sábado, 25 de enero de 2014

Capítulo 4 La reacción.



24 de Diciembre
Había algo dantesco en el aire de la media tarde.  Se aproximaba la hora en que las sombras se alargan y las almas se serenan.
No obstante,  en el caminar resuelto y la mirada torva del cabo primero Berciano no se reflejaba serenidad alguna. Sus movimientos eran los de un autómata sin sentimientos, los de un robot tocado acaso por un rayo de odio misterioso y profundo, cargado además de incomprensión y de dudas.
¿Qué estaba pasando? ¿Qué maldición diabólica estaba afectando a las personas que encontraba a su paso?
Su teléfono móvil no encontraba cobertura y necesitaba saber de los suyos. Si había un Dios, hoy estaba en otras cosas porque el mundo a su alrededor se había convertido en una pesadilla. Dante bajó a los infiernos para rescatar a Beatriz. Él tendría que atravesar el suyo para encontrar a Amparo.
Sólo hacía unos minutos, había presenciado como cuatro chiquillas con indumentaria de jugar al pádel intentaban devorar, junto al árbol de Navidad que daba la bienvenida al recinto, al encargado de pedir los carnets de acceso a las instalaciones de la Sociedad Hípica Militar. Aún resonaban en sus oídos los aullidos de terror del infortunado. Un horario innoble, un sueldo de mierda y al final, el pobre diablo dejaba este mundo viendo como una niñata con una felpa de “Hello Kitty” le disputaba su hígado a otra con la ropa llena de cocodrilitos verdes.
Ginés volvió a emplear el revólver para despachar a las cuatro chicas y para acabar con el sufrimiento de su víctima que,  de haber tenido aún la lengua, probablemente se lo habría suplicado.
Aún humeaba el enorme cañón del arma cuando, al pasar por delante del gimnasio, contempló a través de la cristalera un segundo espectáculo del circo de los horrores en que se había convertido su camino hacia las cuadras.  Los aparatos estaban cubiertos por una masa sanguinolenta e informe sobre la que se despedazaban a mordiscos media docena de engendros del demonio cuyos rostros semejaban calaveras, despojados ya de cualquier rasgo humano.
Berciano aceleró el paso mientras llenaba de nuevo el cargador de su 38.  Varios de esos rostros espectrales percibieron sus movimientos y comenzaron a aventurarse con pasos torpes y desmañados hacia el exterior del siniestro gimnasio, en pos del pequeño cabo de caballería.   
Los zapatos de Berciano chapoteaban sobre el césped  mojado de la pista de saltos. Unos pasos más allá, la tenue luz de un par de sucias bombillas revelaba la ubicación de los establos.
“Black Rayo” relinchó. A su lado, Ibonia, Castizo y Piropo se agitaron nerviosos. Habían recibido un buen montón de alfalfa y les habían sacado a retozar unas horas antes. Después, todo había sido silencio y quietud. Ahora alguien perturbaba su descanso vespertino.
Sólo “Black Rayo”, el viejo alazán solitario, pudo reconocer ese inconfundible olor a “One” de Kalvin Klein.
Ginés abrió la portezuela de hierro pintado en verde con marcas de óxido.
-¡Chato! –saludó Berciano palmeando al tiempo el vigoroso cuello del animal que parecía deleitado saboreando el encuentro-. Nos vamos a dar un paseo.
No había tiempo para ceremonias. En unos segundos, el potro veterano estaba enjaezado y Ginés sobre el lomo, ligeramente inclinado hacia la cerviz, susurraba unas palabras al oído de la bestia.
No hubo necesidad de espolear el poderoso costado del caballo. Desafiando la natural querencia inducida por años de monótono confinamiento, inició un enérgico galope hacia la salida del club militar.
Había fuego en la mirada de ambos. “Black Rayo” recordaba aquellos días de instrucción con ese hombrecillo amable casi flotando en su espalda, aquellas galopadas sobre la arena mojada y amable de los amaneceres de Melilla… Nadie lo había vuelto a montar como él. Nadie lo había entendido mejor que él. Y ahora volvían a volar juntos.
