de una paz extraña y consoladora.
En
su mente aparecieron escenas atropelladas
de su infancia, imágenes confusas de sus padres y de sus abuelos… Volvió en
centésimas de segundo a visitar lugares olvidados… Sintió de nuevo las manos
suaves de Eva agarrando las suyas mientras paseaban por la Parisenplatz de
Berlín… Oyó su voz suave y acariciadora…
“Ed, cariño…” “Ed, mi amor…”
-¡Ed!
¡Imbécil! ¡Estás tirando el café!
El
oficial Sierra, encargado de transmisiones y comunicaciones de la Base de
Investigaciones de Fresno Blanco, en Nuevo Méjico, sede del Laboratorio de
Investigación Bacteriológica del ejército más poderoso del mundo, presentaba la
imagen, ciertamente estrambótica, de un triste maniquí hierático con la mirada ausente y un charco
de líquido oscuro a los pies.
La
voz del doctor Barnaby había devuelto al técnico a la superficie de la tierra
desde allá donde estuviera, a millones de kilómetros de un bunker acorazado
bajo la arena tórrida y reseca de Nuevo Méjico.
-¡Y
haz el favor de contestar a eso! ¿No ves las luces?
Efectivamente,
los indicadores luminosos del sofisticado y complejo sistema de monitorización
de comunicaciones centelleaban con inusitada energía y un molesto y recurrente
“bip-bip” anunciaba la llegada de varios mensajes vía satélite.
Ed
Sierra volvió a ocupar el sillón de piel frente a la pantalla de su “Mac” y observó
con perplejidad los extraños mensajes que habían comenzado a llegar desde el “USS Little Rock”, a ciento cincuenta millas de
la costa de Marruecos.
El
“USS Little Rock”, un crucero ligero de la clase “Galvestone”, era el último de
los buques activos de la Sexta Flota estadounidense. El resto se habían
convertido en barcos fantasmas o en máquinas inservibles a la deriva, ocupadas por centenares de
monstruosas criaturas entregadas a la antropofagia más salvaje. Con sólo
treinta y siete de sus mil ciento cincuenta tripulantes vivos, llevaba a cabo
una penosa y lúgubre peregrinación por las aguas del Mediterráneo. Las bases de la armada en Chipre, Turquia,
Italia, Grecia o España eran ahora
gigantescos eriales sin vida sobre los que paseaban sus míseros cadáveres,
legiones de engendros tambaleantes con los ojos blancos de furia y las fauces
ensangrentadas.
Sierra,
poniéndose los auriculares de nuevo, se dispuso a intentar entrar en la línea
de comunicaciones de radio del crucero.
-¡Fresno
Blanco! ¡Fresno Blanco para “Little Rock”! ¿Hay alguien ahí? Cambio.
Esperó
algunos segundos y repitió la operación. Al otro lado de la línea un siseo
irregular fue la única respuesta.
-¡Fresno
Blanco para “Little Rock”! ¿Hay alguien
ahí? Cambio.
-Aquí
“Little Rock”. O lo que queda de él. Le habla el contramaestre tercero Joe
Arango. Cambio.
Sierra
cubrió con la mano el auricular y se dirigió al doctor Barnaby, que permanecía
a su lado, perplejo y sin despegar la
mirada de la pantalla.
-¡Avise
al general Gallagher! –le urgió. Tenemos
comunicación con uno de nuestros barcos.
Barnaby
se apresuró a salir de la sala. Inició una vociferante peregrinación por los
pasillos del laboratorio subterráneo.
-Arango,
¿puedo hablar con el oficial al mando? Cambio- intervino de nuevo Sierra.
-Lo
estás haciendo. Cambio.
Sierra
tecleó el nombre del buque y aparecieron en su pantalla los datos del “USS
Little Rock”.
-¿Y
el capitán Cavendish? Cambio.
-Muerto.
Cambio.
-¿Y
el comandante Fletcher? Cambio.
-Muerto
también. Se lo comió el Capitan Cavendish. Cambio.
Hubo
silencio.
-¿Han
tenido muchas bajas? Cambio.
-Te
lo voy a abreviar, muchacho. A nosotros nos queda poco aquí. Simplemente
estamos de paso. He ordenado rumbo: 38°30′ norte y 28°00′ oeste. Nos vamos a
Las Azores. Ayer recibimos noticias de nuestra base en Punta Delgada y parece
que aquello está limpio. Simplemente queríamos poner en vuestro conocimiento
que por aquí cerca parece que hay cierta actividad… interesante. Desde hace
diez horas estamos detectando movimientos de personal civil y grupos armados en
una pequeña ciudad de Marruecos aquí enfrente de nosotros. Lo demás, desde
Bengasi hasta aquí, está todo muerto. Cambio.
-¿Coordenadas?
Cambio.
-35°16′57″norte
2°56′51″ oeste. Cambio.
Sierra
introdujo los datos en la pantalla de su “Mac”.
-Joe,
debe ser un error. Esas coordenadas corresponden a Melilla. Eso es España.
Cambio.
El
ruido de las pesadas botas del general Gallagher acercándose por el pasillo
interrumpió la conversación momentáneamente.
-Pues
mira, mejor. Me cae bien esa gente. Y ahora, chaval, te dejo. Nos vamos de
turismo. Esto se ha acabado. Cambio.
El
general entró en la sala de transmisiones. Sierra le cedió unos auriculares al
veterano militar mientras escribía en un pedazo de papel el nombre y el rango
del interlocutor al otro lado de la línea. Debajo añadió. “Se van a las
Azores”.
