domingo, 30 de noviembre de 2014

Capitulo 21 Vacaciones en las Azores.


28 Diciembre. Madrugada.
Laboratorio de Investigación Bacteriológica del Ejército.
Fresno Blanco . Nuevo Méjico. Estados Unidos.
Ed Sierra, el oficial de transmisiones, contempló la pantalla de su ordenador. Seguía arrojando datos escalofriantes sobre el desarrollo de la enfermedad en el resto del país. Territorios enteros parecían haberse desvanecido en medio de la noche. Las comunicaciones se habían ido espaciando hasta desaparecer por completo en la mayor parte de la superficie de Estados Unidos. Tan sólo algunas instalaciones de alta seguridad en estados del norte como Nebraska, Oregon o Montana seguían emitiendo con regularidad así como varios buques de la armada  alejados por fortuna de las zonas, cada vez más extensas, que se habían visto mortalmente afectadas por la plaga.
Afortunadamente, los satélites MILSTAR, desplegados en órbita geoestacionaria por la Fuerza Aérea disponían aún de autonomía suficiente para  continuar asegurando algunos servicios como el envío regular de informes meteorológicos y la intercomunicación entre las instalaciones militares de los países aliados y lo que aún permanecía operativo del ejército de Estados Unidos.  Esto le permitió constatar a Sierra la cruel realidad de su situación y la del resto de científicos y militares confinados bajo varios cientos de toneladas de hormigón y acero en las profundidades del desierto de Chihuahua en  Nuevo Méjico.
Sentía un incómodo hormigueo recorrer sus extremidades inferiores con una cadencia nada regular y comenzaba a tener los nervios en un estado lamentable. Un incipiente temblor en el párpado inferior izquierdo fue la gota que colmó el vaso. Se levantó. Apoyando ambas manos en los músculos lumbares, estiró su cuerpo fatigado por las largas horas de inactividad física. Se deshizo momentáneamente de los pesados auriculares “Kenwood” y los depositó sobre la mesa en la que amontonadas, ya sin el menor orden, reposaban patéticamente las notas escritas durante los primeros momentos de la crisis. Al principio fueron anotaciones de llamadas  de emergencia y socorro.  Llegaban de todos  los rincones del planeta. Ciudades y pueblos de todo el mundo se habían visto sorprendidos por la extraordinaria virulencia de una epidemia cuyos síntomas eran absolutamente desconocidos por la comunidad científica internacional y cuyos efectos eran devastadores. La población civil, indefensa e ignorante de la magnitud del peligro, había sucumbido en cuestión de horas. Algunas bases militares, especialmente las más pequeñas y aisladas,  habían conseguido ofrecer algo más de resistencia antes de sucumbir al caos y tan sólo algunas,  las más afortunadas, como este colosal ataúd de piedra de Fresno Blanco, podían jactarse de haber sobrevivido, de momento, a la muerte y a esa terrible enfermedad que convertía a los seres humanos en lobos sanguinarios.
Las comunicaciones se habían ido espaciando  en el tiempo. El drama se hacía más grande a medida que los silencios se hacían más largos.
Hacía más de dos horas que no escuchaba ninguno de esos  “bips”  agónicos e inquietantes que venían acompañados de un destello de luz verde sobre un frio panel de fibra de vidrio cuajado de diminutos indicadores y pequeñas pantallas de cristal líquido y que anticipaban cada llamada o cada comunicación en sus voluminosos cascos de sonido. Tenía las orejas enrojecidas y el ánimo por los suelos.
Decidió servirse una taza de café.
Abandonó su puesto y, frotándose las entumecidas orejas con ambas  manos, se dirigió hacia una mesa junto a la puerta, sobre  la que humeaba, quizá también por aburrimiento,  una vieja cafetera “Sunbeam”.  Cogió un vaso de plástico y lo llenó hasta el borde de ese café insípido e inodoro  que tanto gusta al americano medio. Encontró una única cucharilla ya usada, pero no consiguió encontrar azúcar por ninguna parte. Los envoltorios de algunos terroncillos reposaban como testigos mudos del ocaso de un departamento de comunicaciones en el que ya sólo quedaba él. 
Ed Sierra, una cafetera y un mundo de silencio y desesperanza.
Ed Sierra, con el cuerpo maltrecho y dolorido y el ánimo desecho.
Ed Sierra, que además de presenciar cómo el mundo iba acercándose inexorablemente hacia un dramático y sangriento final, encima tendría que tomarse un puto café aguado e inmisericorde… sin azúcar.
Quedó unos instantes lamentándose en silencio de su propio drama personal sin inmutarse siquiera cuando el calor del infame brebaje comenzó a traspasar las delgadas paredes del vaso de poliestireno y a quemarle la mano.
Empezó a sentir  un enorme  peso en los párpados. Aspiró una profunda bocanada de aire y la expulsó un par de segundos más tarde. Sus pulmones repitieron la operación mecánicamente, casi con dulzura. Sus ojos se cerraron. Su corazón empezó a llenarse de una paz extraña y consoladora.
En su mente aparecieron  escenas atropelladas de su infancia, imágenes confusas de sus padres y de sus abuelos… Volvió en centésimas de segundo a visitar lugares olvidados… Sintió de nuevo las manos suaves de Eva agarrando las suyas mientras paseaban por la Parisenplatz de Berlín…  Oyó su voz suave y acariciadora… “Ed, cariño…” “Ed, mi amor…”
-¡Ed! ¡Imbécil! ¡Estás tirando el café!
El oficial Sierra, encargado de transmisiones y comunicaciones de la Base de Investigaciones de Fresno Blanco, en Nuevo Méjico, sede del Laboratorio de Investigación Bacteriológica del ejército más poderoso del mundo, presentaba la imagen, ciertamente estrambótica, de un triste maniquí  hierático con la mirada ausente y un charco de líquido oscuro a los pies.
La voz del doctor Barnaby había devuelto al técnico a la superficie de la tierra desde allá donde estuviera, a millones de kilómetros de un bunker acorazado bajo la arena tórrida y reseca de Nuevo Méjico.
-¡Y haz el favor de contestar a eso! ¿No ves las luces?
Efectivamente, los indicadores luminosos del sofisticado y complejo sistema de monitorización de comunicaciones centelleaban con inusitada energía y un molesto y recurrente “bip-bip” anunciaba la llegada de varios mensajes vía satélite.
Ed Sierra volvió a ocupar el sillón de piel frente a la pantalla de su “Mac” y observó con perplejidad los extraños mensajes que habían comenzado a llegar desde el  “USS Little Rock”, a ciento cincuenta millas de la costa de Marruecos.
El “USS Little Rock”, un crucero ligero de la clase “Galvestone”, era el último de los buques activos de la Sexta Flota estadounidense. El resto se habían convertido en barcos fantasmas o en máquinas inservibles  a la deriva, ocupadas por centenares de monstruosas criaturas entregadas a la antropofagia más salvaje. Con sólo treinta y siete de sus mil ciento cincuenta tripulantes vivos, llevaba a cabo una penosa y lúgubre peregrinación por las aguas del Mediterráneo.  Las bases de la armada en Chipre, Turquia, Italia,  Grecia o España eran ahora gigantescos eriales sin vida sobre los que paseaban sus míseros cadáveres, legiones de engendros tambaleantes con los ojos blancos de furia y las fauces ensangrentadas.
Sierra, poniéndose los auriculares de nuevo, se dispuso a intentar entrar en la línea de comunicaciones de radio del crucero.
