24
de Diciembre
Había
algo dantesco en el aire de la media tarde.
Se aproximaba la hora en que las sombras se alargan y las almas se
serenan.
No
obstante, en el caminar resuelto y la
mirada torva del cabo primero Berciano no se reflejaba serenidad alguna. Sus
movimientos eran los de un autómata sin sentimientos, los de un robot tocado
acaso por un rayo de odio misterioso y profundo, cargado además de
incomprensión y de dudas.
¿Qué
estaba pasando? ¿Qué maldición diabólica estaba afectando a las personas que
encontraba a su paso?
Su
teléfono móvil no encontraba cobertura y necesitaba saber de los suyos. Si
había un Dios, hoy estaba en otras cosas porque el mundo a su alrededor se
había convertido en una pesadilla. Dante bajó a los infiernos para rescatar a
Beatriz. Él tendría que atravesar el suyo para encontrar a Amparo.
Sólo
hacía unos minutos, había presenciado como cuatro chiquillas con indumentaria
de jugar al pádel intentaban devorar, junto al árbol de Navidad que daba la
bienvenida al recinto, al encargado de pedir los carnets de acceso a las
instalaciones de la
Sociedad Hípica Militar. Aún resonaban en sus oídos los
aullidos de terror del infortunado. Un horario innoble, un sueldo de mierda y
al final, el pobre diablo dejaba este mundo viendo como una niñata con una
felpa de “Hello Kitty” le disputaba su hígado a otra con la ropa llena de
cocodrilitos verdes.
Ginés
volvió a emplear el revólver para despachar a las cuatro chicas y para acabar
con el sufrimiento de su víctima que, de
haber tenido aún la lengua, probablemente se lo habría suplicado.
Aún
humeaba el enorme cañón del arma cuando, al pasar por delante del gimnasio, contempló
a través de la cristalera un segundo espectáculo del circo de los horrores en
que se había convertido su camino hacia las cuadras. Los aparatos estaban cubiertos por una masa
sanguinolenta e informe sobre la que se despedazaban a mordiscos media docena
de engendros del demonio cuyos rostros semejaban calaveras, despojados ya de
cualquier rasgo humano.
Berciano
aceleró el paso mientras llenaba de nuevo el cargador de su 38. Varios de esos rostros espectrales
percibieron sus movimientos y comenzaron a aventurarse con pasos torpes y
desmañados hacia el exterior del siniestro gimnasio, en pos del pequeño cabo de
caballería.
Los
zapatos de Berciano chapoteaban sobre el césped
mojado de la pista de saltos. Unos pasos más allá, la tenue luz de un
par de sucias bombillas revelaba la ubicación de los establos.
“Black
Rayo” relinchó. A su lado, Ibonia, Castizo y Piropo se agitaron nerviosos.
Habían recibido un buen montón de alfalfa y les habían sacado a retozar unas
horas antes. Después, todo había sido silencio y quietud. Ahora alguien
perturbaba su descanso vespertino.
Sólo
“Black Rayo”, el viejo alazán solitario, pudo reconocer ese inconfundible olor
a “One” de Kalvin Klein.
Ginés
abrió la portezuela de hierro pintado en verde con marcas de óxido.
-¡Chato!
–saludó Berciano palmeando al tiempo el vigoroso cuello del animal que parecía
deleitado saboreando el encuentro-. Nos vamos a dar un paseo.
No
había tiempo para ceremonias. En unos segundos, el potro veterano estaba
enjaezado y Ginés sobre el lomo, ligeramente inclinado hacia la cerviz,
susurraba unas palabras al oído de la bestia.
No
hubo necesidad de espolear el poderoso costado del caballo. Desafiando la
natural querencia inducida por años de monótono confinamiento, inició un
enérgico galope hacia la salida del club militar.
Había
fuego en la mirada de ambos. “Black Rayo” recordaba aquellos días de
instrucción con ese hombrecillo amable casi flotando en su espalda, aquellas
galopadas sobre la arena mojada y amable de los amaneceres de Melilla… Nadie lo
había vuelto a montar como él. Nadie lo había entendido mejor que él. Y ahora
volvían a volar juntos.
La
barrera estaba echada. Por delante de ella, una espectral cuadrilla compuesta
por cuatro de los gimnastas a medio devorar se agitaba inquieta. Sin tirar de
las riendas, Berciano desenfundó el revólver y descerrajó sendos balazos. Tres
de los cuatro engendros cayeron al suelo con las cabezas destrozadas por el
plomo. El cuarto, indemne, tuvo la ocurrencia de aproximarse más de lo
aconsejable al flanco del caballo. “Black Rayo” leyó los pensamientos de su
jinete y retuvo el paso unas milésimas de segundo, tiempo más que suficiente
para que la pierna del cabo primero se zafara del estribo, tomara impulso y se
lanzara como un resorte hacia la cabeza del individuo. Se escuchó un crujido
profundamente desagradable. La cabeza se desprendió del resto del cuerpo y voló
por los aires.