Gallagher
frunció el ceño con visible enojo.
-¿Contramaestre
tercero Arango? Le habla el general Gallagher. ¿Cuáles fueron las órdenes del
último oficial al mando? Cambio.
-Señor,
la última orden del capitán Cavendish fue que le quitáramos de encima a tres o
cuatro marineros, a la doctora McAndrews y al segundo de a bordo porque le estaban
devorando las piernas y sacándole las tripas, así que ya se han acabado las
órdenes y con su permiso o sin él, este barco se va a tomar un respiro. No nos
queda familia, ni país, ni ganas de oír sus estúpidas órdenes, así que… Por si
les interesa, el tipo al mando en Melilla es un tal Coronel Escámez.
Interceptamos sus comunicaciones hace dos días y parece que van resistiendo… de
momento. Cambio.
-Arango,
le ordeno que se aproxime a la costa y trate de establecer contacto con ese
hombre. Cambio.
-Negativo,
señor. A partir de este momento, considere al “Little Rock” como a un barco
desaparecido. De todas maneras, no queda
nadie señor. Nadie nos podría buscar. ¡No queda nadie! –hubo una pausa. ¡Cambio…
y corto!
De
nuevo la sala quedó en silencio.
-¿Melilla?
El
doctor Barnaby pronunció el nombre de la
ciudad africana con la sensación de haber recordado de repente algo importante.
-Conocí
a un tipo de Melilla. Fue hace algunos años en un congreso sobre inmunología
celular y molecular en Sicilia.
¡Hernández!-recordó. Se llamaba Hernández. Unos de los científicos más
brillantes que he conocido.
-¿Y?
–preguntó lacónico Gallagher.
-Recordaba,
simplemente. Es curioso. Aquél tipo había escrito varios libros sobre zombies y
cosas así.
-¿Cosas…
así? –volvió a preguntar el militar.
-Si
–intervino Sierra-. Y zombies.
-¡Muchacho!
–ordenó entonces Gallagher-. Pon tu culo a funcionar y trata de establecer
contacto con ese tal Escámez. Quiero a todos los satélites encima de Sevilla.
-Melilla,
señor.
-¡Como
sea! Y usted, Barnaby, no se mueva de aquí hasta que tengamos noticias de esa
gente. Pregunten ya de paso por ese
doctor Fernández.
-Hernández,
señor.
-¡Como
sea!
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Payán,
Perea y el hombre del traje de Ermenegildo Zegna abandonaron el destartalado
edificio del Hospital Comarcal por una pequeña puerta en la parte posterior de
la planta baja, allá donde hacía tiempo fue instalado un pequeño tanatorio, ahora en desuso. Las soldados
Mengual y Ruiz, a la retaguardia del grupo, protegían el avance de la patrulla.
Las
órdenes habían sido claras: capturar a uno de esos caníbales y conducirlo al
laboratorio del hospital.
Perea comandaba el grupo que se desplazaba
cauto y prevenido hacia las inmediaciones del campo de fútbol del poco
afortunado equipo local.
En
el espíritu de todos pesaba aún la desaparición de los soldados Martín y
Martínez y en el silencio de la tarde, su perdida se hacía todavía más latente. Tan sólo el hombre del traje
negro parecía ajeno a esa sensación de tristeza y profundo desánimo que
embargaba el ánimo de los participantes en la misión de caza.
Cobreros
ocupaba un lugar ligeramente retrasado en el flanco de la patrulla y a veces,
incluso, iniciaba una especie de cancioncilla silbada que duraba tan solo unos
segundos. Se diría que reprimía una cierta alegría.
Payán
chasqueó los dedos y todos le miraron.
Indicó
con los dedos índice y corazón de la mano derecha hacia un grupo de vehículos
absurdamente involucrados en un accidente sobre la acera de la calle que
descendía desde el campo de futbol. Un monovolumen “Mercedes Vito” y tres
turismos más pequeños habían chocado entre sí, empotrándose posteriormente
contra el muro de hormigón de la instalación deportiva.
En
el interior de los automóviles, así como en el de la furgoneta, el movimiento
que se percibía a través de los cristales, presagiaba que el grupo dispondría
de un considerable número de “caníbales”, probablemente sujetos a sus asientos por los cinturones de
seguridad y, por lo tanto, susceptibles de ser apresados con ciertas garantías
de éxito.
Perea,
en señal de asentimiento, se llevó hacia
el costado del casco los mismos dedos de su propia mano.
Lentamente
fueron situándose en torno al amasijo de hierros a la vez que apuntaban con sus
“G-36” a las cabezas de los maltrechos viajeros.
Cobreros
dedicó un fugaz pensamiento a la doctora de ojos de caramelo y sonrisa de ángel
antes de amartillar su pesado “Magnum 357”.
Perea
se le acercó desde atrás y señaló con el cañón de su arma la puerta del primero
de los vehículos, un “Peugeot” con matrícula de Marruecos. Cobreros, por su
parte, le indicó con la palma de la mano
abierta que le cedía “amablemente” la iniciativa de ser él quien procediera.
Perea
negó con la cabeza y frunció el ceño con enojo.
Cobreros
chasqueó la lengua y, con cierta renuencia, comenzó a aproximarse a la
ventanilla del conductor.
Perea
también dedicó un instante a recordar a la doctora Solís. Nadie pudo
percatarse, pero en su cara se dibujó una extraña e inquietante expresión.
Indescifrable.
Malévola.