sábado, 29 de marzo de 2014

Capítulo 11 Sangre y manualidades.


25 de Diciembre
El coronel Escámez tamborileaba nerviosamente con la punta de los dedos sobre un par de cuartillas emborronadas con caóticas anotaciones hechas a lápiz sin orden alguno ni demasiada lógica. Cifras, nombres, lugares…
Algunos nombres habían sido tachados, diríase que con rabia, y otros recibían cada cierto tiempo un subrayado o eran encerrados en círculos superpuestos. "Libra"… tachado. “Oscar”… tachado. “Centro”… tachado.
-¡Con su permiso, señor! – un joven soldado con la cara picada de acné y la voz entrecortada se aventuró en la oficina del veterano militar al mando del operativo en la Torre Norte-. Hemos perdido al grupo “Pincho” y al grupo “Harera” No hay noticias de los grupos “Langosta”, “Alfil” y “Macarena”.
Escámez sacó un pequeño lápiz de IKEA de un lapicero hecho con una lata de refresco forrada de papel de plata sobre el que la foto de un estúpido y repeinado bebé deseaba a alguien “Felicidades, Papá”. Apretó con fuerza el lápiz sobre el primero de los nombres y lo desplazó de izquierda a derecha repetidas veces hasta hacerlo ilegible. De igual forma procedió con el segundo. Añadió un círculo más en torno a cada uno de los tres nombres restantes. Para “Langosta”, “Alfil” y “Macarena” aún había esperanzas.
-¿Qué hay de “Gin tonic”? –quiso saber Escámez.
El grupo “Gin tonic” se había constituido a primera hora de la mañana en el céntrico “Hotel Anfora” y constaba de no más de una docena de policías venidos de la península, de los que habitualmente se encargaban de misiones puntuales de refuerzo en la comisaría de la ciudad. Se sabía que habían sobrevivido a las primeras horas del estallido y que se habían hecho fuertes en el restaurante del establecimiento en el que se hallaban hospedados, situado en la azotea del emblemático edificio.
Después de un día en el que se habían sucedido las noticias más funestas desde cada rincón de la ciudad, para el ánimo de los integrantes del puesto de mando de la Torre Norte, la existencia de algunos grupos de resistentes activos ante la pesadilla que estaba terminando a dentelladas con la población de Melilla,  suponía un valioso estímulo y abría algunas expectativas.
-Perdimos la comunicación a las veintitrés cero nueve, señor– fue la lacónica respuesta del joven soldado.
-¿Pero estaban bien?
-Hasta el momento de bajar sí.
-¿Bajar? –el coronel estalló iracundo-. ¿Cómo que bajar? ¿Bajar a dónde? ¿Yo no había ordenado que se quedaran allí?
 -Son polis, Javier –se oyó una sensual voz femenina-. Los polis, ya sabes, vamos a nuestra bola.
La subcomisario Del Campo, con los brazos cruzados y apoyada en el quicio de la puerta, llevaba algunos minutos contemplando la escena y no pudo evitar intervenir.
-¡Maloles! –exclamó sorprendido  y aliviado Escámez-. ¿Qué haces tu aquí arriba?
El militar y la agente de policía habían trabajado juntos  en la época en que ambos pertenecían a los grupos de información de sus respectivos estamentos y de la forzosa colaboración inicial entre los dos había terminado por surgir una amistad sincera que ambos se honraban en perpetuar.
-De los míos no queda nadie. La jefatura cayó a primeras horas de esta mañana y todo lo que queda de la plantilla es un montón de cadáveres esparcidos por los alrededores –explicó la agente cuya melena rojiza parecía empeñarse en caer por delante de sus preciosos ojos de color miel.
El soldado de las espinillas en el rostro comenzaba a mostrarse inquieto, poco acostumbrado a ver a su jefe directo en tal estado de excitación y nerviosismo.
-¿Alguna otra cosa, mi coronel? ¿Me puedo retirar?
-Márchate y a ver qué puedes averiguar de los gili… -se interrumpió- de estos chicos del  “Gin Tonic”.
-¡A la orden!
-¡Y tráeme una radio!
El joven soldado se despidió con un torpe saludo que distaba mucho de resultar marcial aunque, a fin de cuentas, eso iba importando cada vez menos.
Al atravesar la puerta, parcialmente obstruida por el curvilíneo cuerpo de la veterana subcomisario, no pudo evitar lanzar una mirada furtiva y vertiginosa al escote semiabierto de la camisa azul de la agente que, coquetamente, no hizo el menor esfuerzo por apartarse.
