sábado, 29 de marzo de 2014

Capítulo 11 Sangre y manualidades.


25 de Diciembre
El coronel Escámez tamborileaba nerviosamente con la punta de los dedos sobre un par de cuartillas emborronadas con caóticas anotaciones hechas a lápiz sin orden alguno ni demasiada lógica. Cifras, nombres, lugares…
Algunos nombres habían sido tachados, diríase que con rabia, y otros recibían cada cierto tiempo un subrayado o eran encerrados en círculos superpuestos. "Libra"… tachado. “Oscar”… tachado. “Centro”… tachado.
-¡Con su permiso, señor! – un joven soldado con la cara picada de acné y la voz entrecortada se aventuró en la oficina del veterano militar al mando del operativo en la Torre Norte-. Hemos perdido al grupo “Pincho” y al grupo “Harera” No hay noticias de los grupos “Langosta”, “Alfil” y “Macarena”.
Escámez sacó un pequeño lápiz de IKEA de un lapicero hecho con una lata de refresco forrada de papel de plata sobre el que la foto de un estúpido y repeinado bebé deseaba a alguien “Felicidades, Papá”. Apretó con fuerza el lápiz sobre el primero de los nombres y lo desplazó de izquierda a derecha repetidas veces hasta hacerlo ilegible. De igual forma procedió con el segundo. Añadió un círculo más en torno a cada uno de los tres nombres restantes. Para “Langosta”, “Alfil” y “Macarena” aún había esperanzas.
-¿Qué hay de “Gin tonic”? –quiso saber Escámez.
El grupo “Gin tonic” se había constituido a primera hora de la mañana en el céntrico “Hotel Anfora” y constaba de no más de una docena de policías venidos de la península, de los que habitualmente se encargaban de misiones puntuales de refuerzo en la comisaría de la ciudad. Se sabía que habían sobrevivido a las primeras horas del estallido y que se habían hecho fuertes en el restaurante del establecimiento en el que se hallaban hospedados, situado en la azotea del emblemático edificio.
Después de un día en el que se habían sucedido las noticias más funestas desde cada rincón de la ciudad, para el ánimo de los integrantes del puesto de mando de la Torre Norte, la existencia de algunos grupos de resistentes activos ante la pesadilla que estaba terminando a dentelladas con la población de Melilla,  suponía un valioso estímulo y abría algunas expectativas.
-Perdimos la comunicación a las veintitrés cero nueve, señor– fue la lacónica respuesta del joven soldado.
-¿Pero estaban bien?
-Hasta el momento de bajar sí.
-¿Bajar? –el coronel estalló iracundo-. ¿Cómo que bajar? ¿Bajar a dónde? ¿Yo no había ordenado que se quedaran allí?
 -Son polis, Javier –se oyó una sensual voz femenina-. Los polis, ya sabes, vamos a nuestra bola.
La subcomisario Del Campo, con los brazos cruzados y apoyada en el quicio de la puerta, llevaba algunos minutos contemplando la escena y no pudo evitar intervenir.
-¡Maloles! –exclamó sorprendido  y aliviado Escámez-. ¿Qué haces tu aquí arriba?
El militar y la agente de policía habían trabajado juntos  en la época en que ambos pertenecían a los grupos de información de sus respectivos estamentos y de la forzosa colaboración inicial entre los dos había terminado por surgir una amistad sincera que ambos se honraban en perpetuar.
-De los míos no queda nadie. La jefatura cayó a primeras horas de esta mañana y todo lo que queda de la plantilla es un montón de cadáveres esparcidos por los alrededores –explicó la agente cuya melena rojiza parecía empeñarse en caer por delante de sus preciosos ojos de color miel.
El soldado de las espinillas en el rostro comenzaba a mostrarse inquieto, poco acostumbrado a ver a su jefe directo en tal estado de excitación y nerviosismo.
-¿Alguna otra cosa, mi coronel? ¿Me puedo retirar?
-Márchate y a ver qué puedes averiguar de los gili… -se interrumpió- de estos chicos del  “Gin Tonic”.
-¡A la orden!
-¡Y tráeme una radio!
El joven soldado se despidió con un torpe saludo que distaba mucho de resultar marcial aunque, a fin de cuentas, eso iba importando cada vez menos.
Al atravesar la puerta, parcialmente obstruida por el curvilíneo cuerpo de la veterana subcomisario, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva y vertiginosa al escote semiabierto de la camisa azul de la agente que, coquetamente, no hizo el menor esfuerzo por apartarse.
-Disculpe, seeeeeñorita- acertó al fin a balbucear el muchacho, experimentando simultáneamente un incómodo y repentino rubor en sus estropeadas mejillas.
El coronel Escámez se levantó, rodeó la enorme mesa de metal tras de la cual se hallaba sentado, y se aproximó a la mujer del cabello rojo.  Se abrazaron.
-¿Qué pesadilla es esta, Maloles? ¿Qué mierda está pasando?