-¡Fresno Blanco! ¡Fresno Blanco para “Little Rock”! ¿Hay alguien ahí? Cambio.
Esperó algunos segundos y repitió la operación. Al otro lado de la línea un siseo irregular fue la única respuesta.
-¡Fresno Blanco para “Little Rock”!  ¿Hay alguien ahí? Cambio.
-Aquí “Little Rock”. O lo que queda de él. Le habla el contramaestre tercero Joe Arango. Cambio.
Sierra cubrió con la mano el auricular y se dirigió al doctor Barnaby, que permanecía a su lado, perplejo y  sin despegar la mirada de la pantalla.
-¡Avise al general Gallagher! –le urgió.  Tenemos comunicación con uno de nuestros barcos.
Barnaby se apresuró a salir de la sala. Inició una vociferante peregrinación por los pasillos del laboratorio subterráneo.
-Arango, ¿puedo hablar con el oficial al mando? Cambio- intervino de nuevo Sierra.
-Lo estás haciendo. Cambio.
Sierra tecleó el nombre del buque y aparecieron en su pantalla los datos del “USS Little Rock”.
-¿Y el capitán Cavendish? Cambio.
-Muerto. Cambio.
-¿Y el comandante Fletcher? Cambio.
-Muerto también. Se lo comió el Capitan Cavendish. Cambio.
Hubo silencio.
-¿Han tenido muchas bajas? Cambio.
-Te lo voy a abreviar, muchacho. A nosotros nos queda poco aquí. Simplemente estamos de paso. He ordenado rumbo: 38°30′ norte y 28°00′ oeste. Nos vamos a Las Azores. Ayer recibimos noticias de nuestra base en Punta Delgada y parece que aquello está limpio. Simplemente queríamos poner en vuestro conocimiento que por aquí cerca parece que hay cierta actividad… interesante. Desde hace diez horas estamos detectando movimientos de personal civil y grupos armados en una pequeña ciudad de Marruecos aquí enfrente de nosotros. Lo demás, desde Bengasi hasta aquí, está todo muerto. Cambio.
-¿Coordenadas? Cambio.
-35°16′57″norte 2°56′51″ oeste. Cambio.
Sierra introdujo los datos en la pantalla de su “Mac”.
-Joe, debe ser un error. Esas coordenadas corresponden a Melilla. Eso es España. Cambio.
El ruido de las pesadas botas del general Gallagher acercándose por el pasillo interrumpió la conversación momentáneamente.
-Pues mira, mejor. Me cae bien esa gente. Y ahora, chaval, te dejo. Nos vamos de turismo. Esto se ha acabado. Cambio.
El general entró en la sala de transmisiones. Sierra le cedió unos auriculares al veterano militar mientras escribía en un pedazo de papel el nombre y el rango del interlocutor al otro lado de la línea. Debajo añadió. “Se van a las Azores”.
Gallagher frunció el ceño con visible enojo.
-¿Contramaestre tercero Arango? Le habla el general Gallagher. ¿Cuáles fueron las órdenes del último oficial al mando? Cambio.
-Señor, la última orden del capitán Cavendish fue que le quitáramos de encima a tres o cuatro marineros, a la doctora McAndrews  y al segundo de a bordo porque le estaban devorando las piernas y sacándole las tripas, así que ya se han acabado las órdenes y con su permiso o sin él, este barco se va a tomar un respiro. No nos queda familia, ni país, ni ganas de oír sus estúpidas órdenes, así que… Por si les interesa, el tipo al mando en Melilla es un tal Coronel Escámez. Interceptamos sus comunicaciones hace dos días y parece que van resistiendo… de momento. Cambio.
-Arango, le ordeno que se aproxime a la costa y trate de establecer contacto con ese hombre. Cambio.
-Negativo, señor. A partir de este momento, considere al “Little Rock” como a un barco desaparecido.  De todas maneras, no queda nadie señor. Nadie nos podría buscar. ¡No queda nadie! –hubo una pausa. ¡Cambio… y corto!
De nuevo la sala quedó en silencio.
-¿Melilla?
El doctor Barnaby  pronunció el nombre de la ciudad africana con la sensación de haber recordado de repente algo importante.
-Conocí a un tipo de Melilla. Fue hace algunos años en un congreso sobre inmunología celular y  molecular en Sicilia. ¡Hernández!-recordó. Se llamaba Hernández. Unos de los científicos más brillantes que he conocido.
-¿Y? –preguntó lacónico Gallagher.
-Recordaba, simplemente. Es curioso. Aquél tipo había escrito varios libros sobre zombies y cosas así.
-¿Cosas… así? –volvió a preguntar el militar.
-Si –intervino Sierra-. Y zombies.
-¡Muchacho! –ordenó entonces Gallagher-. Pon tu culo a funcionar y trata de establecer contacto con ese tal Escámez. Quiero a todos los satélites  encima de Sevilla.
-Melilla, señor.
-¡Como sea! Y usted, Barnaby, no se mueva de aquí hasta que tengamos noticias de esa gente.  Pregunten ya de paso por ese doctor Fernández.
-Hernández, señor.
-¡Como sea!
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Payán, Perea y el hombre del traje de Ermenegildo Zegna abandonaron el destartalado edificio del Hospital Comarcal por una pequeña puerta en la parte posterior de la planta baja, allá donde hacía tiempo fue instalado un pequeño  tanatorio, ahora en desuso. Las soldados Mengual y Ruiz, a la retaguardia del grupo, protegían el avance de la patrulla.
Las órdenes habían sido claras: capturar a uno de esos caníbales y conducirlo al laboratorio del hospital.
 Perea comandaba el grupo que se desplazaba cauto y prevenido hacia las inmediaciones del campo de fútbol del poco afortunado equipo local.
En el espíritu de todos pesaba aún la desaparición de los soldados Martín y Martínez y en el silencio de la tarde, su perdida se hacía todavía  más latente. Tan sólo el hombre del traje negro parecía ajeno a esa sensación de tristeza y profundo desánimo que embargaba el ánimo de los participantes en la misión de caza.
Cobreros ocupaba un lugar ligeramente retrasado en el flanco de la patrulla y a veces, incluso, iniciaba una especie de cancioncilla silbada que duraba tan solo unos segundos. Se diría que reprimía una cierta alegría.
Payán chasqueó los dedos y todos le miraron.
Indicó con los dedos índice y corazón de la mano derecha hacia un grupo de vehículos absurdamente involucrados en un accidente sobre la acera de la calle que descendía desde el campo de futbol. Un monovolumen “Mercedes Vito” y tres turismos más pequeños habían chocado entre sí, empotrándose posteriormente contra el muro de hormigón de la instalación deportiva.
En el interior de los automóviles, así como en el de la furgoneta, el movimiento que se percibía a través de los cristales, presagiaba que el grupo dispondría de un considerable número de “caníbales”, probablemente  sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad y, por lo tanto, susceptibles de ser apresados con ciertas garantías de éxito.
Perea, en señal de asentimiento,  se llevó hacia el costado del casco los mismos dedos de su propia mano.
Lentamente fueron situándose en torno al amasijo de hierros a la vez que apuntaban con sus “G-36” a las cabezas de los maltrechos viajeros.
Cobreros dedicó un fugaz pensamiento a la doctora de ojos de caramelo y sonrisa de ángel antes de amartillar su pesado “Magnum 357”.