Unos
metros adelante, “Black Rayo” saltaba la barrera de hierro pintada a rayas
rojas y blancas.
Atrás,
sobre los oscuros adoquines, quedaba un cuerpo musculoso pero decapitado y a unos
pasos, un siniestro árbol de Navidad a cuya decoración se había añadido, por un
curioso efecto del destino y de la física, una cabeza humana con los ojos
sangrantes.
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-¡Señor!
¿Es ahí abajo?
La
sargento González Novelles señaló un enorme edificio a unas decenas de metros
por debajo del helicóptero.
El
ruido de los rotores del destartalado “Super Puma” del Ejército de Tierra hacía
la charla casi imposible y forzaba a los ocupantes de la cabina a subrayar sus
palabras con gestos precisos y
estudiados.
El
hombre del traje negro cerró el puño ante los ojos de la chica y elevó el
pulgar en señal de asentimiento. La atractiva piloto volvió la mirada hacia la
superficie de la extensa azotea sobre la cual “el pájaro” tendría que posarse
en unos instantes. A estas horas de la tarde, el viento había amainado sensiblemente
y el aparato respondía sin inoportunos cimbreos a las diestras manos de la
experta sargento.
Una
nube de polvo comenzó a elevarse en cuanto el cacharro inició el lento descenso
sobre la gravilla de la amplia azotea y del mismo emergieron, uno a uno, los
ocupantes del helicóptero.
Un
oficial con aspecto de joven universitario fue el primero en caer al suelo. Le
siguieron varios hombres y dos mujeres. El tipo del traje negro fue el último
en abandonar la cabina. A bordo quedaron, la sargento González Novelles y un
fornido soldado de tez oscura y hombros de hipopótamo.
-¡En
seis minutos estamos de vuelta!-habló el oficial. ¡No importa con quién nos
encontremos! ¡Nadie pregunta nada!
¡Nadie explica nada! ¡A la menor duda disparamos a la cabeza! ¿Entendido?
-¡A
la orden!- corearon.
-¡Chocrón!
¡Hamed! ¡Vosotros aseguráis el perímetro y vigiláis al pájaro.
El
capitán Juan de Dios Perea conocía bien a sus muchachos. Suplía su carencia de
envergadura con una resolución y unas dotes de mando absolutamente inusuales en
oficiales tan jóvenes.
-¡Martínez!
¡Ruiz!... ¡Abajo!
-
¡Martín! ¡Mengual! ¡Venid conmigo!
Todavía
hubo tiempo para una última indicación a la piloto.
-¡Bárbara!
–en esta ocasión empleó el nombre de pila de la joven-. Si no estamos aquí en
seis minutos…
-Si
no está usted aquí en seis minutos… ¡Que Dios nos proteja, señor!
El
hombre del traje negro consultó su reloj.
-¡Suerte,
Perea!- exclamó.
El
pequeño oficial agradeció el gesto elevando la mano y tocando levemente el
costado de su boina de combate.
-Confío
más en esto –señaló, bajando la mano hasta la empuñadura de su arma
reglamentaria.
Santiago
Cobreros, el hombre del traje negro, conocía bien al tipo que se alejaba al
frente de sus hombres. Si había que confiar en alguien en estos momentos, el
capitán Perea era el hombre. De todas maneras, introdujo una mano en su
bolsillo y, mientras murmuraba una especie de oración, acarició suavemente una
medalla de la Madre Carmen.
El
grupo partió hacia la puerta de aluminio de la vasta azotea a través de la cual
se accedía a los distintos grupos de viviendas de la urbanización “La
Araucaria”.
Los
soldados se movían con una extraña
ligereza, casi con pasos de danza, a pesar del pesado armamento que
transportaban. En las manos de cada uno, un moderno rifle de asalto “Heckler & Koch G36-E” de fabricación alemana.
Unos pisos más abajo, Alejandro Hernández se removía inquieto en su
sillón de lectura. Por si fuera poco lo de ese tremendo ruido en la azotea, varias
veces había sido interrumpido durante la tarde por ruidos casi constantes en
las escaleras y todo había sido un auténtico barullo de gritos, golpes y
portazos. Desde los primeros días en que ocupó este modesto apartamento, los
más jóvenes del vecindario se habían obstinado en hacer de sus tardes un
calvario insoportable pero, en algún momento de este último año, creía que
había terminado por acostumbrarse. No obstante, lo de hoy estaba siendo
especialmente violento.