Un par de lágrimas pugnaban por escapar de los ojos del coronel, quizá por ello no hizo por deshacer el abrazo. Lo último que deseaba era que alguien se apercibiera de que también él se encontraba perdido en este infierno de dolor y muerte en el que se hallaban  sumergidos y por el que él y un escaso puñado de hombres desesperados llevaban demasiadas horas caminando a ciegas.
-Algo hemos hecho mal y lo estamos pagando, Javier. Lo estamos pagando muy caro.
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La soldado Mengual contemplaba a través de la mirilla telescópica de su rifle de precisión la explanada de cemento que se abría ante la fachada sur del hospital comarcal de la ciudad autónoma de Melilla. Era una sensación nueva y tremendamente perturbadora. La contemplación del mal sin origen, sin justificación y sin ideas la desconcertaba hasta un punto que la hacía sentir enferma, con esa sensación de enfermedad que se parece tanto al miedo y que hace que los mejores soldados pierdan el juicio en el momento más inoportuno e inesperado.
Los vio salir del edifico. El soldado Juan Martínez avanzaba por entre los vehículos en busca del doctor Castillo. A su lado, dándole la espalda, el soldado Martín Martínez cubría vigilante, cada paso de su compañero.
-¡Comarca para Doble Eme! ¡Comarca para Doble Eme! ¡Abortar misión! ¡Repito! ¡Abortar misión! ¡Cambio!
La soldado Mengual llamaba de regreso a sus compañeros.
-¡Aquí Doble Eme! ¿Qué ha pasado? ¡Cambio!
-¡Objetivo perdido! Sigue ahí, a unos treinta metros a vuestra izquierda, pero, creedme, el tipo ese está listo! Está más muerto que vivo; ya no podéis hacer nada por él. ¡Volved a la base! ¡Repito! ¡Volved a base! ¡Cambio!
Martín y Martínez dirigieron sus miradas hacia el este, en la dirección que la belleza de ojos negros situada en el alféizar de la ventana de los laboratorios les acababa de indicar.
El Doctor Castillo, o lo que quedaba de él, se afanaba por descuartizar salvajemente a un anciano vestido con una chilaba que en algún momento fue blanca y que ahora no era más que un carnaval de manchas de sangre oscura y renegrida. El anciano se defendía con torpes dentelladas la mayoría de las cuales acababan por cerrarse en torno al único brazo de que disponía el otrora insigne especialista en cuidados paliativos.
El espectáculo era sobrecogedor. No obstante, algo atrajo la atención de los comandos y les obligó a concentrarse en un nuevo e hipotético objetivo.  Una especie de susurro concitador y misterioso surgía de la parte trasera de un vehículo estacionado a escasos metros en dirección oeste.
-¡Un momento, Comarca! ¡Hemos visto algo! ¡Cambio!
-¡Volved a base! ¡Gilipollas! ¡Repito! ¡Gilipollas! ¡Cambio! –la soldado Mengual empezaba a impacientarse.
Los hombres se aproximaron al origen de tan enigmáticos gemidos.
El soldado Juan Martínez giró con suavidad el botoncillo negro de la pequeña emisora de radio sujeta a la parte superior izquierda de su chaleco antibalas y la diminuta luz verde se apagó con un leve “click” sonoro. Llevándose los dedos corazón e índice de su mano derecha a los ojos y después hacia la puerta trasera de la furgoneta, indicó a su compañero Martín que anduviera ojo avizor ante cualquier posible amenaza proveniente del interior una vez hubieran abierto la portezuela. Sin dejar de apuntar con sus armas, la abrieron de golpe.
La fiera los arrolló de una forma salvaje y bestial. El golpe fue brutal para ambos.
Martínez salió despedido por el aire y cayó sobre una vieja “Honda Transalp” tumbada de lado en el asfalto. Su cuerpo sufrió el impacto del bloque del motor en la parte posterior del cuello. Por fortuna para él, cuatro de sus vértebras cervicales estallaron violentamente provocando una parálisis instantánea que le impidió sentir el dolor del primer bocado. Tres “caníbales” surgidos de donde sólo el diablo sabía se abalanzaron sobre el infortunado militar y comenzaron a despedazarlo cruelmente.
A un par de metros de distancia, el soldado Martín, imposibilitado para utilizar su arma reglamentaria por el mortal abrazo de aquella bestia horrible  cuyas fauces ensangrentadas arrancaban pedazo tras pedazo de su rostro demudado por el dolor, aullaba agónicamente y pedía a los cielos una muerte rápida y misericordiosa.
La muerte vino, al fin, de las alturas.
Un proyectil de plomo con blindaje de latón atravesó limpiamente su cráneo y acabó con la agonía del veterano comando.
La soldado Mengual enjugó una lágrima con el dorso de su mano y puso de nuevo el dedo en el gatillo de su “Heckler & Koch G36-E”.
El segundo disparo arrancó a la bestia su último alarido e hizo saltar su cuerpo hacia atrás. En el suelo, inerte, inexpresiva y exangüe, la bestia volvía a ser Irene, tal como rezaba en un bonito broche de lana bordada en colorines sobre fieltro celeste y rosa.