Perea se le acercó desde atrás y señaló con el cañón de su arma la puerta del primero de los vehículos, un “Peugeot” con matrícula de Marruecos. Cobreros, por su parte,  le indicó con la palma de la mano abierta que le cedía “amablemente” la iniciativa de ser él quien procediera.
Perea negó con la cabeza y frunció el ceño con enojo.
Cobreros chasqueó la lengua y, con cierta renuencia, comenzó a aproximarse a la ventanilla del conductor.
Perea también dedicó un instante a recordar a la doctora Solís. Nadie pudo percatarse, pero en su cara se dibujó una extraña e inquietante expresión.
Indescifrable.

Malévola.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Capítulo 20 Borborigmos.


27 Diciembre. Tarde.
Pilar terminaba de asegurar la puerta tras el regreso de Mari, Diego y Rosa María. No pudo reprimir una mueca de disgusto cuando contempló al elegante aunque patético prisionero que estaba siendo arrastrado hacia el interior de la tienda de la familia Piñero. El desgraciado monstruo se debatía en una infructuosa lucha por liberar sus mandíbulas del rollo de cinta americana que las sujetaba con fuerza, impidiendo así las mortales dentelladas. La piel cenicienta del rostro del desdichado mostraba en torno a los ojos blancos y vacíos un inquietante cerco de tono cetrino. Los brazos, igualmente inmovilizados por la espalda, se agitaban violenta y espasmódicamente.
-Haced un poco de sitio ahí detrás.
Diego Piñero tiraba de las piernas brutalmente descoyuntadas del infausto consumidor de Valdepeñas de crianza con un vigor sorprendente. Ni siquiera su respiración se había alterado por el esfuerzo a pesar del volumen considerable de aquel engendro impecablemente trajeado.
Hicimos sitio para depositar en el suelo, entre las estanterías de la parte interior del establecimiento, el cuerpo de nuestro prisionero.
-Dejadme que le eche un vistazo.
 Pilar se abrió paso y se arrodilló junto al hombre de la corbata celeste.
Jose María, por su trabajo en el hospital comarcal, más hecho a este tipo de inspecciones, se aproximó a la rubia de ojos azules y le brindó su valiosa ayuda.
-Aparte de múltiples fracturas en ambas piernas, este tipo parece bastante entero, ¿no? –concluyó el fornido técnico de laboratorio tras un primer examen visual.
Pilar desabotonó el chaleco del hombre tendido.
-¡Jose, aguántale bien la cabeza! –pidió.
Jose se apoyó con ambos brazos y todo el peso de su imponente musculatura sobre la cabeza del “paciente”.
Pilar acercó la oreja al pecho del hombre durante unos segundos. Se había hecho un silencio sepulcral en el interior del establecimiento.
-¿Qué? –pregunté.
-No se oye nada, Pedro.
Pilar elevó la mirada un instante y, recogiendo el desconcierto de los que rodeábamos la escena, procedió a repetir la maniobra.
-¿Y ahora? – insistí.
-Cero- contestó Pilar sin despegar su oído del pecho del hombre-. El corazón de este tio está parado. Nada de nada. Kapput.
Se oyó entonces un curioso ruidillo. Una especie de gorgoteo animal agudo y prolongado.
Pilar se sobresaltó, al igual que el resto de los presentes.
-¡Perdón! –exclamó azorado Jose María sin aflojar la presa sobre el hombre medio muerto-. Han sido los pepinillos.
-¿Has visto? A mí también me pasa –intervino Chico Piñero.
-Pero eso pasa sólo con los que vienen aliñados –aportó Mari.
-¡Ya! Pero es que son los más ricos- añadí por mi parte.
-Hemos recibido unos hace unos días, que vienen con su ajito y su poquito de limón y están buenísimos- esta vez fue el propio Diego quien habló.
-De Lerida, ¿no? –quiso saber Jose.
-De Murcia –respondió Mari.
-De Los Dolores, concretamente –precisó Diego.
-Tenemos también unas toreras que están de pu…
-¿Queréis callaros, joder?
Chico no pudo concluir su frase. Pilar, entre la incredulidad y la desesperación, no lograba interpretar en toda su grandeza la surrealista escena que se desarrollaba en torno al cadáver extremadamente convulso de un aficionado al vino  castellano manchego al que rodeaban un grupo de adictos a los encurtidos encerrados en una tiendecita de barrio y rodeados de cientos de afectados por una mortal epidemia que convertía a los humanos en criaturas monstruosas aficionadas a su vez a engullir la carne de sus congéneres.
-¡Es verdad! –me susurró Rosa al oído.
-Si, la verdad es que… -traté de justificarme.
Pilar, incorporándose, retomó la iniciativa.
-A ver, Diego. Cuando a ti te mordió en el brazo el fulano ese que entró el primer día, la herida se te puso que daba miedo verla y tú estuviste más para allá que para acá. ¿Recuerdas algo?
Diego arqueó las cejas, apretó los labios superponiendo el inferior al de arriba y negó con la cabeza.
-¿Nada?
-Nada de nada.
-¿Alguien recuerda qué fue lo único que tomó?
-Le dimos… ¡café! –exclamó al fin Rosa María.
Las miradas de los presentes se dirigieron hacia Mari. La matriarca de los Piñero pareció entender la apreciación de la agente de seguros y, sin más, se dirigió a la estantería donde, entre otras marcas de popularidad más que acreditada, se encontraban cuatro o cinco paquetes de vistoso color verde con la simpática figura de un grano de café antropomorfo dibujada en el envase junto al nombre “Viuda de gallego”.
-Voy a preparar un par de cafeteras por si a alguno, aparte del fiambre, os apetece una tacita- se ofreció solicita la amable señora.
Pilar y Rosa quedaron junto al monstruo.
-La verdad es que al tipo le queda el traje que no veas -comentó la rubia-. Donde esté un tio bien arreglado…
-Si. El pobre hombre vestía fenomenal- añadió la morena-. La corbatilla es de Armani. ¿Has visto?
-¡Bah! –farfulló Chico, volviéndoles la espalda y yendo tras Jose María que deambulaba por entre las estanterías buscando algo.
El enorme sanitario trató de justificar su paseo.
-Voy a coger unas madalenas si no te importa. Como tu madre va a hacer un cafelito…
Una serie repentina de sonoros golpes en la puerta del colmado hizo que se le congelara la sangre en las venas al  grupo de supervivientes.
Volvimos la cabeza en dirección a la reja metálica que protegía el acristalamiento de la entrada a la tienda.
-¡Hostias! ¡La Virgi! –exclamé.
En un minuto, el interior de “Ultramarinos Piñero” se convirtió en un festival de risas, de llantos, de abrazos y de emociones.
Ginés, el pequeño cabo de caballería,  Antonio, el mecánico de brazos de hierro, Pedro J. Bueno Jr. y  Rocío dejaron que Virginia ofreciera a los presentes los detalles de su peculiar y peligrosa odisea. Se limitaban a asentir con la cabeza cada vez que la literata exponía las peculiaridades de cada episodio: cómo se habían visto forzados a abandonar la casa, cómo Antonio Giles los había encontrado, cómo se habían tropezado con Ginés tras la voladura de la gasolinera de Corea, cómo se habían visto amenazados muy de cerca por los caníbales que hormigueaban por el paseo marítimo y, para terminar, cómo un grupo sospechoso de hombres armados les había salido al encuentro tan sólo hacía unos minutos.