La barrera estaba echada. Por delante de ella, una espectral cuadrilla compuesta por cuatro de los gimnastas a medio devorar se agitaba inquieta. Sin tirar de las riendas, Berciano desenfundó el revólver y descerrajó sendos balazos. Tres de los cuatro engendros cayeron al suelo con las cabezas destrozadas por el plomo. El cuarto, indemne, tuvo la ocurrencia de aproximarse más de lo aconsejable al flanco del caballo. “Black Rayo” leyó los pensamientos de su jinete y retuvo el paso unas milésimas de segundo, tiempo más que suficiente para que la pierna del cabo primero se zafara del estribo, tomara impulso y se lanzara como un resorte hacia la cabeza del individuo. Se escuchó un crujido profundamente desagradable. La cabeza se desprendió del resto del cuerpo y voló por los aires.
Unos metros adelante, “Black Rayo” saltaba la barrera de hierro pintada a rayas rojas y blancas.
Atrás, sobre los oscuros adoquines, quedaba un cuerpo musculoso pero decapitado y a unos pasos, un siniestro árbol de Navidad a cuya decoración se había añadido, por un curioso efecto del destino y de la física, una cabeza humana con los ojos sangrantes.
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-¡Señor! ¿Es ahí abajo?
La sargento González Novelles señaló un enorme edificio a unas decenas de metros por debajo del helicóptero.
El ruido de los rotores del destartalado “Super Puma” del Ejército de Tierra hacía la charla casi imposible y forzaba a los ocupantes de la cabina a subrayar sus palabras con gestos  precisos y estudiados.
El hombre del traje negro cerró el puño ante los ojos de la chica y elevó el pulgar en señal de asentimiento. La atractiva piloto volvió la mirada hacia la superficie de la extensa azotea sobre la cual “el pájaro” tendría que posarse en unos instantes. A estas horas de la tarde, el viento había amainado sensiblemente y el aparato respondía sin inoportunos cimbreos a las diestras manos de la experta sargento.
Una nube de polvo comenzó a elevarse en cuanto el cacharro inició el lento descenso sobre la gravilla de la amplia azotea y del mismo emergieron, uno a uno, los ocupantes del helicóptero.
Un oficial con aspecto de joven universitario fue el primero en caer al suelo. Le siguieron varios hombres y dos mujeres. El tipo del traje negro fue el último en abandonar la cabina. A bordo quedaron, la sargento González Novelles y un fornido soldado de tez oscura y hombros de hipopótamo.
-¡En seis minutos estamos de vuelta!-habló el oficial. ¡No importa con quién nos encontremos! ¡Nadie pregunta nada!  ¡Nadie explica nada! ¡A la menor duda disparamos a la cabeza! ¿Entendido?
-¡A la orden!- corearon.
-¡Chocrón! ¡Hamed! ¡Vosotros aseguráis el perímetro y vigiláis al pájaro.
El capitán Juan de Dios Perea conocía bien a sus muchachos. Suplía su carencia de envergadura con una resolución y unas dotes de mando absolutamente inusuales en oficiales tan jóvenes.
-¡Martínez! ¡Ruiz!... ¡Abajo!
- ¡Martín! ¡Mengual! ¡Venid conmigo!
Todavía hubo tiempo para una última indicación a la piloto.
-¡Bárbara! –en esta ocasión empleó el nombre de pila de la joven-. Si no estamos aquí en seis minutos…
-Si no está usted aquí en seis minutos… ¡Que Dios nos proteja, señor!
El hombre del traje negro consultó su reloj.
-¡Suerte, Perea!- exclamó.
El pequeño oficial agradeció el gesto elevando la mano y tocando levemente el costado de su boina de combate.
-Confío más en esto –señaló, bajando la mano hasta la empuñadura de su arma reglamentaria.
Santiago Cobreros, el hombre del traje negro, conocía bien al tipo que se alejaba al frente de sus hombres. Si había que confiar en alguien en estos momentos, el capitán Perea era el hombre. De todas maneras, introdujo una mano en su bolsillo y, mientras murmuraba una especie de oración, acarició suavemente una medalla de la Madre Carmen.
El grupo partió hacia la puerta de aluminio de la vasta azotea a través de la cual se accedía a los distintos grupos de viviendas de la urbanización “La Araucaria”.