El leve viento que comenzaba a soplar, inundó el interior de la furgoneta y se llevó parte de ese hedor a muerte que, hasta hacía unos minutos había encerrado.
Caminando hacia ese incierto más allá, los soldados Martín y Martínez aún conservarían seguramente en sus retinas, el desconcertante rótulo sobre el costado de la maldita furgoneta blanca: “Manualidades TRICKY´S”.
-¡Comarca para Mando! ¡Comarca para Mando! –la  soldado Mengual se esforzaba por emitir su fatídico mensaje-. “Hemos perdido a Doble Eme!
-¡Mierda! –exclamó el capitán Perea.
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Ginés abrió la puerta de la tienda con extrema cautela. Jose María y Chico me escoltaban. Tratábamos de recuperar del maletero del “Hyundai Tucson” de Jose María, estacionado a escasos metros de la entrada, una emisora de onda marina con la que solíamos comunicarnos en nuestros frecuentes viajes a casas rurales cada vez que íbamos de vacaciones.
Nos acercamos al vehículo sin demasiados problemas.  Abrimos la trasera del todoterreno y, de una caja de plástico negro con un pequeño cierre, extrajimos un pequeño botiquín y la emisora portátil.
-¡Cuidado con ese! –advirtió Ginés, percatándose de un individuo vacilante que se acercaba chasqueando las mandíbulas.
Chico se adelantó a los acontecimientos y, de un potente y certero mandoble, le incrustó su inseparable hueso de ibérico en mitad del cráneo, que terminó por estallar sonora y espectacularmente, esparciendo al momento una considerable ración de sesos por la acera.
-¡Ya está! –espetó Chico consecuente.
Desde el interior de la tienda, Mari contemplaba la escena sobrecogida.
-¡Ay mi niño! –exclamó orgullosa-. ¡Cómo es!
Encendieron la radio.
Una serie de zumbidos sin sentido hirió los oídos de los presentes que desandaban el camino hacia el interior del establecimiento que se había convertido en ocasional guarida para el grupo de resistentes.
-¿Hola?
Llegó al fin un sonido identificable.
-¡Aquí Virgi! ¿Alguien me oye!
Jose María pulsó el botón de “Speak”.
-¿Virgi? –preguntó.
-¡Aquí Gin Tonic! -se escuchó una tercera voz.
-¿Gin.., qué? –esta vez fue Jose María quien habló.
-¡Gin Tonic para Torres! ¡Gin Tonic para Torres! ¡Aquí el inspector Bautista! ¡Vamos para allá! ¡Repito! ¡Vamos para allá! ¡Quedamos cuatro!
-¡Aquí Virgi! ¿Vais para donde?
-¡Aquí Piñero! ¡Virgi! ¿Estás con Torres?
-¡Aquí Torres! ¿Quién coño es Piñero?

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sábado, 22 de marzo de 2014

Capítulo 10 Las manos del mal.


25 de Diciembre
Los eucaliptos centenarios de la calle Mar Chica enmarcaban un bonito paseo en leve descenso hacia el este, por el que se llegaba, caminando apenas medio kilómetro, hasta la playa.
Los chicos comenzaron a andar, vacilantes y asustados; Pedro por delante, y la joven de ojos azules y su madre, muy de cerca, codo con codo, tras el muchacho.
Los cuerpos sin vida de decenas de personas, ofrecían un tristísimo espectáculo y costaba trabajo apartar la mirada de los restos de los inocentes que habían caído durante la tarde anterior y la larguísima noche que acababa de terminar.
-¿Todo eso es gente? –preguntó Virginia entrecerrando los ojos y tratando de aclarar en su mente las tortuosas imágenes que impactaban como siniestros obuses en su ánimo maltrecho y en su cerebro abotargado por la tensión y la vigilia.
-¿Gente, como? -preguntó Pedro, dirigiendo su mirada en la misma dirección.
-Gente muerta- fue la respuesta.
Verdaderamente, la superficie de asfalto que se extendía ante sus ojos, era el Marne, era El Álamo, era la playa de Omaha. Era un cementerio a cielo abierto en una limpia mañana de Diciembre que había sucedido a una noche de locura.
De la puerta de un garaje a medio abrir en la acera derecha de la calle, llegaron los aullidos fríos y desgarradores de alguien que parecía necesitar ayuda.
-¡Esperad aquí! –la chica de los cuchillos de cocina en el cinto se adelantó a la peculiar partida y se aproximó con extrema cautela al origen de los gritos. Desenvainó el “Santoku” de hoja de acero reforzada-. ¿Hola?
-¡Mi hijo! ¡Por favor! ¡Ayudadme!
Había una joven de no más de treinta años, sentada en el suelo, sobre un charco oscuro de color rojizo. La mujer se había envuelto el brazo izquierdo en una toalla blanca por encima de la cual rezumaba demasiada sangre. Se adivinaba la amputación de la parte inferior, a unos escasos cuatro o cinco centímetros por debajo del codo.
-¡Cálmese, señora! Eso no es nada-  el muchacho intentó tranquilizar a la mujer.