Se hizo de nuevo el silencio. Virginia se derrumbó sobre mi hombro y me abrazó con fuerza. Ambos lloramos.
La besé en la boca con ternura. La suavidad de sus labios me reconfortó y me serenó cálidamente. Permanecíamos en ese profundo beso sin querer separar nuestros cuerpos ni un instante.
-¡Bueno! ¡Bueno! ¡Que corra el aire, guapitos!
La voz de la siempre prosaica Pilar nos devolvió a la realidad.
Ginés, que ya conocía la claustrofóbica situación de los resistentes, examinó el local con sus avezados y escrutadores  ojos de militar veterano y curtido.
-¿Y ese quién es? –preguntó señalando al hombre del terno que, tumbado en el suelo, se estremecía luchando inútilmente con sus ataduras, entre la estantería de la pasta y la de las salsas-. Parece un maniquí de Cortefiel.
-Nos lo hemos traído y le vamos a dar un café –traté de explicar.
-¿Habéis invitado a un zombi… a tomar café? –inquirió Rocío, empleando su siempre especial forma de interpretar la realidad. Cuando razonaba de esa forma, siempre me parecía que entre ella y yo había unos vínculos más que poderosos, mucho más allá de la pura genética.
-Si. Se puede decir- reflexionó en voz alta Jose María que ya se ocupaba de despojar de su grasiento envoltorio de papel a un sabroso sobao pasiego mientras el aroma inconfundible de la infusión de semillas tostadas se esparcía incitador y casi sensual por todos los rincones de la tienda.
-Esto es una locura –arguyó Virginia.
Asentimos con la cabeza.
Fue entonces cuando se oyó la segunda serie de golpes en la puerta.
Nos miramos perplejos.
-¿Puede ser el caballo? –pregunté.
-¡Pedro, vete a la mierda! –exclamó Antonio.
Sólo Jose María se rió ante mi inoportuna ocurrencia.
-Estos dos son igual de gilipollas- sentenció Virginia, la de los labios suaves  y el beso profundo de hacía unos minutos.
Volvieron a sonar los golpes.
-¡Ya voy yo!
Chico Piñero, apareciendo súbitamente desde el fondo de la tienda, se abrió paso entre la pequeña multitud que habíamos terminado por formar y se dirigió con paso firme y decidido hacia la puerta del local. Asomó la cara al exterior buscando averiguar el origen de la inesperada llamada.
-¡Son policías! –exclamó volviéndose hacia nosotros una vez desvelado el misterio. –Vienen en un grupo de unos seis o siete. Por lo menos… parece que lo son porque llevan uniforme. Bueno, hay uno que no. Está como hablando con el caballo de Ginés.
Cruzamos miradas de sorpresa. No podíamos articular palabra.
Dos nuevos misterios quedaban ahora por resolver:
 ¿Podíamos confiar en aquellos hombres?

 ¿Por qué Chico Piñero llevaba ahora una corbata celeste?

sábado, 1 de noviembre de 2014

Capítulo 19 El zombi moroso.



27 de Diciembre
El hombre del traje de Ermenegildo Zegna había conseguido dormir casi tres horas y eso para él era más que suficiente. Buscó un lavabo y se enjuagó el rostro con agua bien fría. Se sintió momentánea y extrañamente reconfortado. Con los años, el sueño se había convertido en el único aliado al que gustaba de entregarse. Alguna vez hubo una familia e incluso amigos, pero ahora, sólo durmiendo encontraba algo de paz y la necesaria quietud para escapar de muchos años de recuerdos enmarcados en el rojo de la sangre y el gris oscuro de la traición y las intrigas.
Dejó que el agua fresca resbalara por su cuello y humedeciera la camisa blanca de Pedro del Hierro que ya pedía a gritos un buen lavado.
Con un pedazo de sábana se secó la cara y el espejo del pequeño cuarto de baño del laboratorio le devolvió la imagen de un hombre a quien no conocía.
El individuo del espejo parecía un anciano de piel cenicienta y agrietada. Tenía el cuello enrojecido y sangraba abundantemente; una herida profunda dejaba al descubierto parte de los tejidos internos así como porciones de la tráquea y de las vértebras cervicales. La boca exhibía un rictus diabólico a medio camino entre una mueca de horror y la sonrisa de un payaso de pesadilla.
Santiago Cobreros sacudió la cabeza y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, la osadía del cadáver del otro lado del espejo fue aún más allá.
Aquel despojo miserable le guiñó uno de sus ojos de mármol blanco.
Cobreros se llevó ambas manos al rostro e inclinó la cabeza. Volvió a cerrar los ojos, esta vez con una violencia casi dolorosa. La imagen del espejo persistía, adherida a esa parte de la memoria que se impregna de las vivencias más terribles y no las deja escapar fácilmente.
-¿Estás bien? –oyó a sus espaldas.
La cálida voz de la doctora Solís hizo que el hombre de negro volviera de esa cruel ensoñación que lo había precipitado a escasos milímetros del paroxismo. La chica sostenía en sus manos una taza de café humeante cuyo intenso aroma resultaba en extremo agradable. Cobreros creyó detectar también  los suaves reflejos de un perfume fresco y sensual que emanaban de la piel de la mujer de la bata blanca.
-Sí –aspiró profundamente-. Creo que sí.
-Me pareció que estabas…
-Estoy bien. Gracias. ¿Y usted? ¿Consiguió dormir algo?
-No mucho.
La doctora ingirió un pequeño sorbo de café caliente y el oscuro y espeso líquido hizo que quedara una pequeña mancha en la comisura de sus  labios finos, rectos y elegantes.
A Cobreros le pareció que el delicado “sex-appeal” de la chica cobraba un simpático matiz de ternura con aquella graciosa mancha de café en la línea de su boca. Dio un paso hacia la mujer. Ella no retrocedió y seductoramente mantuvo la mirada firme sin apartarla de los ojos nerviosos del agente especial. El hombre casi podía oir los latidos de su propio corazón. Dobló una esquina del pedazo de tela blanca con la que se había secado el rostro y, lentamente, lo acercó a la boca de la mujer.
Ella cerró los ojos con cautivadora lentitud.
El  algodón apenas rozo la finísima piel de la mujer pero ese leve movimiento de los dedos varoniles del hombre de negro bastó para  que los  restos de café desaparecieran del rostro de la doctora Solís.
Ambos mantuvieron ese contacto durante un par de segundos que a ambos se les antojaron inquietantemente gratos.
-Perdonadme, tortolitos, pero creo que es hora de irnos.
La irónica voz del capitán Perea que acababa de aparecer de súbito en tan romántico escenario, acabó con la magia del instante y devolvió a la pareja a la prosaica y dramática realidad del momento.
Cobreros, recuperándose del sobresalto reparó en la excesiva familiaridad del militar y se sintió profundamente incómodo y algo molesto. El trato entre ellos siempre se había mantenido dentro de los límites del respeto y hasta de una cierta cordialidad, sin embargo hoy el pequeño soldado se había mostrado insólitamente procaz.
La chica carraspeó y terminó su taza de café de un trago prolongado y definitivo.
Ligeramente sonrojado, el hombre del traje negro sólo pudo balbucear unas palabras a modo de precipitada despedida.
-Volveré en un rato… seguramente -buscó con la mirada el nombre en la tarjeta de identificación sobre el pecho de la chica-  Angeles.
Ella no acertó a articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza.
