25
de Diciembre
El
coronel Escámez tamborileaba nerviosamente con la punta de los dedos sobre un
par de cuartillas emborronadas con caóticas anotaciones hechas a lápiz sin
orden alguno ni demasiada lógica. Cifras, nombres, lugares…
Algunos
nombres habían sido tachados, diríase que con rabia, y otros recibían cada
cierto tiempo un subrayado o eran encerrados en círculos superpuestos.
"Libra"… tachado. “Oscar”… tachado. “Centro”… tachado.
-¡Con
su permiso, señor! – un joven soldado con la cara picada de acné y la voz
entrecortada se aventuró en la oficina del veterano militar al mando del
operativo en la Torre
Norte-. Hemos perdido al grupo “Pincho” y al grupo “Harera”
No hay noticias de los grupos “Langosta”, “Alfil” y “Macarena”.
Escámez
sacó un pequeño lápiz de IKEA de un lapicero hecho con una lata de refresco
forrada de papel de plata sobre el que la foto de un estúpido y repeinado bebé
deseaba a alguien “Felicidades, Papá”. Apretó con fuerza el lápiz sobre el
primero de los nombres y lo desplazó de izquierda a derecha repetidas veces
hasta hacerlo ilegible. De igual forma procedió con el segundo. Añadió un círculo
más en torno a cada uno de los tres nombres restantes. Para “Langosta”, “Alfil”
y “Macarena” aún había esperanzas.
-¿Qué
hay de “Gin tonic”? –quiso saber Escámez.
El
grupo “Gin tonic” se había constituido a primera hora de la mañana en el
céntrico “Hotel Anfora” y constaba de no más de una docena de policías venidos
de la península, de los que habitualmente se encargaban de misiones puntuales
de refuerzo en la comisaría de la ciudad. Se sabía que habían sobrevivido a las
primeras horas del estallido y que se habían hecho fuertes en el restaurante
del establecimiento en el que se hallaban hospedados, situado en la azotea del
emblemático edificio.
Después
de un día en el que se habían sucedido las noticias más funestas desde cada
rincón de la ciudad, para el ánimo de los integrantes del puesto de mando de la Torre Norte , la
existencia de algunos grupos de resistentes activos ante la pesadilla que
estaba terminando a dentelladas con la población de Melilla, suponía un valioso estímulo y abría algunas
expectativas.
-Perdimos
la comunicación a las veintitrés cero nueve, señor– fue la lacónica respuesta
del joven soldado.
-¿Pero
estaban bien?
-Hasta
el momento de bajar sí.
-¿Bajar?
–el coronel estalló iracundo-. ¿Cómo que bajar? ¿Bajar a dónde? ¿Yo no había
ordenado que se quedaran allí?
-Son polis, Javier –se oyó una sensual voz
femenina-. Los polis, ya sabes, vamos a nuestra bola.
La
subcomisario Del Campo, con los brazos cruzados y apoyada en el quicio de la
puerta, llevaba algunos minutos contemplando la escena y no pudo evitar
intervenir.
-¡Maloles!
–exclamó sorprendido y aliviado
Escámez-. ¿Qué haces tu aquí arriba?
El
militar y la agente de policía habían trabajado juntos en la época en que ambos pertenecían a los
grupos de información de sus respectivos estamentos y de la forzosa
colaboración inicial entre los dos había terminado por surgir una amistad
sincera que ambos se honraban en perpetuar.
-De
los míos no queda nadie. La jefatura cayó a primeras horas de esta mañana y
todo lo que queda de la plantilla es un montón de cadáveres esparcidos por los
alrededores –explicó la agente cuya melena rojiza parecía empeñarse en caer por
delante de sus preciosos ojos de color miel.
El
soldado de las espinillas en el rostro comenzaba a mostrarse inquieto, poco
acostumbrado a ver a su jefe directo en tal estado de excitación y nerviosismo.
-¿Alguna
otra cosa, mi coronel? ¿Me puedo retirar?
-Márchate
y a ver qué puedes averiguar de los gili… -se interrumpió- de estos chicos
del “Gin Tonic”.
-¡A
la orden!
-¡Y
tráeme una radio!
El
joven soldado se despidió con un torpe saludo que distaba mucho de resultar
marcial aunque, a fin de cuentas, eso iba importando cada vez menos.