Los soldados se movían  con una extraña ligereza, casi con pasos de danza, a pesar del pesado armamento que transportaban. En las manos de cada uno, un moderno rifle de asalto “Heckler & Koch G36-E” de fabricación alemana.
Unos pisos más abajo, Alejandro Hernández se removía inquieto en su sillón de lectura. Por si fuera poco lo de ese tremendo ruido en la azotea, varias veces había sido interrumpido durante la tarde por ruidos casi constantes en las escaleras y todo había sido un auténtico  barullo de gritos, golpes y portazos. Desde los primeros días en que ocupó este modesto apartamento, los más jóvenes del vecindario se habían obstinado en hacer de sus tardes un calvario insoportable pero, en algún momento de este último año, creía que había terminado por acostumbrarse. No obstante, lo de hoy estaba siendo especialmente violento.
De nuevo un par de golpes. Esta vez en su propia puerta. Saltó del sillón dejando caer el libro al suelo. Abriría la puerta y les leería la cartilla a esos desvergonzados.
-¡Abra la puerta, señor!
No era una voz de crío. ¿Qué estaba pasando?
Accedió con cierta renuencia al requerimiento de aquella voz adulta.
-¿El doctor Alejandro Hernández?
Asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra.
El oficial bajito le miraba fijamente a los ojos, los demás escrutaban nerviosos los accesos al rellano sin dejar de apuntar con sus armas hacia un enemigo que él no acertaba a ver.
-¡Acompáñenos!
-¿Qué pasa? ¡Qué ha pasado? ¿Qué…?
-Déjelo todo como está y acompáñenos. En un minuto se le informará debidamente.
-Estoy en pijama- adujo.
-¡Mala elección!  Hoy no va a dormir.
Se escuchó una especie de rugido en las escaleras. La piel del cuello se le erizó al científico y un tremendo escalofrío le sacudió la espalda.
Una ráfaga del “G-36” de la soldado Mengual acabó con el colérico bramido.
-¡Vámonos! –urgió el individuo del pijama-. Vámonos pero, ¡ya!
El grupo comenzó el ascenso hacia el lugar donde aguardaba el helicóptero. Abierto boca abajo sobre la tarima flotante del apartamento del científico del pijama, “La ciencia y los no muertos” de Alejandro Hernández.
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En la tienda de ultramarinos de Diego Piñero, el abigarrado grupo de personas recluidas entre botellas de licor y latas de conservas de mil y una procedencias se debatía ante un incierto futuro. Caía la noche.
Jose María, mi enorme y musculoso cuñado había conseguido hablar con Eva, su mujer. En casa estaban bien. Al parecer, el ejército había aprovechado la privilegiada situación del bloque de viviendas que ocupaba el lugar más alto del centro de la ciudad, para montar un puesto de control desde el que varias decenas de soldados armados hasta los dientes, se mostraban capaces de  defender la posición a toda costa. Lo que no tenía Eva muy claro es de qué había que defender la posición a toda costa.
-Le he contado más o menos lo que hay- explicó Jose María.
-¿Las niñas están bien? ¿Ella está tranquila? –quise saber.
-Las niñas están bien. Ella está histérica. Le he dicho que no podemos salir de momento.
-¡Eh! –intervino Chico-. ¡Este tío está vivo!
Diego Piñero se aproximó al cadáver.
-¡Mierda! ¡Se está moviendo! –exclamó mientras se agachaba para reconocerlo.
Se oyó entonces un fuerte ruido en la puerta. La cristalera se estremecía con los golpes.  Descorriendo la cortinilla de aluminio que guardaba el interior de los molestos fisgones y del sol de las tardes de verano, pudimos ver a las dos jóvenes. La belleza de sus rostros había dado paso a una expresión de pánico cerval y extremo. Aporreaban la puerta con urgencia.
-¡Son Rosa y Pilar Garnica! –apuntó Piñero en cuclillas sobre el hombre de la yugular hecha pedazos-. ¡Abrid, por Dios!