Cobreros salió del cuarto de baño pasando por delante del militar. Este se dirigió a la chica.
-Volveremos en un par de horas. Ténganlo todo preparado- dijo mientras terminaba de asegurar un cinturón con algunas granadas de mano en torno a su cintura-. Vamos a traer a uno de esos mierdas y no creo que sea fácil lo que tenéis que hacer, sea lo que sea.
-Ya –acertó a decir la doctora, aún algo azorada.
El soldado dirigió una mirada nada furtiva hacia el escote de la mujer.
-A propósito, estás muy guapa esta mañana. Si no fuera porque…
-¿No nos íbamos? –interrumpió ahora el hombre del traje negro y la camisa de Cortefiel.
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  Cuando empecé a recuperar la consciencia, el mundo a mi alrededor era un universo de latas de conserva, botellas de vino, bolsas de patatas fritas y mil otras viandas de variada procedencia y factura.
Un dolor intenso en la base del cráneo me traía confusos recuerdos de caras desfiguradas y amenazantes  que me rodeaban en medio de una atmósfera cargada de tensión y de misterio. Recordaba a los monstruos emitiendo horrísonos graznidos y siseos repugnantes, recordaba el esfuerzo de la lucha encarnizada y desigual con algunos de ellos, recordaba la viva e intensa expresión de odio y de venganza en la cara de aquel individuo de las gafas de pasta y el hueso de jamón sobre su cabeza… Recordé entonces la fuerza del golpe, la violencia extrema del impacto…  el dolor… y aquella extraña bruma gris que me condujo de repente a un laberinto de sombras y de silencios.
-Pedro, perdona, tío. Es que te moviste de pronto y…
-No indorda, Chigo- dije, constatando al hacerlo una cierta dificultad para pronunciar correctamente algunos sonidos consonánticos.
-¿Qué? –indagó Rosa que sostenía una botellín de cerveza “Paulaner” casi vacío en su mano derecha.
-Le digo a Chigo gue do se dreocupe. Esdoy bien –intenté tranquilizar a los presentes aunque  intuía que sin mucho éxito. La visión de la botella me hizo reparar en un agradable sabor amargo que hasta ahora no había sabido identificar y que me estaba haciendo salivar en exceso. Al parecer, me habían reanimado a base de tragos de cerveza bávara bien fría.
-¡Ostias! –exclamó Jose María en voz baja, que no obstante, acerté a oir con bastante claridad-.  ¡Ahora habla como un gilipollas!
-¡Gose! ¡Goder! –le increpé-. ¡Me voy a gadar en du buda badre!
-Lo importante es que estás bien –intervino conciliadora Pilar-. Y lo malo es que no nos hemos traído a ninguno de esos.
-¿Y qué hacemos? ¿Salimos otra vez?
Esta vez fue Rosa quien habló. Como el resto, había pasado la noche en la incertidumbre de no saber si yo conseguiría recuperarme satisfactoriamente del impresionante golpe propinado en la región frontal de mi confusa cabeza por el menor de los hermanos Piñero con su inseparable y particularísimo hueso de jamón ibérico, devenido ahora en una especie de “Excalibur” rústica, pero igualmente mortal.
-¡Pero ahora voy a ir yo! –exclamó imperativo Diego Piñero-. Llevo demasiado tiempo aquí parado y vosotros ya habéis hecho bastante.
-¡Pues yo me apunto! –exclamó Rosa con similar nivel de decisión.
Ambos se  pertrecharon con las ocasionales armas que habíamos utilizado en nuestra anterior salida.
-¡Vámonos! –propuso entonces Mari, que terminando de abrocharse un grueso anorak azul con el logo de “Nike” en la espalda,  se esforzaba ahora en introducir varias latas de espárragos “Cojonudos” en una bolsa de tela de esas que se suelen utilizar para guardar el pan.
Miramos perplejos a la señora.
-Bero Mari… acerté a balbucear.
-¡Tú te callas! ¡Y túmbate un rato a ver si se te pasa! ¡Que parece que estás atontado!
Decisión y arrojo se confundían en el rostro de la mujer con una suerte de inconsciente determinación por colaborar en lo que todos asumíamos ahora como nuestra principal tarea: la captura de uno de los cientos de monstruos antropófagos que rondaban en la noche los alrededores de nuestra guarida.
Mari abrió la puerta sin esperar al resto de la partida. Se  aventuró a dar los primeros pasos hacia el exterior sin el estratégico respaldo de Rosa y de Diego que se apresuraban ahora por seguirla.
La calle permanecía en penumbra. Un profundo olor a sangre corrompida flotaba en el ambiente. A lo lejos se oían lamentos inidentificables y aullidos desgarradores que helaban la sangre.
Cerramos la puerta y en silencio intercambiamos miradas de expectación además de una sensación de secreta desconfianza. Dejamos al grupo a merced de su suerte. ¿Había alguna posibilidad de éxito? Nosotros ya lo habíamos intentado y habíamos fracasado. Esos monstruos eran escurridizos y difíciles de atrapar. En el interior de “Ultramarinos Piñero”, cruzamos los dedos y rogamos en silencio por el éxito de la misión o, por lo menos, por el regreso de los cazadores.
Una vez acostumbrados los ojos, Rosa, Diego y Mari pudieron distinguir en las inmediaciones de nuestro refugio la silueta inquietante de algunos de esos desgraciados cadáveres  que aún caminaban por las inmediaciones del establecimiento como patéticas y amenazadoras almas en pena.
-¿Aquel? –Rosa señaló a un individuo tambaleante que carecía de la mitad inferior del rostro.
-¡No! –respondió Mari.
-¡Ahí hay otros dos! –Diego Piñero señaló hacia una pareja de chiquillos ataviados con sendos  jerseys de gruesa lana verde con la efigie de unos renos de simpática expresión bordados en el pecho.
-¡No! –volvió a intervenir Mari con desconcertante seguridad.
Un horrendo graznido les hizo volverse hacia el extremo opuesto de la calle, en la parte más oscura. Un hombre, o algo que en su día pudo haberlo sido, arrastraba trabajosamente la pierna izquierda grotescamente doblada hacia el interior mientras se acercaba lenta pero amenazadoramente hacia el trio expedicionario con los brazos adelantados y una heladora expresión de vacío en sus ojos blancos de mármol de muerte. Contrastaba con lo demoníaco del conjunto, un elegante traje de corte clásico con chaleco abotonado y vistosa corbata celeste salpicada, eso sí, con manchas oscuras de sangre reseca.
-¡Ese! –apuntó Mari.
-¿Ese? –inquirió Rosa.
-Si. Me debe dos cajas de “Viña Albali”.  Se las llevó hace más de un mes y todavía no he visto un duro. ¡Tiene una cara! ¡Ahora se va a enterar!
La mujer se adelantó hacia el engendro de la pierna a la virulé y aspecto de director general y, haciendo girar un par de veces por encima de su cabeza el envoltorio con las latas de conserva en su interior, propinó un soberbio golpe en la rodilla derecha del desgraciado diablo que no pudo sino caer torpemente de bruces al suelo.
Rosa saltó sobre la víctima y, poniendo ambas rodillas sobre la espalda del trajeado pijo caníbal, asió con fuerza sus brazos y comenzó a rodearlos con gruesa cinta adhesiva de color plata. En un par de minutos, el moroso cadáver estaba en poder de los resistentes.
-Diego, agárralo tú de esa pierna y vámonos para adentro- demandó Rosa con premura y cierta satisfacción en sus hermosos ojos negros.