-¡Pedrito!- intervino su hermana susurrando al oído del chico- ¡Si le falta medio brazo!
-Ya. Pero, ¿qué le voy a decir para animarla? ¿Qué puede escribir con la otra mano?
Virginia se acercó hasta la mujer. Se agachó sobre la pobre muchacha y apartó un par de mechones de cabello rubio que impedían verle el rostro. Era hermosa. Sus labios eran carnosos y sonrosados. Su tez, algo pálida, era suave y exenta de impurezas. Sus dientes, casi perfectos, y sus ojos… sus ojos habían perdido el color y estaban tornándose opacos y blanquecinos como la luna cuando está muy alta en las noches de invierno.
-¡Mi hijo! –suplicó-. ¡Encontradlo!
La mujer señalaba con el único brazo de que disponía en dirección al comienzo de la calle.
-¡Por allí! –explicaba a duras penas. La voz se entrecortaba y su cuerpo menudo comenzaba a sufrir espasmos irregulares que la obligaban a estirar el cuello en una posición indudablemente dolorosa.
-Mamá –fue Rocio la que habló,- a esta pobre hay que matarla.
-Pero si…
-¡Lo que tú digas!-interrumpió la chiquilla del cuchillo en ristre-. ¡Pero estoy harta de verlo en las películas! ¡Y no te acerques tanto!
-Rocío, ¿cómo la vamos a matar? ¿Estás loca?
-¡Qué si, Virgi! –esta vez fue Pedro el que habló-. Se está poniendo fatal. En las pelis, antes de que se pongan así hay que cargárselos.
-¡Pero bueno!  ¡Estáis zumbados! ¡Que pelis ni que… -Virginia no consiguió terminar su frase. La mujer sentada agarró con fuerza la manga de la sudadera azul de la madre de los chicos e intentó atraerla hacia su boca, chasqueando ahora los dientes de manera frenética y babeando un desagradable y sanguinolento fluido de color negro como la muerte.
Virginia comenzó un violento forcejeo con su agresora, intentando mantener la cabeza de la chica a una distancia prudencial y tratando de  hacer lo posible para que las mandíbulas no se cerraran en torno a su brazo atrapado.
No obstante, las mandíbulas y la chica no permanecieron juntas por mucho rato. Desde el interior del garaje, con una rapidez casi felina y la fuerza que, en ocasiones, proporciona la desesperación,  el menor de los Bueno Ruiz emergió armado de un pesado mazo cuyo peso descargó certeramente sobre la cara de la salvaje.
El cuerpo de la chica de los labios carnosos y sonrosados quedó ahora inerte y cayó al suelo con el ruido incómodo de una fantasmal muñeca de trapo.
-Me parece que me llevo el cacharro este –argumentó Pedro Bueno Junior, contemplando admirado el mazo y terminando de despegar algunos restos de carne y un par de molares adheridos a la cabeza del pesado artilugio.  Y comenzó a caminar.
-Virginia –terció Rocio. Utilizaba el nombre de su madre cuando quería conceder cierta seriedad a sus palabras-. Este niño siempre se tiene que meter por en medio. ¡La iba a matar yo!
-Shhhh!  Vámonos de aquí. Y hacedme el favor de no liarla. ¡Bastante tenemos ya!
Reanudaron la marcha.
El silencio era ahora el dueño absoluto del paisaje, cuajado de cadáveres y salpicado con sangre. Sólo las pisadas de los caminantes rompían esa preocupante, monótona y silente quietud que impregnaba el aire bajo las copas de los altísimos árboles del paseo.
Pasaron algunos minutos. Virginia levantó la mano derecha y detuvieron el avance. Había visto algo.
Había visto a alguien.
Caminaba con ese andar inseguro y tambaleante de los niños pequeños que causa tanta gracia a los mayores. Era menudo; vestía un pantalón corto que dejaba al aire unas pantorrillas rollizas y poderosas para alguien de su edad. El chiquillo tenía el pelo rubio y liso. Vestía un gracioso suéter de manga corta con gruesas franjas horizontales verdes y grises.
Lo llamaron, pero aún estaban un poco lejos.
El chaval no pareció oírles. Siguió caminando.
Apresuraron el paso y volvieron a intentar llamar su atención.
La chica de ojos celestes se llevó la mano derecha a la boca y, flexionando dos dedos bajo la lengua, sopló con fuerza. Un silbido  ensordecedor estalló como un latigazo por toda la calle.
El niño de detuvo. Se volvió. Y entonces vieron su cara. Era apenas un bebé, un precioso bebé con  ojos de mármol blanco. Llevaba los labios manchados de sangre y masticaba a duras penas los pedazos que conseguía arrancar del brazo de mujer que llevaba en sus pequeñas manos de ángel.
Ni siquiera el ruido del motor del extraño vehículo que se acercaba consiguió que desviaran su atención del joven monstruo.
Ni eso, ni la voz de Nino Bravo cantando “América”.