Al
atravesar la puerta, parcialmente obstruida por el curvilíneo cuerpo de la
veterana subcomisario, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva y vertiginosa
al escote semiabierto de la camisa azul de la agente que, coquetamente, no hizo
el menor esfuerzo por apartarse.
-Disculpe,
seeeeeñorita- acertó al fin a balbucear el muchacho, experimentando
simultáneamente un incómodo y repentino rubor en sus estropeadas mejillas.
El
coronel Escámez se levantó, rodeó la enorme mesa de metal tras de la cual se
hallaba sentado, y se aproximó a la mujer del cabello rojo. Se abrazaron.
-¿Qué
pesadilla es esta, Maloles? ¿Qué mierda está pasando?
Un
par de lágrimas pugnaban por escapar de los ojos del coronel, quizá por ello no
hizo por deshacer el abrazo. Lo último que deseaba era que alguien se
apercibiera de que también él se encontraba perdido en este infierno de dolor y
muerte en el que se hallaban sumergidos
y por el que él y un escaso puñado de hombres desesperados llevaban demasiadas
horas caminando a ciegas.
-Algo
hemos hecho mal y lo estamos pagando, Javier. Lo estamos pagando muy caro.
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La
soldado Mengual contemplaba a través de la mirilla telescópica de su rifle de
precisión la explanada de cemento que se abría ante la fachada sur del hospital
comarcal de la ciudad autónoma de Melilla. Era una sensación nueva y
tremendamente perturbadora. La contemplación del mal sin origen, sin
justificación y sin ideas la desconcertaba hasta un punto que la hacía sentir
enferma, con esa sensación de enfermedad que se parece tanto al miedo y que
hace que los mejores soldados pierdan el juicio en el momento más inoportuno e
inesperado.
Los
vio salir del edifico. El soldado Juan Martínez avanzaba por entre los
vehículos en busca del doctor Castillo. A su lado, dándole la espalda, el
soldado Martín Martínez cubría vigilante, cada paso de su compañero.
-¡Comarca
para Doble Eme! ¡Comarca para Doble Eme! ¡Abortar misión! ¡Repito! ¡Abortar
misión! ¡Cambio!
La
soldado Mengual llamaba de regreso a sus compañeros.
-¡Aquí
Doble Eme! ¿Qué ha pasado? ¡Cambio!
-¡Objetivo
perdido! Sigue ahí, a unos treinta metros a vuestra izquierda, pero, creedme,
el tipo ese está listo! Está más muerto que vivo; ya no podéis hacer nada por
él. ¡Volved a la base! ¡Repito! ¡Volved a base! ¡Cambio!
Martín
y Martínez dirigieron sus miradas hacia el este, en la dirección que la belleza
de ojos negros situada en el alféizar de la ventana de los laboratorios les
acababa de indicar.
El
Doctor Castillo, o lo que quedaba de él, se afanaba por descuartizar
salvajemente a un anciano vestido con una chilaba que en algún momento fue
blanca y que ahora no era más que un carnaval de manchas de sangre oscura y
renegrida. El anciano se defendía con torpes dentelladas la mayoría de las cuales
acababan por cerrarse en torno al único brazo de que disponía el otrora insigne
especialista en cuidados paliativos.
El
espectáculo era sobrecogedor. No obstante, algo atrajo la atención de los
comandos y les obligó a concentrarse en un nuevo e hipotético objetivo. Una especie de susurro concitador y misterioso
surgía de la parte trasera de un vehículo estacionado a escasos metros en
dirección oeste.
-¡Un
momento, Comarca! ¡Hemos visto algo! ¡Cambio!
-¡Volved
a base! ¡Gilipollas! ¡Repito! ¡Gilipollas! ¡Cambio! –la soldado Mengual
empezaba a impacientarse.
Los
hombres se aproximaron al origen de tan enigmáticos gemidos.
El
soldado Juan Martínez giró con suavidad el botoncillo negro de la pequeña
emisora de radio sujeta a la parte superior izquierda de su chaleco antibalas y
la diminuta luz verde se apagó con un leve “click” sonoro. Llevándose los dedos
corazón e índice de su mano derecha a los ojos y después hacia la puerta
trasera de la furgoneta, indicó a su compañero Martín que anduviera ojo avizor
ante cualquier posible amenaza proveniente del interior una vez hubieran
abierto la portezuela. Sin dejar de apuntar con sus armas, la abrieron de
golpe.
La
fiera los arrolló de una forma salvaje y bestial. El golpe fue brutal para
ambos.