Diego obedeció casi mecánicamente mientras dedicaba una mirada sorprendida a su desconcertante progenitora.
En un instante, el cuerpo era arrastrado hacia “Ultramarinos Piñero” mientras se deshacía en estériles e improductivas  contorsiones en su ansia irracional por liberarse.
Mari contempló la maniobra con deleite. Su respiración, algo acelerada por el devenir de los acontecimientos, comenzaba ahora a serenarse. Vio pasar el cuerpo del infortunado en dirección a la tienda con cierto regocijo indisimulado.
-Espero que te aprovechara el vino porque los espárragos se ve que te sientan fatal.
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-¡Vicky! ¡Eso es gente!
Rocío volvió a dirigirse a su madre utilizando el apelativo que empleaban sus alumnas en el centro en el que impartía clases de Literatura. Allí, Virginia Ruiz era “la temida Vicky” en la época de exámenes y “la amiga “Vicky” durante el resto del tiempo.
-¿Dónde, Rocio?
-Allí. Acaban de cruzar el puente. No parecen…  Ya sabes.
-Desde luego que no parecen muertos. Llevan armas- apuntó a su vez Pedro Jr.
Después del estruendo y tras dispersarse la nube de polvo y humo subsiguientes a la explosión de aquel autobús siniestrado, la imagen de un pequeño grupo de hombres armados se dejaba ver en la distancia. Aparentemente, esos hombres avanzaban hacia ellos.
-Parece que vienen en esta dirección – intervino Antonio Giles.
Ginés, el pequeño cabo primero de caballería, vigilaba con desconfianza el cuidadoso despliegue del grupo que se les aproximaba desde la lejanía del puente aún humeante. Parecía lleno de dudas y sus ojos entrecerrados escrutaban la escena con cierta sospecha.
Rocío observó preocupada la actitud del militar.
-¡Virginia! –susurró al oído de su madre. ¡Mira a Ginés!
El hercúleo mecánico también había percibido la alarma en los ojos del  soldado.
-¿Qué pasa? –preguntó.
-No sé. Hay algo aquí que no me gusta. Parecen policías, pero, tal y como están las cosas, no podemos estar seguros de nada. ¿Y si al final resulta que son peores que esos que vienen detrás?
Señaló con un leve movimiento de cabeza al grupo de bestias de ojos blancos que los perseguían.
-A estos , por lo menos, ya los vamos manejando.
-Tienes razón, Ginés –arguyó Rocío, preocupada por el nuevo matiz de la situación- En las pelis pasa eso. Los humanos son peores.
-Y si son polis, tampoco lo vamos a tener muy fácil –terminó por intervenir Antonio-, acabamos de volar una gasolinera y medio barrio de Corea.
-¡Ejem! –apostilló Pedro Jr. tras una tosecilla-. Ha sido Ginés, que es un bestia.
Hubo miradas cruzadas.
Hubo dudas.
Pero también hubo una decisión.
-Mejor vamos a quitarnos de en medio.
“Black Rayo” pareció leer las palabras de su amigo y jinete, el cabo Robles Berciano, y fue el primero en dar la vuelta. El grupo volvió a mirar de frente a la masa de cadáveres que pareció quedar igualmente perpleja y detuvo su inexorable marcha durante unos instantes.
En unos segundos, volverían a tomar el camino hacia la seguridad hipotética de una conocida tienda de ultramarinos. Sería un segundo intento. Quizá fuera el último.
A unos cuatrocientos metros de distancia, el sargento Bautista Morales y la subcomisario Del Campo no salían de su asombro.
-Pero… ¿adónde van estos gilipollas? –exclamó la pelirroja.
-¡Vaya una mierda de rescate! – apostilló Antonio, el joyero guitarrista.


domingo, 22 de junio de 2014

Capítulo 18 Cazador cazado.


26 de Diciembre
Se había acostumbrado al silencio. La noche y las sombras, en la soledad del viejo patio, ahora convertido por mor de los acontecimientos en un bastión a salvo de caníbales, la abrazaban y, en cierto modo, la ayudaban a alcanzar algo parecido al sosiego.
La sargento González Novelles oyó los últimos gritos a la caída del sol. Habían venido acompañados de algunos golpes más o menos violentos producidos por la furia irracional de algunas de esas criaturas de ojos  de piedra que creyeron poder  derribar la pesada puerta metálica del recinto a base de puros cabezazos.
Ráfagas certeras de sus subordinados en el mando, los diligentes Hamed y Chocrón, acabaron con el grotesco concierto de percusión improvisado por los hambrientos sitiadores. El anochecer se había convertido en un festival de plomo y sangre renegrida y pestilente.
La sargento no trató de buscar conversación. Antes bien, rehuyó la respetuosa cordialidad de sus muchachos y, con las manos en los bolsillos,  se limitó a pasear indolente por el recinto mientras murmuraba algunas  oraciones. En momentos de incertidumbre, orar solía ayudarla.
Sintió fresco. Si bien la noche era apacible, la temperatura había caído algunos grados y la veterana piloto decidió buscar algún rincón al abrigo del gélido vientecillo que la empezaba a incomodar.
-Voy a meterme en el pájaro un rato. Creo que voy a echar una cabezada. Si hay algo, llamadme.
-A la orden, mi sargento. Vaya tranquila. Esto está controlado.
“Esto está controlado” –repitió para sí la bella sargento. No dejó de parecerle una reflexión extremadamente irónica. Jamás en su vida se había visto en una situación menos “controlada” que  esta; aislada del mundo en el viejo patio trasero de una insignificante parroquia de barrio, con la única compañía de un par de soldados que rezaban a un Dios con nombres diferentes y rodeada por una jauría encolerizada de cuerpos sin alma, errabunda y salvaje, en busca de sangre con la que calmar un incomprensible instinto destructor, brutal e inexplicable.
Abrió la portezuela del SUPER PUMA. Saltó al interior y contempló resignada la frialdad del habitáculo. Diversas armas yacían apiladas sin demasiado orden sobre algunas cajas de munición y equipamiento diverso. Salpicados aquí y allá, veíanse varios fardos de color caqui con el anagrama del Ejército de Tierra.
Recordaba haber visto un paquete de tabaco por alguna parte. Quizá podría disfrutar de algunas bocanadas de alquitrán y nicotina antes de conciliar el sueño.
Abrió la mochila de uno de sus compañeros. Ni rastro del tabaco.
Procedió de igual forma con otras dos mochilas. Sintió una leve punzada de remordimiento cuando, al abrir el bolsillo lateral de una cuarta mochila,  dio con un paquete de “Marlboro” apenas empezado.
Extrajo la cajetilla y se disponía a abrirla cuando se sobresaltó por causa de una nueva andanada de disparos.
-¡Treinta y cuatro! –oyó a Chocrón exclamar a voz en grito. ¡Ya te gano de tres!
-¡To ere un joputa! –fue la lacónica respuesta del soldado Hamed a la que siguió una sonora carcajada de ambos.
El paquete de cigarrillos de Wisconsin, USA, se le escapó de las manos y al intentar atraparlo en pleno vuelo, no hizo más que lanzarlo involuntaria y torpemente hacia el pequeño hueco que quedaba entre  una sólida pila de fardos y una especie de enorme globo de caucho rojo plegado, asegurado con gruesas cinchas de neopreno de color negro.