De nuevo un par
de golpes. Esta vez en su propia puerta. Saltó del sillón dejando caer el libro
al suelo. Abriría la puerta y les leería la cartilla a esos desvergonzados.
-¡Abra la puerta,
señor!
No era una voz de
crío. ¿Qué estaba pasando?
Accedió con
cierta renuencia al requerimiento de aquella voz adulta.
-¿El doctor
Alejandro Hernández?
Asintió con la
cabeza, incapaz de articular palabra.
El oficial bajito
le miraba fijamente a los ojos, los demás escrutaban nerviosos los accesos al
rellano sin dejar de apuntar con sus armas hacia un enemigo que él no acertaba
a ver.
-¡Acompáñenos!
-¿Qué pasa? ¡Qué
ha pasado? ¿Qué…?
-Déjelo todo como
está y acompáñenos. En un minuto se le informará debidamente.
-Estoy en pijama-
adujo.
-¡Mala
elección! Hoy no va a dormir.
Se escuchó una
especie de rugido en las escaleras. La piel del cuello se le erizó al
científico y un tremendo escalofrío le sacudió la espalda.
Una ráfaga del “G-36”
de la soldado Mengual acabó con el colérico bramido.
-¡Vámonos! –urgió
el individuo del pijama-. Vámonos pero, ¡ya!
El grupo comenzó
el ascenso hacia el lugar donde aguardaba el helicóptero. Abierto boca abajo
sobre la tarima flotante del apartamento del científico del pijama, “La ciencia
y los no muertos” de Alejandro Hernández.
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En la tienda de
ultramarinos de Diego Piñero, el abigarrado grupo de personas recluidas entre
botellas de licor y latas de conservas de mil y una procedencias se debatía
ante un incierto futuro. Caía la noche.
Jose María, mi
enorme y musculoso cuñado había conseguido hablar con Eva, su mujer. En casa
estaban bien. Al parecer, el ejército había aprovechado la privilegiada
situación del bloque de viviendas que ocupaba el lugar más alto del centro de
la ciudad, para montar un puesto de control desde el que varias decenas de
soldados armados hasta los dientes, se mostraban capaces de defender la posición a toda costa. Lo que no
tenía Eva muy claro es de qué había que defender la posición a toda costa.
-Le he contado
más o menos lo que hay- explicó Jose María.
-¿Las niñas están
bien? ¿Ella está tranquila? –quise saber.
-Las niñas están
bien. Ella está histérica. Le he dicho que no podemos salir de momento.
-¡Eh! –intervino
Chico-. ¡Este tío está vivo!
Diego Piñero se
aproximó al cadáver.
-¡Mierda! ¡Se
está moviendo! –exclamó mientras se agachaba para reconocerlo.
Se oyó entonces
un fuerte ruido en la puerta. La cristalera se estremecía con los golpes. Descorriendo la cortinilla de aluminio que
guardaba el interior de los molestos fisgones y del sol de las tardes de
verano, pudimos ver a las dos jóvenes. La belleza de sus rostros había dado
paso a una expresión de pánico cerval y extremo. Aporreaban la puerta con
urgencia.
-¡Son Rosa y
Pilar Garnica! –apuntó Piñero en cuclillas sobre el hombre de la yugular hecha
pedazos-. ¡Abrid, por Dios!
El apuesto
propietario de la emblemática tienda de ultramarinos desvió la mirada unos
segundos del hombre sentado en el suelo, junto a la nevera de los yogures. La
piel grisácea del rostro del desgraciado traslucía ahora, dejando adivinar un
enrevesado diseño de venas y capilares de color oscuro como la muerte. Nadie
vio como abría los ojos, blancos como el mármol. Nadie vio como abría la boca.
Nadie pudo impedir que, con demasiada rapidez para alguien que llevaba un par
de horas muerto, lanzara sus mandíbulas ensangrentadas hacia el brazo desnudo
de Diego Piñero.
Fue un impacto
sordo y brutal. La cabeza se abrió en dos y una masa viscosa se eyectó con
violencia hacia el exterior.
Piñero miraba estupefacto
a la señora que había aparecido como por sorpresa de entre las estanterías. En
su mano, una lata de ochocientos gramos de codornices en escabeche.
-¡Mamá! ¿Qué has
hecho?- preguntó mientras se tapaba con la mano una pequeña herida causada en
el antebrazo, por los dientes del rezumante cadáver.