El apuesto propietario de la emblemática tienda de ultramarinos desvió la mirada unos segundos del hombre sentado en el suelo, junto a la nevera de los yogures. La piel grisácea del rostro del desgraciado traslucía ahora, dejando adivinar un enrevesado diseño de venas y capilares de color oscuro como la muerte. Nadie vio como abría los ojos, blancos como el mármol. Nadie vio como abría la boca. Nadie pudo impedir que, con demasiada rapidez para alguien que llevaba un par de horas muerto, lanzara sus mandíbulas ensangrentadas hacia el brazo desnudo de Diego Piñero.
Fue un impacto sordo y brutal. La cabeza se abrió en dos y una masa viscosa se eyectó con violencia hacia el exterior.
Piñero miraba estupefacto a la señora que había aparecido como por sorpresa de entre las estanterías. En su mano, una lata de ochocientos gramos de codornices en escabeche.
-¡Mamá! ¿Qué has hecho?- preguntó mientras se tapaba con la mano una pequeña herida causada en el antebrazo, por los dientes del rezumante cadáver.

sábado, 18 de enero de 2014

Capítulo 3 Caos.

24 de Diciembre
Rosa era una de esas mujeres que te obligan a volver la mirada si pasan a tu lado. Su melena abundante de pelo negro ondulado, su figura  de curvas contundentes y sus marcadas facciones de mujer latina, le conferían a su aspecto el aire de las estrellas de Hollywood de los años sesenta. En sus brillantes ojos negros se adivinaba, además, una fuerza vital inusual y poderosa.
Pilar era completamente distinta; rubia platino y menuda de carnes pero con una figura  exquisita y admirablemente trabajada. El azul de sus ojos y su conspicua sonrisa provocaban más de un suspiro en los varones y envidias y suspicacias recurrentes en las mujeres.
Sentadas a ambos lados de una mesa en la agencia de seguros en la que trabajaba Rosa, y aprovechando que no había clientes a los que atender, disfrutaban de sendos cafés “Nesspreso” recién hechos y hablaban de quedar una tarde para ir de compras. En unos días serían las rebajas de Enero y habría que echar un vistazo.
Oyeron el primer impacto. La mesa tembló y el aromático “volutto” de Pilar se derramó sobre una pila de expedientes de accidentes. Las rotondas en Melilla eran una auténtica mina de oro para las aseguradoras.
Las dos mujeres se incorporaron en sus sillas. Oyeron un segundo choque y en seguida un tercero… un cuarto… ¿Qué demonios estaba pasando?
Se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Durante los segundos que trascurrieron en el camino, el estruendo se hizo aún mayor.
Por algún extraño motivo, decenas de coches estaban estrellándose, uno tras otro, justo delante de una de las agencias de seguros más importantes de la ciudad.
Rosa se estremeció de pavor. Pero había algo más que empezó a incomodarla. La forma en que los coches estaban colisionando le estaba causando una punzante inquietud que le pellizcaba desde dentro la boca del estómago. ¿Qué loca carrera les llevaba a acelerar mortalmente sin temor a perder la vida en una décima de segundo?
Pilar abrió la puerta. Salieron.
El dantesco panorama que quedó expuesto antes ellas les hizo abrazarse de inmediato y la respiración se les complicó sobremanera.
La calle parecía un desguace y sólo el humo resultante de las colisiones añadía cierto movimiento a la escena. Varios vehículos se amontonaban ocupando casi la totalidad de la calzada y la mayoría de ellos dejaban escapar humo y fluidos que incorporaban a la escena un desagradable olor acre y diabólico.
Un  viejo “Peugeot 205” explotó a escasos metros de las dos mujeres y las llamas lo envolvieron en cuestión de segundos.
De otros vehículos comenzaron a salir decenas de personas. Era un infierno de sangre, carne quemada y miembros retorcidos. Los que podían caminar, intentaban hacerlo sin perder de vista el extremo norte de la calle,  con los ojos muy abiertos. Había pánico, o algo mucho peor, en todos ellos.
Rosa y Pilar permanecían inmovilizadas por el terror. Había que hacer algo, pero… ¿qué? ¿Por dónde empezaban?
Los acontecimientos se precipitaron y, de alguna manera, eso ayudó a ambas jóvenes a tomar una decisión.