-Disculpe, seeeeeñorita- acertó al fin a balbucear el muchacho, experimentando simultáneamente un incómodo y repentino rubor en sus estropeadas mejillas.
El coronel Escámez se levantó, rodeó la enorme mesa de metal tras de la cual se hallaba sentado, y se aproximó a la mujer del cabello rojo.  Se abrazaron.
-¿Qué pesadilla es esta, Maloles? ¿Qué mierda está pasando?
Un par de lágrimas pugnaban por escapar de los ojos del coronel, quizá por ello no hizo por deshacer el abrazo. Lo último que deseaba era que alguien se apercibiera de que también él se encontraba perdido en este infierno de dolor y muerte en el que se hallaban  sumergidos y por el que él y un escaso puñado de hombres desesperados llevaban demasiadas horas caminando a ciegas.
-Algo hemos hecho mal y lo estamos pagando, Javier. Lo estamos pagando muy caro.
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La soldado Mengual contemplaba a través de la mirilla telescópica de su rifle de precisión la explanada de cemento que se abría ante la fachada sur del hospital comarcal de la ciudad autónoma de Melilla. Era una sensación nueva y tremendamente perturbadora. La contemplación del mal sin origen, sin justificación y sin ideas la desconcertaba hasta un punto que la hacía sentir enferma, con esa sensación de enfermedad que se parece tanto al miedo y que hace que los mejores soldados pierdan el juicio en el momento más inoportuno e inesperado.
Los vio salir del edifico. El soldado Juan Martínez avanzaba por entre los vehículos en busca del doctor Castillo. A su lado, dándole la espalda, el soldado Martín Martínez cubría vigilante, cada paso de su compañero.
-¡Comarca para Doble Eme! ¡Comarca para Doble Eme! ¡Abortar misión! ¡Repito! ¡Abortar misión! ¡Cambio!
La soldado Mengual llamaba de regreso a sus compañeros.
-¡Aquí Doble Eme! ¿Qué ha pasado? ¡Cambio!
-¡Objetivo perdido! Sigue ahí, a unos treinta metros a vuestra izquierda, pero, creedme, el tipo ese está listo! Está más muerto que vivo; ya no podéis hacer nada por él. ¡Volved a la base! ¡Repito! ¡Volved a base! ¡Cambio!
Martín y Martínez dirigieron sus miradas hacia el este, en la dirección que la belleza de ojos negros situada en el alféizar de la ventana de los laboratorios les acababa de indicar.
El Doctor Castillo, o lo que quedaba de él, se afanaba por descuartizar salvajemente a un anciano vestido con una chilaba que en algún momento fue blanca y que ahora no era más que un carnaval de manchas de sangre oscura y renegrida. El anciano se defendía con torpes dentelladas la mayoría de las cuales acababan por cerrarse en torno al único brazo de que disponía el otrora insigne especialista en cuidados paliativos.
El espectáculo era sobrecogedor. No obstante, algo atrajo la atención de los comandos y les obligó a concentrarse en un nuevo e hipotético objetivo.  Una especie de susurro concitador y misterioso surgía de la parte trasera de un vehículo estacionado a escasos metros en dirección oeste.
-¡Un momento, Comarca! ¡Hemos visto algo! ¡Cambio!
-¡Volved a base! ¡Gilipollas! ¡Repito! ¡Gilipollas! ¡Cambio! –la soldado Mengual empezaba a impacientarse.
Los hombres se aproximaron al origen de tan enigmáticos gemidos.
El soldado Juan Martínez giró con suavidad el botoncillo negro de la pequeña emisora de radio sujeta a la parte superior izquierda de su chaleco antibalas y la diminuta luz verde se apagó con un leve “click” sonoro. Llevándose los dedos corazón e índice de su mano derecha a los ojos y después hacia la puerta trasera de la furgoneta, indicó a su compañero Martín que anduviera ojo avizor ante cualquier posible amenaza proveniente del interior una vez hubieran abierto la portezuela. Sin dejar de apuntar con sus armas, la abrieron de golpe.
La fiera los arrolló de una forma salvaje y bestial. El golpe fue brutal para ambos.