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El doctor Hernández asió con delicadeza la mano de la atractiva doctora Solís y trató de tomarle el pulso. Era muy débil. El corro de soldados contemplaba la escena sin dejar de escrutar los rincones del laboratorio en busca de potenciales amenazas para la misión que les ocupaba.
Alejandro Hernández propinó una leve bofetada en la cara de la joven. No surtió el efecto deseado. Probó de nuevo, intensificando la fuerza del gesto. La doctora siguió sin recuperar la consciencia.
-Déjeme doctor –intervino decidido el adusto Santiago Cobreros, apartando momentáneamente al galeno del pijama a rayas y el chaleco antibalas, y propinando un sonoro e intenso golpe con la mano abierta sobre las mejillas lívidas de la chica.
El cuello de la mujer sufrió una repentina sacudida. Tosió y cerró los ojos con fuerza para, en un par de segundos, abrirlos totalmente. Miró en silencio a los presentes. La belleza de esa mirada profunda y penetrante hizo que el hombre del traje negro se estremeciera de pies a cabeza con una intensidad que no recordaba haber experimentado desde hacía demasiado tiempo. Por su cabeza pasaron de inmediato las imágenes, ensombrecidas por el tiempo, de Hun Shao, aquella pequeña y fogosa vietnamita de piel de seda y ojos de serpiente a quien tuvo que abandonar en plena selva de Quang Ninh en el 96, de Irina Bietleskaya, la agente soviética con quien había compartido sexo y explosivos en aquella misión en Kabul en el 98, de Magdalena Pryor, la sensual agente de la DEA con quien se aventuró en los dominios de las FARC colombianas en el 2001; ella cerró en la espalda de su hombre una herida de machete casi mortal y él abrió en el corazón de ella una aún más profunda.
 Ahora, la doctora Solís, removía sensaciones demasiado poderosas en su endurecido ánimo de asesino y de soldado.
 Y era el peor momento.
-¡Ayudadle! –la chica por fin habló.
-¿Está usted bien, señorita? –habló el comandante Payán.
La doctora asintió con la cabeza.
-¿Ha hecho usted… todo esto? –inquirió el capitán Perea mientras señalaba con la punta de su subfusil la carnicería expuesta cruelmente en derredor del grupo.
-Fue Antonio-respondió resuelta-. Tenéis que ayudarle. Fue él. Se volvieron todos locos y el me ayudó.
La chica hablaba con esfuerzo, pero parecía irse recuperando por momentos.
-Terminó con estos y se fue hacia la entrada principal. Había muchos. Demasiados. Y estaba él solo. ¡Ayudadle, por el amor de Dios! Lleva una bata blanca con sus apellidos bordados en azul: García Castillo.
-Bien, supongo que podemos perder unos minutos en tratar de encontrar al artista –explicó Perea-. ¡Martín, Martínez, a los aparcamientos! ¡Mengual, a la ventana! ¡Cúbrelos! ¡Ruiz, ven conmigo!
El grupo procedió con rapidez extrema y en unos segundos habían iniciado el despliegue según las órdenes del atractivo capitán Perea.
El hombre del traje negro tomó con suavidad la mano de la maltrecha doctora, aún sentada en el suelo. Se acomodó a su lado e intentó tranquilizarla.
-No se preocupe. Encontraremos al doctor Castillo y le echaremos una mano.
La soldado Mengual, acodada en el alféizar de la ventana, utilizaba unos prismáticos “Zeiss” de su equipo reglamentario para barrer el área de los aparcamientos del hospital, por delante de la entrada principal del mismo.
Grupos de “caníbales” deambulaban erráticos por entre los vehículos estacionados en toda la zona. Mengual contuvo la respiración y giró la ruedecilla de enfoque para conseguir una imagen más nítida de la espantosa escena que se estaba produciendo a unos escasos cincuenta metros de su puesto de observación.
Un hombre ataviado con la característica bata blanca del estamento médico se afanaba en la repugnante tarea de devorar con verdadera fruición una mano humana. Trató de leer las letras azules sobre el bolsillo delantero. “García Cas…” Una mancha de sangre impedía la lectura completa.
“Echarle una mano”-pensó la soldado. “Sí. Le va a hacer falta”.
La soldado Mengual tardó aún unos segundos en constatar un hecho aún más sobrecogedor. El amasijo de carne y huesos que despedazaba el Doctor García Castillo, agarrándolo fieramente con su mano izquierda,  era… su propia mano derecha.
Ajeno al dramatismo del momento, el hombre del traje negro acariciaba con suavidad la mejilla de la chica aún conmocionada. Desvió la mirada hacia sus finos dedos de pianista. No llevaba anillo alguno, pero en su anular derecho, persistía la  leve marca que suele dejar una alianza de matrimonio tras el uso prolongado.
-Es usted… muy guapa- acertó a decir al fin con cierta torpeza.
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-Pilar, mira esto –Rosa atrajo la atención de la belleza nórdica y retiró el apósito que cubría la herida en el brazo de Diego Piñero.