Martínez
salió despedido por el aire y cayó sobre una vieja “Honda Transalp” tumbada de
lado en el asfalto. Su cuerpo sufrió el impacto del bloque del motor en la
parte posterior del cuello. Por fortuna para él, cuatro de sus vértebras
cervicales estallaron violentamente provocando una parálisis instantánea que le
impidió sentir el dolor del primer bocado. Tres “caníbales” surgidos de donde
sólo el diablo sabía se abalanzaron sobre el infortunado militar y comenzaron a
despedazarlo cruelmente.
A
un par de metros de distancia, el soldado Martín, imposibilitado para utilizar
su arma reglamentaria por el mortal abrazo de aquella bestia horrible cuyas fauces ensangrentadas arrancaban pedazo
tras pedazo de su rostro demudado por el dolor, aullaba agónicamente y pedía a
los cielos una muerte rápida y misericordiosa.
La
muerte vino, al fin, de las alturas.
Un
proyectil de plomo con blindaje de latón atravesó limpiamente su cráneo y acabó
con la agonía del veterano comando.
La
soldado Mengual enjugó una lágrima con el dorso de su mano y puso de nuevo el
dedo en el gatillo de su “Heckler & Koch G36-E”.
El
segundo disparo arrancó a la bestia su último alarido e hizo saltar su cuerpo
hacia atrás. En el suelo, inerte, inexpresiva y exangüe, la bestia volvía a ser
Irene, tal como rezaba en un bonito broche de lana bordada en colorines sobre
fieltro celeste y rosa.
El
leve viento que comenzaba a soplar, inundó el interior de la furgoneta y se
llevó parte de ese hedor a muerte que, hasta hacía unos minutos había
encerrado.
Caminando
hacia ese incierto más allá, los soldados Martín y Martínez aún conservarían seguramente
en sus retinas, el desconcertante rótulo sobre el costado de la maldita
furgoneta blanca: “Manualidades TRICKY´S”.
-¡Comarca
para Mando! ¡Comarca para Mando! –la soldado Mengual se esforzaba por emitir su
fatídico mensaje-. “Hemos perdido a Doble Eme!
-¡Mierda!
–exclamó el capitán Perea.
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Ginés abrió la
puerta de la tienda con extrema cautela. Jose María y Chico me escoltaban.
Tratábamos de recuperar del maletero del “Hyundai Tucson” de Jose María,
estacionado a escasos metros de la entrada, una emisora de onda marina con la
que solíamos comunicarnos en nuestros frecuentes viajes a casas rurales cada vez
que íbamos de vacaciones.
Nos acercamos al
vehículo sin demasiados problemas.
Abrimos la trasera del todoterreno y, de una caja de plástico negro con
un pequeño cierre, extrajimos un pequeño botiquín y la emisora portátil.
-¡Cuidado con
ese! –advirtió Ginés, percatándose de un individuo vacilante que se acercaba
chasqueando las mandíbulas.
Chico se adelantó
a los acontecimientos y, de un potente y certero mandoble, le incrustó su
inseparable hueso de ibérico en mitad del cráneo, que terminó por estallar
sonora y espectacularmente, esparciendo al momento una considerable ración de
sesos por la acera.
-¡Ya está! –espetó
Chico consecuente.
Desde el interior
de la tienda, Mari contemplaba la escena sobrecogida.
-¡Ay mi niño! –exclamó
orgullosa-. ¡Cómo es!
Encendieron la
radio.
Una serie de
zumbidos sin sentido hirió los oídos de los presentes que desandaban el camino
hacia el interior del establecimiento que se había convertido en ocasional
guarida para el grupo de resistentes.
-¿Hola?
Llegó al fin un
sonido identificable.
-¡Aquí Virgi!
¿Alguien me oye!
Jose María pulsó
el botón de “Speak”.
-¿Virgi? –preguntó.
-¡Aquí Gin Tonic!
-se escuchó una tercera voz.
-¿Gin.., qué? –esta
vez fue Jose María quien habló.
-¡Gin Tonic para
Torres! ¡Gin Tonic para Torres! ¡Aquí el inspector Bautista! ¡Vamos para allá!
¡Repito! ¡Vamos para allá! ¡Quedamos cuatro!
-¡Aquí Virgi!
¿Vais para donde?
-¡Aquí Piñero!
¡Virgi! ¿Estás con Torres?
-¡Aquí Torres!
¿Quién coño es Piñero?
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