Una furgoneta blanca había quedado empotrada contra un árbol. La puerta del conductor chirrió al abrirse y, con gran esfuerzo, emergió un fornido sujeto que vestía un chubasquero con el logo de “Empresas Carmelo Martínez”.
La parte inferior de su pierna izquierda colgaba medio desprendida del resto de la extremidad, unida a la rodilla por un colgajo irregular de carne tumefacta. El sujeto intentó dar un paso hacia adelante. Fue lo último que hizo. Desde atrás saltaron sobre él un ciclista, una chica con el uniforme del “SUPERSOL” y un muchacho que llevaba amarradas al hombro como treinta o cuarenta garrafas vacías de agua de “Los Riscos”, naturaleza embotellada.
-Rosa, mejor nos vamos para dentro, ¿no?
-¡Cagando leches! ¡Digo!
Pero no tuvieron tiempo de reaccionar. Un grupo de jóvenes apareció de la nada y, al ver la puerta abierta, protegida únicamente por dos chicas asustadas, las apartaron a empujones e irrumpieron en el local cerrando la puerta tras de sí. Los cuatro muchachos vestían ropa deportiva y mostraban una expresión de pavor angustiosa.
Pilar y Rosa comenzaron a aporrear la puerta desde el exterior, pero los chicos estaban demasiado asustados. Temblaban como sacudidos por una fuerza sobrehumana. Se alejaron hacia el interior del local dejando a las dos amigas en una situación ciertamente comprometida.
Miraron en derredor.
A la carnicería causada por el múltiple accidente, se iban sumando poco a poco, seres cuyo comportamiento extraño difería en gran medida de su aspecto humano y que mostraban asimismo un apetito voraz por la carne del mismo género.
-Rubia, -intervino Rosa- de aquí hay que salir escopeteadas.
-De acuerdo, listilla.  Pero ¿donde vamos?
Escrutaron los dos extremos de la calle. Hacia el norte, un incesante aluvión de bestias se precipitaba hacia el montón de chatarra. Hacia el sur, camino de la frontera con Marruecos, una masa de ciudadanos heridos huía desorganizada y enfebrecida, sin mostrar piedad ni sentimientos hacia los que caían indefensos a su paso.
-¡Mierda! Los móviles están dentro- precisó Rosa.
-Pues si no nos movemos, esta manada de hijos de puta nos van a comer hasta el …
-¡Ven! –interrumpió Rosa echando a correr.
A unos treinta pasos, la calle se abría perpendicularmente hacia el este en una suave pendiente que llegaba hasta la playa.
Pilar arrancó en pos de la morena de rotunda figura.
-¿Dónde vamos, loca?
-¡A Piñero!
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La tremenda explosión de las cocinas del Club de Tropa Cabo Noval llenó de un espeso humo negro la atmósfera y el ruido pudo oírse a kilómetros de distancia pero el cabo primero Berciano ni siquiera pestañeó. Tampoco se volvió para comprobar si quedaba algo en pie, de su lugar habitual de trabajo después de la detonación.
Comenzó a buscar con la mirada su “Vespa” marrón. Ya había comprobado que los teléfonos móviles habían dejado de funcionar cuando intentó llamar a casa y no consiguió conexión alguna.
Había que llegar allí de alguna manera, pero su motocicleta no se encontraba donde la había dejado por la mañana. Había un par de vehículos estacionados en la acera opuesta al club, uno con las puertas abiertas, y el otro incendiado.
El paseo marítimo, un proverbial lugar de esparcimiento y una constante exposición de vida cada mañana, estaba ahora desierto y vacío.
Se acercó al vehículo que no estaba en llamas. Era un “Hyundai Elantra” de color gris metalizado. Por su experiencia en el ejército, Berciano sabía cómo arrancar un coche practicando un “puente”, esa hábil maniobra en la que un oportuno contacto en los cables de encendido permitía a cualquiera hacerse con un automóvil ajeno. En esta ocasión no iba a ser posible. Alguien lo había intentado antes sin la pericia necesaria y había destrozado los cables.
Había que pensar en algo y bien rápido. El cabo de caballería Berciano encontraría un recurso.
¿Caballería?- pensó.
Comenzó a caminar en dirección opuesta a la playa.