Ambas contemplaron atónitas la increíble transformación que se había producido en la extraordinaria cicatriz causada por la mordedura del desgraciado cuyos restos descansaban ahora y para siempre en las tripas de aquellos caníbales que pululaban en los alrededores de la tienda de ultramarinos de los Hermanos Piñero.
La rojez en torno a la dentellada había desaparecido casi por completo, al igual que la hinchazón. La carne se había soldado milagrosamente y los bordes de la herida estaban uniéndose con extrema rapidez.
La respiración del muchacho se había estabilizado y la expresión de su rostro era ahora de una placidez casi preocupante.
Mari, la madre del infortunado se acercó al grupo.
-Si veis que se despierta me lo decís y le hago un caldito- pidió.
Pilar y Rosa volvieron a poner la venda en su sitio para evitar que Mari viera lo que estaba pasando. Fuera lo que fuera, no era normal.
-Señora –intervino Ginés que, junto a Chico y su inseparable hueso de jamón ibérico, vigilaban tras la persiana el exterior de la calle-. ¿Ha dicho usted un caldito?
-Ginés –tercié-, déjate de calditos ni de leches y vamos a ir pensando lo que hacemos. Porque habrá que hacer algo, ¿no? Deberíamos elaborar un plan. Aquí no nos podemos quedar para siempre.
Jose María, que intentaba calmar su nerviosismo con frecuentes paseos por delante de la estantería de las cervezas, oyó la conversación y giró la cabeza con repentina curiosidad y una casi imperceptible dosis de tristeza.
-¿Ah, no?

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sábado, 8 de marzo de 2014

Capítulo 9 El vuelo del dragón.



25 de Diciembre, amaneciendo.
Los primeros rayos de un sol frio y descafeinado de diciembre caían sobre el hospital comarcal. De las ventanas de la fachada sur del edificio, justo sobre la enorme marquesina de la entrada principal, emergían varias nubes de humo denso y oscuro. Multitud de cadáveres salpicaban con su lóbrega presencia la explanada de los aparcamientos. Entre ellos, sin rumbo ni propósito aparente, vagaban como almas en pena, varias decenas de “caníbales” mientras otros se afanaban en la grotesca tarea de despedazar los cuerpos tendidos sobre el asfalto y despojarlos de cualquier vestigio de apariencia humana engullendo sin piedad hasta la última víscera o el último trozo de carne.
“Caníbales”. Este era el  término que había acabado imponiéndose entre los miembros del comando, para referirse a los humanos contagiados por el mal que había desolado en pocas horas la casi totalidad de la ciudad española en el norte de África.
Por la información de que disponían, en el resto del país no tenían mejores perspectivas. La idea de enfrentarse a un planeta desolado en el que cualquiera podía encontrar la muerte despedazado por su propia madre o por sus propios hijos, empezó a tomar forma en las mentes de los soldados. La frialdad con que siempre habían afrontado misiones anteriores había dejado paso a una especie de serena y profunda tristeza que los embargaba a todos ellos.
Pero también había odio.
En lo más hondo de cada uno se iba engendrando, minuto a minuto, el  deseo animal y poderoso de la venganza. Nadie hablaba de ello. Simplemente estaba ahí, esperando el momento de emerger, de explotar, de acabar de una vez por todas con la pesadilla, o de viajar, con ella de la mano, al infierno más oscuro.
-¡En diez segundos tomamos tierra y apagamos motores! –anunció la sargento González Novelles.
El “Super Puma” se posó con cierta nobleza de ave cansada en el llamado “Patio del cura”. La amplia puerta de madera que daba acceso al recinto desde el este, mirando al viejo hospital, estaba parcialmente obstruida por los restos de un “Chrysler Coupé” calcinado en el interior del cual podían verse los cuerpos abrasados de dos personas.
Los rotores fueron gradualmente perdiendo velocidad y para cuando las aspas del helicóptero quedaron definitivamente inmóviles, el grupo ya había tomado posiciones en torno a la máquina de guerra. No se detectaban amenazas inmediatas de índole alguna, al menos en lo que la vista alcanzaba.
Perea tensó los músculos y escrutó el terreno que se abría ante ellos con su mirada curtida de guerrero viejo. Sacó un paquetillo de chicles del bolsillo de su pantalón y se echó un par de ellos a la boca.
-¿Alguien quiere? –preguntó blandiendo el paquetillo de “Orbit” con sabor a mango y papaya.
-¿De qué son, comandante? –inquirió Cobreros, el hombre de negro.
-¡Yo que sé! –contestó Perea-.  De mango, me parece. Están más malos que su puta madre, pero son los únicos que tengo.
-¡Gracias, entonces!  Prefiero esto.
Cobreros sacó el último paquete de Marlboro que le quedaba. Lo abrió y encendió un pitillo con delectación.
El coronel Payán viajó momentáneamente en el tiempo y en el espacio. Recordó aquel aduar en el norte de Afganistán, cerca de la frontera Pakistaní. Su grupo encubierto tenía que rescatar a Taruq Al Qateb, un líder pastún en manos de la insurgencia talibán y ponerlo en manos de las tropas americanas en la base de Mazar e Sharif. Al Qateb, al parecer, era muy valioso para las fuerzas aliadas en la zona y los sabuesos de la CIA estaban demasiado ocupados para meterse en el fango, de modo que la patata caliente pasó a sus manos sin discusión alguna. Allí perdió a algunos de sus mejores hombres.