Se apoyó en el bulto rojo e introdujo el brazo entre los dos objetos. Buscó a tientas con la punta de los dedos extendidos y terminó por hallar la pequeña caja de cartón.
Suspiró aliviada cuando por fin consiguió llevarse a los labios el ansiado pitillo. Sentándose sobre el extraño globo de goma, sacó de un bolsillo en la parte inferior de la pernera izquierda del pantalón un mechero “Bic” con las palabras “Bar Aragón” impresas en color azul y encendió el cigarro aspirando profundamente. Durante unos segundos guardó el humo en su interior y después lo exhaló con verdadera delectación y los ojos cerrados.
Cruzó las piernas y apoyó la mano izquierda sobre el improvisado asiento. Sobre el grueso caucho, un rótulo en esa impersonal tipografía de plantilla en tinta negra, rezaba “PARA EXTINCIÓN DE INCENDIOS. USO RESTRINGIDO”.
Desvió la mirada hacia el paquete de cigarrillos. Algún desgraciado había posado para la compañía exhibiendo impúdicamente un cáncer de tráquea cuya fotografía adornaba ahora el costado del envoltorio de cartón. La sargento le dio la vuelta a la cajetilla. Una siniestra esquela advertía al incauto fumador: “FUMAR MATA”.
Recordó las palabras del voluntarioso y solícito  soldado Chocrón de hacía tan solo unos minutos: “¡Treinta y cuatro! ¡Ya te gano de tres!”.
-¡Fumar mata!- pronunció en voz alta. ¡Mira tú que lo cojones!
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-¿Estás segura de que quieres hacerlo?
-No estoy segura de nada, pero si me quedo aquí voy a volverme loca. Ya sabes que no sirvo para ver los toros desde la barrera y, de todas formas, no creo que haya demasiado que perder. ¿Qué nos queda Javier? Mira en lo que se ha convertido todo.
Un brillo acuoso inundaba la mirada de la mujer y en sus labios sensuales se dibujaba una media sonrisa forzada que no hacía sino acentuar su sobria belleza mediterránea.
El coronel Escámez apretaba fuertemente las manos de la subcomisario Del Campo. Un imperceptible temblor en el labio inferior le delataba.  Por primera vez en su vida estaba experimentando una intensa sensación de desazón y de nerviosismo muy similar al miedo, ese miedo que había aprendido a ignorar y a despreciar en medio de situaciones que habrían hecho envejecer decenas de años en un segundo al soldado más aguerrido.
-¿Entonces?
-Volveré. Te lo prometo.
La mujer de guedejas cobrizas se desasió de las fuertes manos del coronel Escámez y, mirando hacia el suelo giró, sobre si misma y se dirigió hacia la puerta de la oficina.
-Hazme el favor, dile a los de “Gin Tonic” que me esperen un segundo. Voy a por mis cacharros- pidió sin volverse.
El coronel emitió el aviso por medio de un rápido y frio mensaje a través del “walkie talkie”.
-Decidle a Bautista que va alguien más con ellos. Está bajando.
En lo más profundo de su corazón endurecido por la guerra y por la muerte mil veces presenciada, otras palabras pugnaban por salir. “Por Dios, traedla de vuelta”.
En la impersonal oficina de mando de la planta décima de las Torres Quinto Centenario, se hizo el silencio, un silencio mortal y pesado como el plomo, cruel como los recuerdos y triste como la noche.
Escámez se aproximó al amplio ventanal desde el que se dominaba la parte delantera del perímetro del complejo. Abajo, un par de soldados levantaban la barrera de seguridad  reforzada con alambre de espinos para dejar paso franco al comando de agentes de la Unidad de Prevención y Reacción comandados por el fibroso alicantino Bautista Morales.
Lo vio levantar el brazo derecho con la palma de la mano abierta y el grupo se detuvo. Aguardaron medio minuto y dejaron que un nuevo miembro se incorporara a la peculiar partida de rescate. Acto seguido, la mano del oficial se cerró y sólo el dedo índice quedó a la vista, señalando con decisión  la dirección a tomar.
-¡Por Dios, traedla de vuelta! –exclamó en voz alta Escámez.
“Viva”, pensó.
El grupo caminaba con resuelta coordinación y la seguridad que da el prolongado entrenamiento de los grupos especiales de los cuerpos de seguridad.
A pesar de caminar en absoluto silencio, el acoso de los “caníbales”  se hacía patente a cada paso y era necesaria la intervención frecuente de los experimentados policías que, en medio de una ciudad tomada por las ánimas de ultratumba parecían encontrarse en uno de esos ejercicios tácticos en los que potenciales blancos enemigos emergían sorpresivamente de detrás de bidones de gasolina o balas de paja hábilmente diseminados en un pueblo abandonado. Invariablemente, cada nuevo intento de agresión era repelido de forma automática por el hombre que se encontraba más próximo al atacante. Cada vez que uno de aquellos diablos putrefactos manifestaba aviesas intenciones en un radio inferior al considerado “de seguridad”, un certero disparo entre ceja y ceja lo devolvía de nuevo a sus oscuras moradas, aquellas que nunca debieron abandonar.
Aún quedaba un buen  trecho entre “Gin Tonic” y el extraño grupo que trataba de alejarse del “Tiburón” averiado y, por ende, de la masa de antropófagos caminantes que les seguía  a  distancia cada vez menor.
Había que cruzar el puente sobre el río. Alcanzaron la pequeña rotonda que distribuía el tráfico a la entrada del mismo. El grupo se desplazaba ocupando la franja central de la calzada. En medio del puente, un autobús azul volcado presentaba un obstáculo imprevisto e incómodo. “GinTonic” habría de sobrepasarlo por uno de los dos lados, o dividirse en dos y pasar por las aceras  dividiendo momentáneamente las escasas fuerzas de que disponían.
En la acera de la izquierda, parcialmente montado sobre la baranda, un pequeño y coqueto SMART ofrecía un insólito espectáculo. En su interior, dos caníbales, sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad, habían tratado de devorarse mutuamente y ambos presentaban horribles heridas en el perfil que quedaba expuesto al compañero. Incansablemente insistían una y otra vez en sus ataques, sin interés, sin ansia, mecánica y cruelmente, como almas malditas condenadas para siempre en el infierno espiral de Dante.
-¡Vosotros dos y el joyero por ahí! - ordenó Bautista señalando el flanco derecho del vehículo de la popular compañía COA.
El alicantino buscó en la mirada de su jefa inmediata en el mando, la Subcomisario Maloles del Campo, la aprobación tácita de la orden recién impartida.
La pelirroja asintió sin demasiada convicción y continuaron caminando.
Pocos segundos después, los dos grupos perdieron el contacto visual. Una nueva sorpresa los esperaba tras la mole de hierro pintada de azul.  Una veintena de monstruos de ojos blancos aguardaba agazapada y sorprendentemente silenciosa. Habrían semejado una manada de leones emboscados en la sabana expectantes y ansiosos ante  la llegada de una cebra incauta o un cachorro de ñu desvalido bajo la sombra de una acacia si no fuera porque en la mirada de los majestuosos felinos que señorean la sabana no se dibuja la muerte con tanta crueldad.
La mortal congregación de seres putrefactos de mirada ausente pareció despertar de su letargo nada más intuir la presencia de la patrulla armada cuyos miembros percibieron por su parte la hediondez de la carne podrida y un intenso olor a gasolina proveniente de un enorme charco alimentado por un grueso agujero en el depósito del vehículo.