A un par de cientos de metros, en unas cuadras pertenecientes a la Sociedad Hípica Militar, “Black Rayo” devoraba tranquilamente su dosis diaria de alfalfa.
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Virginia se encontraba en lo mejor de la tarde. Estaba de vacaciones y además hoy no había ido al gimnasio. A través de los cascos de su “MP 4”, la voz desgarrada de Falete  demandaba urgentemente un amor sin censuras y pedía permiso para aferrarse a la cintura de alguien a quien amar libremente sin misterios ni ataduras. En sus manos, un libro de poemas de Pedro Salinas y sobre una mesa cuadrada junto al sillón, una bolsa, ya medio vacía, de piquitos artesanos “Obrador de Antequera”.
Virginia masticaba un crujiente y sabroso piquito cuando sonó el teléfono.  Condenó a Falete a guardar silencio temporalmente y contestó la llamada.
-Dime, gordo.
-Virgi –respondí-, escucha bien lo que te voy a decir.
-Ya estamos con los misterios.
-¡Virgi, joder! ¡Escúchame!
-No te puse la sidra en la lista, pero te tienes que traer por lo menos dos botellas - insistió mi  amante esposa.
De un tiempo a esta parte la encontraba particularmente guapa. Una dieta baja en calorías, sesiones diarias de gimnasia y cerveza en dosis controladas, estaban haciendo maravillas en su anatomía, pero ahora no tenía tiempo de recrearme en la hermosa visión de sus sinuosas y enloquecedoras curvas, antes bien, estaba comenzando a sentir urgentes deseos de estrangularla.
-Virginia Ana– esta vez probé a emplear su nombre completo-, ¿quieres hacer el favor de prestarme atención un momento?
-¡Veeeenga!
-Estamos en Piñero y tenemos un problema de puta madre.
-¿Se han acabado los piquitos?
Las venas en mis sienes estaban a punto de estallar. Mi tensión arterial debía estar subiendo a un ritmo de locura.
-Virginia –traté de explicar- estamos encerrados en la tienda de Diego y en la calle está pasando algo muy raro. Hay como una especie de zombies comiéndose a la gente.
-¿Qué te has bebido, Pedro? –preguntó escéptica.
-Virgi- intenté reponerme-.  ¿Tienes el inalámbrico?
-Si.
-¿Serías tan amable de asomarte a la terraza, echar un vistazo y contarme qué ves?  ¿Por favor?  ¿Eh? ¿Chati?
-Voy.
Conté mentalmente los pasos que separaban la pieza principal de nuestra casa de un  pequeño balcón con vistas a la calle Mar Chica, de histórica raigambre y jalonada de eucaliptos centenarios.
-Pedro, qué es lo que quieres que… ¡Aghhhhhhhh!
Oí el grito. Y mi cuñado. Y Chico. Y Mari. Y Diego Piñero.
Quizá el desgraciado de la yugular hecha papilla a quien habíamos sentado en el rincón más próximo a la nevera de los yogures mientras decidíamos que hacer con su patético cadáver también lo oyera.

De manera casi imperceptible había empezado a mover su pie derecho.

sábado, 11 de enero de 2014

Capítulo 2 Vuelve el lobo.


24 de Diciembre

Abajo, en la cocinas, algo debía estar quemándose. A estas horas del mediodía, en el Club de tropa “Cabo Noval” el olor a calamares fritos, adobo o arroz era algo habitual. Decenas de melillenses solían almorzar en este local que, además de servir como lugar de recreo para los soldados de la plaza, ofrecía un excelente servicio de restaurante a quienes no formaban parte del estamento militar.
Pero esto no era arroz un poco pasado. Los efluvios que emanaban de la cocina en la planta baja del edificio hacían presagiar que alguien tendría que pasar un buen rato rascando los restos de una paella convertida por efecto del fuego y la torpeza en pura acrilamida tóxica.
El cabo primero Berciano levantó la mirada de la pantalla de su ordenador en el que acababa de inscribir a una bella soldado de origen peruano como posible candidata a un curso de adiestramiento de perros en la Escuela  Cinológica de la Defensa, con base en Alcorcón, Madrid.