Y perdió para siempre el miedo.
Y también perdió para siempre su ojo izquierdo.
Payán ordenó la marcha.
Los soldados Martín y Martínez escoltaban al doctor Hernández, cuyo casco no dejaba de inclinarse cómicamente hacia su sien izquierda. El chaleco antibalas no terminaba de combinar demasiado con su pijama de algodón a rayas.
Ruiz y Mengual encabezaban la silenciosa patrulla.
La sargento piloto González despidió al grupo llevándose dos dedos de su mano derecha al borde de la visera.
-¡Suerte! –exclamó a la vez que acariciaba inconscientemente la culata de su rifle de asalto.
El grupo evitó cuidadosamente el contacto con los restos del vehículo siniestrado junto a la puerta, pero fue imposible escapar del hediondo olor a barbacoa humana que despedían los cuerpos de la infeliz pareja en su interior.
-Hay demasiados de esos en la zona de la entrada principal –explicó el coronel Payán-. Lo intentaremos por la entrada de urgencias.
El grupo se dirigió en silencio hacia la entrada norte del hospital. No más de una docena de caníbales se interponía entre ellos y el acceso a las instalaciones de atención primaria del centro sanitario y al menos ocho de ellos se encontraban dedicados en cuerpo y alma a la desagradable tarea de desmembrar  a bocados los indefensos cadáveres de  un par de enfermeras en prácticas.
Caminaron un centenar de metros hasta llegar a la altura del primero de ellos. La soldado Mengual levantó la mano y el comando se detuvo. Sacó su cuchillo de campaña y la enorme y afilada hoja refulgió ante los otros con un brillo de muerte. Se volvió hacia el capitán Perea y señaló con el arma a aquel engendro. Vestía los harapos de un uniforme del personal de mantenimiento del propio hospital.
Mengual se acercó al siniestro operario y le cercenó de un potente tajo el cuello. La soldado Ruiz procedió de igual manera y en menos de cinco minutos el camino había quedado expedito. Sobre el suelo yacían para la posteridad  varios testimonios más de la sangrienta y soberbia preparación para el combate de las dos jóvenes soldados.
Abrieron la puerta de cristal esmerilado que permitía el acceso al interior de las dependencias.
-¡Al laboratorio! –ordenó Perea.
Comenzaron a caminar a lo largo de los pasillos ensombrecidos por el humo. Los tubos fluorescentes parpadeaban al paso de la comitiva. La instalación eléctrica había empezado a fallar.
Pasaron por delante de la zona de equipamiento radioactivo.
Ya casi habían alcanzado el objetivo. Todos se sintieron razonablemente aliviados cuando apareció el esperado rótulo “Laboratorio”.
Entraron.
Y entonces la vieron.
Estaba acurrucada contra una especie de nevera con la puerta transparente y llena de pequeños tubos con tapas de caucho de diferentes colores. Tenía los ojos abiertos pero no parecía estar consciente. En sus manos, un palo de escoba al que, con cinta americana, alguien había adosado un escoplo quirúrgico. Por las manchas de sangre sobre su bata blanca se adivinaba que la noche no había sido muy tranquila para la joven.
Repartidos por el extenso laboratorio, varios cadáveres daban la bienvenida al grupo. Caídos en rincones diversos, todos presentaban una enorme herida abierta en la parte frontal del cráneo. El laboratorio era un lugar de muerte en el que el único vestigio humano se encontraba en esa zona limítrofe entre la razón y la locura de la que sólo los muertos logran escapar sin daño.
La soldado Ruiz se arrodilló junto a la chica. Puso dos dedos de su mano derecha sobre la carótida e intentó detectar el pulso de la mujer.
-Está viva.
Cobreros, el hombre del 357, se aproximó. Quedó maravillado por los finos rasgos de la chica. Sus ojos negros fríos y ausentes reflejaban, no obstante, una sobria y serena belleza que dejó al adusto hombre de negro sin aliento.
Sobre el pecho, parcialmente oculta por un coágulo de sangre reseca, una placa de identificación con un nombre: Doctora Solís.
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Virginia Ruiz y sus dos hijos se encontraban a punto de abandonar el garaje de las viviendas “Géminis”, en el barrio conocido como “El Real”. Habían forzado la puerta para que se abriera sólo unos veinte centímetros, espacio suficiente para poder otear la calle en busca de cualquier peligro potencial.
La calle parecía en calma, una calma preocupantemente silenciosa e inquietante. Una calma de camposanto. Una calma de muerte.
Virginia no había manejado jamás una emisora de radio de onda marina. Suponía que no había de ser nada especialmente complicado porque su marido lo hacía a diario y tampoco era especialmente inteligente. Giró un botoncillo en la parte superior del aparato y comenzaron a oírse mil y un ruidos de variada índole, casi ninguno identificable.