Los monstruos comenzaron a abrirse en un amenazador abanico que forzaría a los hombres de Bautista a enzarzarse en un fuego cruzado en extremo peligroso.
-¡Déjame eso, chaval!
El extravagante joyero convertido en comando eventual pidió a uno de los policías a los que acompañaba,  el grueso rollo de cuerda de nylon que llevaba terciado en bandolera sobre el pecho. En un extremo, un sólido mosquetón de aluminio permitía asegurar el chicote del cabo a cualquier  potencial asidero para efectuar descensos en rapel si se daba la contingencia.
El policía, perplejo, dedicó una  instantánea mirada al jefe Bautista en busca de alguna indicación acerca de la idoneidad de acceder a tan chocante petición, pero éste no pudo sino encogerse de hombros, igualmente sorprendido por la inconcebible acción del estrambótico joyero.
Una vez con el rollo de cuerda en las manos, aseguró el mosquetón a la barandilla del puente a su derecha y, desliando la cuerda a gran velocidad, corrió como un enajenado en fuga rodeando a las criaturas y disponiendo un curioso “cordón” en torno a ellas. Acto seguido, se dirigió hacia el SMART siniestrado y, agachándose enganchó el mosquetón del extremo libre a la barra de transmisión del juguete de  SWATCH-MERCEDES.
-¡Y ahora, movéos! –ordenó.
Como un solo hombre, los miembros de la partida saltaron hacia el pequeño utilitario y en unos segundos, el SMART viajaba en caída libre hacia el cauce del río. No costó demasiado trabajo elevar el pequeño vehículo por encima de la barandilla y arrojarlo al vacío. El grupo andaba bien provisto de músculos y de cerebro.
El estruendo del SMART al estrellarse contra el hormigón del cauce seco y la explosión subsiguiente no consiguieron apagar del todo el horrísono rugido de los caníbales aprisionados por la cintura y lanzados por el peso del elegante cochecillo alemán hacia la masa de hierro de la parte inferior del autobús volcado.
-¡Pffff! –suspiró la subcomisario Del Campo mientras se quitaba el sólido casco de protección. Una vistosa melena roja emergió de debajo del mismo y con un movimiento de cuello hizo que esta ondeara conspicuamente.
Antonio, el joyero, permanecía a escasos metros del autobús. Miraba las caras desfiguradas de los caníbales atrapados como intentando encontrar algún rasgo de humanidad en alguno de ellos. Si alguna vez lo hubo, la enfermedad y la sangre los habían borrado para siempre.
-¡Vale! ¡Ahora vamos a alejarnos un poquito! –ordenó.
-Antes deberíamos… -trató de exponer el jefe Bautista mientras comenzaba a encañonar a la masa de cadáveres encolerizados.
-¡No va a hacer falta!-interrumpió el joyero guitarrista-.  ¡Mira!
Tras la explosión del SMART, la cuerda que unía a los diablos con el vehículo se había incendiado y una llama azulada la recorría en sentido ascendente. En unos segundos haría arder al autobús y a los desgraciados engendros que, amarrados a él, harían un último viaje a los avernos.
-La impregné de gasolina antes. Ahí. En el charco ese- explicó el joyero-. ¿Nos vamos?- añadió.
Comenzaron a caminar apresurados. La explosión se produjo quince segundos más tarde y el puente tembló bajo sus pies.
El joyero se situó junto a la subcomisario Del Campo.
-Oye, ¿tú sabes que te pareces a Bonnie Raitt?
-¿Y quién  es la flor esa?
Unos metros por detrás, el jefe Bautista comentaba en voz baja a uno de sus muchachos:
-¡No se cansa el tio!
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Contemplé la calle silenciosa. Miré hacia ambos lados. Todo parecía en calma; una calma de muerte, inquietante y siniestra rodeaba nuestro refugio desde hacía algunas horas.
Comenzamos abriendo la trasera del “TUCSON” de Jose María. La HYUNDAI proveía a sus usuarios con una caja de herramientas bien surtida y el grandullón devorador de Donuts mantenía la suya en perfecto estado.
Me hice con un martillo y un destornillador y mi cuñado se armó con una pesada llave de cruceta de esas que se usan para cambiar una rueda. Pilar cogió el botiquín. A ninguno se nos había ocurrido y podría ser de gran utilidad.
-Es que sois hombres y los hombres solo pensáis…
-¡Joder, Pilar! –interrumpió Jose María-. ¡Que aprovechamos las mínimas!
-¡Mirad allí! –esta vez fue Chico Piñero quien terció, apuntando con su hueso de jamón a un grupo de tres individuos a unos sesenta metros de distancia-. ¿Nos valen?
Uno de ellos cojeaba visiblemente, con la pierna izquierda exhibiendo impúdicamente el fémur descarnado. Otro parecía “en buen estado” y caminaba erguido y con cierta solemnidad. El tercero, que alguna vez fue una chica joven, y ahora carecía de brazos, no hacía sino acompañar instintivamente a los otros dos en ese deambular inicuo y absurdo por las calles desiertas de esta ciudad infernal.
-¡Vamos! –dije.
-Yo me encargo del de la pierna-expuso decidido Chico Piñero.
-¡De acuerdo! –argumentó Pilar-. Ese no nos vale.
-Deberíamos quedarnos con el de en medio, ¿no? –pregunté-. Y a la niña, más vale despacharla, ¿verdad?
-Yo me ocupo de la niña -se ofreció Jose María.
Iniciamos nuestra maniobra de aproximación al trio de la muerte.
El primer golpe lo dio el hombre que acababa de arrojar al suelo el paquete de  Mostachones de Utrera ya vacío. La cabeza del hombre del fémur hiperventilado se abrió en dos bajo el impacto inmisericorde y bestial de la llave de cruceta.
-¡Ostias! –exclamó sorprendido de su propia brutalidad el normalmente bonancible jugador de basket, transfigurado ahora en despiadado reventador de cráneos.
Impulsada por algún recóndito y poderoso estímulo depredador, la chica sin brazos saltó como un resorte hacia el cuello de Pilar, que se apartó como pudo hacia un lado, esquivando parcialmente el ataque de la desgraciada joven. De una patada certera hizo que la cabeza de la chiquilla girara en un escorzo imposible y pudo al mismo tiempo escuchar las vértebras estallar con un escalofriante crujido. Un nuevo cadáver adornaba el suelo de la calle Carlos V.
El tercer hombre se tambaleaba intentando alcanzar a Chico Piñero que retrocedía estratégicamente para hacer que el monstruo quedara de espaldas a mí. Le indiqué por señas que intentaría agarrarlo por detrás para que él pudiera golpearlo en la cabeza y dejarlo lo suficientemente fuera de  órbita como para permitirnos a los demás atarlo sin demasiados riesgos.
Logré asirlo por ambos brazos. Era, o había sido, un hombre de complexión atlética y me costó sujetarlo. El individuo luchaba con desesperación por evadir el abrazo. Jose María se acercó y logró asir el brazo izquierdo libreándome a mí del esfuerzo.
El monstruo estaba, por fin, a nuestra merced.
Chico descargó el golpe. Fue un golpe terrible. Fue un golpe bestial. Fue un gran golpe.
Comencé a perder el conocimiento. La visión se me nubló.
Mientras caía pude oir a Jose maría.
-¡Ostias! ¡Le ha dado a Pedro!
-¡Chico, eres la polla! –intervino Pilar.
Y ya todo fue negrura.

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