Berciano husmeó en el aire. Miró hacia el exterior a través de los amplios ventanales de la planta superior del edifico, en la que se encontraba la “Oficina de Información al Soldado”.
El olor a quemado le hizo desear dar un par de bocanadas a su pipa de caoba medio cargada de tabaco “Virginia Golden”. La cogió de su mesa sobre la cual permanecía apagada y expectante desde que la bella soldado Cherryl María Chamainagua había venido a ofrecer sus conocimientos perrunos en defensa de la patria. Se levantó y se acercó a la ventana mientras la encendía con un par de profundas aspiraciones.
El día estaba oscuro. El poniente seguía soplando y la tarde era desapacible. No obstante, la mar estaba en calma. En el horizonte, el navío de la compañía “Armas” se aproximaba al puerto de la ciudad, procedente de Motril, en la costa granadina.
Un poco más cerca, una escena bien distinta y en extremo desconcertante se estaba desarrollando.
El vigilante de seguridad del club había abandonado su puesto en la caseta de la entrada y se dirigía tambaleante hacia la bella soldado Chamainagua que se proponía abandonar las dependencias del club.
El chico, algo orondo, era relativamente nuevo en su puesto pero Berciano no recordaba haberlo visto beber durante los escasos turnos de guardia en los que habían coincidido. Sin embargo, desde arriba, el muchacho presentaba el aspecto de alguien que hubiera tenido un serio encontronazo con la bebida.
Tampoco recordaba haberlo visto con la camisa reglamentaria rasgada.
Y, desde luego, tampoco recordaba haberlo visto con los ojos en blanco, la mandíbula superior al descubierto y parte de los músculos faciales colgando sangrantes sobre la enseña de “PROSESA-SEGURIDAD”, veinte o veinticinco centímetros por debajo de donde debían estar.
A Berciano se le cayó la pipa de los labios. Ni siquiera se preocupó de recogerla. Se le dilataron las pupilas.
En una fracción de segundo, aquel remedo de ser humano que había sido minutos antes el vigilante González, se abalanzaba sobre la bella pero aterrorizada soldado y ambos caían al suelo en un frenético y enrevesado forcejeo en el que los aullidos agónicos  de la una y los pavorosos rugidos del otro, terminaron por poner los vellos de punta al cabo primero Berciano.
Y la fiesta no había hecho sino empezar.
El chico comenzó a dar histéricas dentelladas en el rostro de la soldado que se debatía sin el menor éxito en una lucha inútil ante un adversario que no parecía humano. Con ambas manos agarraba la cabeza de la desafortunada joven y golpeaba con ella las baldosas grises de la entrada al club. El cráneo terminó por producir un sordo crujido y se abrió violentamente sobre el suelo
Berciano no podía dar crédito a lo que veía.
Una persona estaba siendo devorada ante sus propios ojos.
Ahora, además, la molesta humareda proveniente de las cocinas estaba llegando al piso superior.
Berciano tosió.
El ex vigilante González levantó la cabeza y escudriñó el paisaje con movimientos espasmódicos de su rostro desfigurado. Asomada a la ventana, descubrió la efigie del asustado cabo primero de caballería Ginés Robles Berciano.
El monstruo abandonó a la chica y comenzó a caminar hacia la entrada que daba acceso a las oficinas con lo que, en otras circunstancias, habría resultado un gracioso bamboleo.
Berciano era un hombre de natural sosegado y cuerpo menudo, ágil y rápido como una mangosta. Había aprendido a ser escurridizo y a hacerse invisible en su larga vida militar, así como también se había hecho acreedor de una cierta fama de hombre con suerte en más de un lance comprometido durante la intervención española en la guerra de Bosnia.
Se dirigió hacia las escaleras y aguardó hasta ver aparecer al inefable González cuyos músculos pectorales lucían ahora arañazos profundos producidos por la manicura francesa de la  hermosa peruana, cuyo espíritu ahora volaba, probablemente, camino del reino del sol, tarareando “El cóndor pasa”.