-¡Aquí Virgi! ¡Aquí Virgi! ¿Alguien me oye?
-Tienes que darle al botón de hablar –intervino Pedro junior.
-Y decir “cambio” cuando acabes de hablar –expuso Rocío.
-¿Queréis dejarme?
Volvió a intentarlo, pulsando esta vez un diminuto botón verde adosado en el costado del pequeño emisor.
-¡Aquí Virgi! ¡Cambio! ¿Alguien puede oírme?
-Hay que decir “cambio” cuando termines de hablar, no antes –de nuevo fue Pedro el que trató de indicar la forma correcta de usar la radio.
-Es que si no dices… - trato de intervenir Rocio.
-¡Joder! ¡Que me dejéis! –Virginia comenzaba a desesperarse.
Lo intentó de nuevo.
-¡Cambio! ¡Aquí Virgi! ¿Alguien puede oírme?
-¡Pffff! –resoplaron los chavales.
Entre los zumbidos y los siseos sin sentido que llegaban al pequeño altavoz de la emisora, Virginia creyó identificar en un par de ocasiones un lamento débil y lejano. Parecía un quejido de dolor tremendamente agónico. Si aquello era humano, desde luego no lo estaba en sus mejores días.
Un escalofrío repentino recorrió la espalda de la bella filóloga en cuya mano ya comenzaba a pesar el enorme revólver de la empuñadura de nácar blanco.
-¿Alguien puede oírme? ¡Aquí Virgi! –titubeó-. ¡Cambio!
-¡Ole! –corearon al unísono los hermanos.
Un mar de ruidos anónimos y sin sentido seguía siendo la única respuesta a la llamada de Virginia Ruiz.
-Esto es una mierda –concluyó-. Nos vamos a ir moviendo. Tenemos que encontrar a más gente y algún sitio donde meternos.
-Papá está en Piñero. ¿Y si…? –Pedro se interrumpió.
-¿Lo intentamos? –terminó Rocio.
-¡No sé! Mmmmmm! –Virginia estaba pensando.
Pedro se acercó a su hermana y le susurró al oído -“Cambio y corto”.
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El ruido de los martillazos no hacía más que aumentar el número de bestias que, atraídas por el estruendo, se agolpaban tras la puerta metálica del taller de reparación de automóviles de Antonio Giles, a menos de doscientos metros de la frontera sur de Melilla con Marruecos, la conocida como “Beni Enzar”.
El calor dentro de la pequeña nave era casi insoportable. El sudor empapaba la formidable y atlética figura del hombre de los músculos de acero que, desafiando al agotamiento de toda una noche de trabajo sin descanso, se apuraba en dar los últimos toques a su obra maestra.
Las chispas en el extremo de su soldador industrial parecían querer dar un alegre contrapunto de fiesta infantil a la siniestra realidad que esperaba, con los dientes afilados y los ojos en blanco, al otro lado de la persiana de acero.
Apagó la lanza térmica y se alejó unos metros del vehículo.
Contempló satisfecho el fruto de su trabajo. Puso los brazos en jarras e inhaló una profunda bocanada de aire caliente con olor a gasoil. Le llenó de vida los pulmones y de sosiego el cerebro.
Sintió un cierto picor en el pecho y se rascó con la punta del dedo índice de su mano derecha. Al retirar el dedo comprobó que la uña había retirado, por su parte, una buena cantidad de grasa oscura y viscosa.
A pocos metros, colgada de un gancho de hierro en la pared, una manguera acoplada a un grifo, era una invitación inexcusable.
Antonio Giles encendió un viejo reproductor de CDs.
Se desnudó y tomó una ducha mientras tarareaba sobre la música, “Cartas amarillas”, de Nino Bravo.
Media hora más tarde, la masa de cadáveres quejumbrosos y vociferantes que se arremolinaba ante las puertas del taller de Antonio Giles quedó inmóvil por la sorpresa cuando el zumbido de la maquinaria que enrollaba la persiana metálica comenzó a hacerla desaparecer en el interior del tambucho sobre el dintel.
Antonio introdujo la llave en el contacto. El motor del “Tiburón” rugió con fiereza y él sintió todo ese poder bajo la suela de sus “Reebok” deportivas. Aceleró tres o cuatro veces. La máquina era un dragón con las fauces en llamas y todo el odio del mundo en sus ojos. De sus costados emergían lacerantes hojas de metal soldadas a las puertas. Sobre el capó, a modo de ariete, dos chapas de acero en forma de flecha, ribeteadas con afiladas gavillas de hierro.
El dragón estaba preparado para el combate.
El “Tiburón” iba a salir de caza.
Giles aceleró y soltó el freno. La máquina saltó como un resorte, avanzó y un montón de miembros amputados comenzó a saltar por el aire en una sangrienta verbena de  vísceras, huesos triturados y carne tumefacta.
En el interior del taller, Nino Bravo atacaba ahora “Noelia”.
Al volante, escapando del infierno, un hombre vestido con la camiseta de la selección española del mundial del 2010.
Número 7.
Villa.

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