Martínez salió despedido por el aire y cayó sobre una vieja “Honda Transalp” tumbada de lado en el asfalto. Su cuerpo sufrió el impacto del bloque del motor en la parte posterior del cuello. Por fortuna para él, cuatro de sus vértebras cervicales estallaron violentamente provocando una parálisis instantánea que le impidió sentir el dolor del primer bocado. Tres “caníbales” surgidos de donde sólo el diablo sabía se abalanzaron sobre el infortunado militar y comenzaron a despedazarlo cruelmente.
A un par de metros de distancia, el soldado Martín, imposibilitado para utilizar su arma reglamentaria por el mortal abrazo de aquella bestia horrible  cuyas fauces ensangrentadas arrancaban pedazo tras pedazo de su rostro demudado por el dolor, aullaba agónicamente y pedía a los cielos una muerte rápida y misericordiosa.
La muerte vino, al fin, de las alturas.
Un proyectil de plomo con blindaje de latón atravesó limpiamente su cráneo y acabó con la agonía del veterano comando.
La soldado Mengual enjugó una lágrima con el dorso de su mano y puso de nuevo el dedo en el gatillo de su “Heckler & Koch G36-E”.
El segundo disparo arrancó a la bestia su último alarido e hizo saltar su cuerpo hacia atrás. En el suelo, inerte, inexpresiva y exangüe, la bestia volvía a ser Irene, tal como rezaba en un bonito broche de lana bordada en colorines sobre fieltro celeste y rosa.
El leve viento que comenzaba a soplar, inundó el interior de la furgoneta y se llevó parte de ese hedor a muerte que, hasta hacía unos minutos había encerrado.
Caminando hacia ese incierto más allá, los soldados Martín y Martínez aún conservarían seguramente en sus retinas, el desconcertante rótulo sobre el costado de la maldita furgoneta blanca: “Manualidades TRICKY´S”.
-¡Comarca para Mando! ¡Comarca para Mando! –la  soldado Mengual se esforzaba por emitir su fatídico mensaje-. “Hemos perdido a Doble Eme!
-¡Mierda! –exclamó el capitán Perea.
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Ginés abrió la puerta de la tienda con extrema cautela. Jose María y Chico me escoltaban. Tratábamos de recuperar del maletero del “Hyundai Tucson” de Jose María, estacionado a escasos metros de la entrada, una emisora de onda marina con la que solíamos comunicarnos en nuestros frecuentes viajes a casas rurales cada vez que íbamos de vacaciones.
Nos acercamos al vehículo sin demasiados problemas.  Abrimos la trasera del todoterreno y, de una caja de plástico negro con un pequeño cierre, extrajimos un pequeño botiquín y la emisora portátil.
-¡Cuidado con ese! –advirtió Ginés, percatándose de un individuo vacilante que se acercaba chasqueando las mandíbulas.
Chico se adelantó a los acontecimientos y, de un potente y certero mandoble, le incrustó su inseparable hueso de ibérico en mitad del cráneo, que terminó por estallar sonora y espectacularmente, esparciendo al momento una considerable ración de sesos por la acera.
-¡Ya está! –espetó Chico consecuente.
Desde el interior de la tienda, Mari contemplaba la escena sobrecogida.
-¡Ay mi niño! –exclamó orgullosa-. ¡Cómo es!
Encendieron la radio.
Una serie de zumbidos sin sentido hirió los oídos de los presentes que desandaban el camino hacia el interior del establecimiento que se había convertido en ocasional guarida para el grupo de resistentes.
-¿Hola?
Llegó al fin un sonido identificable.
-¡Aquí Virgi! ¿Alguien me oye!
Jose María pulsó el botón de “Speak”.
-¿Virgi? –preguntó.
-¡Aquí Gin Tonic! -se escuchó una tercera voz.
-¿Gin.., qué? –esta vez fue Jose María quien habló.
-¡Gin Tonic para Torres! ¡Gin Tonic para Torres! ¡Aquí el inspector Bautista! ¡Vamos para allá! ¡Repito! ¡Vamos para allá! ¡Quedamos cuatro!
-¡Aquí Virgi! ¿Vais para donde?
-¡Aquí Piñero! ¡Virgi! ¿Estás con Torres?
-¡Aquí Torres! ¿Quién coño es Piñero?

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2 comentarios:

  1. Ooohhhh!!!! �������� Se acabó!!!!
    Quiero más Pedro!!! Ha merecido mucho la pena la lectura ������ Gracias x este rato tan estupendo!!!

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    1. Gracias, guapísima. Muchísmas gracias por leernos. Y un besazo.

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