En el primer rellano se vieron cara a cara. Estaban a unos escasos dos metros el uno del otro. Berciano incluso pudo ver, atrapado entre los jirones de la raída camisa del vigilante, un pin del Atlético de Madrid. El pequeño cabo se lanzó hacia el extraño ser harapiento y ensangrentado. Este estiró los brazos hacia adelante en un intento por agarrar a su oponente pero el oponente fue más rápido y logró zafarse del mortal abrazo escabulléndose hacia la puerta en busca de la hipotética libertad del exterior.
Corrió hacia la caseta de entrada saltando por encima del cadáver de la infortunada soldado Cherryl Maria. En alguna parte de la pequeña dependencia destinada al guardia de seguridad debía estar el arma reglamentaria de éste. Abrió un par de cajones de la pequeña mesita de hierro medio oxidada. No hubo éxito. De una alcayata en la pared colgaba una bolsa de lona con el anagrama de “Nike”. La abrió. Extrajo un pesado revólver “Astra 960” del calibre 38 especial.
Aquella especie de fantasma viviente con el uniforme de “PROSESA” se aproximaba preocupantemente. Había perdido media docena de piezas dentales pero exhibía las que le quedaban con amenazadora insistencia.
Berciano abrió el tambor del arma. Estaba descargada. Rebuscó en la bolsa de “Nike”. Había diez o doce balas. Introdujo las seis que el letal artefacto admitía. Salió de la pequeña habitación acristalada y apuntó al pecho del monstruo.
El estruendo fue terrible. Hacía años que no escuchaba una detonación similar. Los días de Bosnia quedaban, afortunadamente, muy lejos.
El muerto andante no acusó el disparo como Berciano habría deseado. Se limitó a trastabillar un poco y continuó la lenta pero inexorable caminata hacia el nervioso cabo de caballería.
Esta vez se acercó un poco más y apuntó el entrecejo de González. Casi tropezó con el cadáver de la bella peruana.
Hubo una segunda y definitiva detonación y una  pieza de plomo  le levantó la tapa de los sesos al desgraciado vigilante cuyo cuerpo andaba ya a  medio corromper. Un segundo más tarde caía al suelo con un ruido  sordo profundamente desagradable.
Berciano no pudo por menos que suspirar.
Miró en derredor. Todo era silencio. Un silencio sepulcral, inquietante, terrible… Un silencio mortal.
Notó algo en la pierna derecha.
Las manos de la prima de Fujimori se aferraban a su pantorrila izquierda y unos dientes blancos y amenazadores se cernían en torno a la pernera de su vaquero de “Massimo Dutti”.
“¡Mierda!” pensó. ¿Qué hacía aquella mujer muerta intentando engullirle?
La reacción esta vez fue puramente mecánica. El lobo que quedó atrás después de terminada la guerra en la antigua Yugoslavia había regresado. En sus ojos volvió a brillar una suerte de  instinto criminal primitivo y secreto.
Dirigió el cañón de su revólver a la cabeza de la chica y apretó el gatillo. Ni siquiera pestañeó.
El cabo primero Berciano contempló los dos cuerpos inertes sobre las baldosas del club de tropa.
Despojó al muchacho del cinturón de cuero en el que  llevaba la cartuchera del arma y se lo abrochó alrededor de la cintura. Le quedaba un poco holgado de manera que caía un tanto hacia el muslo por el lado de la funda.
Hizo girar el revólver en el aire dándole impulso con el dedo índice y lo introdujo en una décima de segundo en la cartuchera de piel adosada al cinturón.
Entrecerró los ojos y escupió en el suelo mirando al horizonte.
Salió a la calle con el paso decidido, el corazón a mil por hora y los pantalones de “Massimo Dutti” estampados con el cerebro de la bella soldado Cherryl María Chamainagua.
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En el interior de la tienda de ultramarinos de Diego Piñero, el silencio se había apoderado de los presentes.
Acababan de saber por mis palabras de la extraña jauría que acechaba en el exterior y del peligro que corríamos si intentábamos salir.
-Pedro, –inquirió Diego sacando de detrás del mostrador una pesada tranca de madera- esto nos puede valer de algo, ¿no?
Chico se agachó y comenzó a rebuscar en una caja de cartón dispuesta junto a las estanterías de la fruta. Al momento extrajo un hueso de jamón perteneciente a una pata de cerdo de regulares proporciones y lo blandió ante el grupo.
-¿Y esto? – preguntó.