sábado, 5 de abril de 2014

Capítulo 12 El blues de la muerte.


25 de Diciembre
El plan, en principio, pasaba por averiguar si en torno a nosotros había más supervivientes y, en caso de que los hubiera, dar con la manera de asegurar la comunicación entre los posibles focos de resistencia existentes. Aunando esfuerzos, quizá consiguiéramos recuperar la calle y liberar a quienes, como nosotros, hubieran quedado aislados del resto de la ciudad. Nuestro “grupo” disponía de víveres en abundancia y, de momento, salvo Diego Piñero, cuyo sueño era constantemente velado por Pilar y por Rosa, los demás nos encontrábamos bien tanto física como anímicamente pero existía la posibilidad de que, a nuestro alrededor, no todo el mundo pudiera encontrarse en una situación tan cómoda.
Virginia y los niños estaban bien, o al menos, eso es lo que había creído entender después del curioso intercambio de frases entrecortadas al que habíamos asistido minutos antes a través de nuestra pequeña pero potente emisora de radio. Suspiré aliviado cuando se despidió con un “Vamos para allá. Cambio, chati”. Me reconfortó igualmente oír de fondo la voz de mi hijo Pedro interpelando a su progenitora “¡Chati, cambio! mamá”.
Por otra parte, era esperanzador conocer que, en las torres del Quinto Centenario, se había constituido una especie de “gabinete de emergencia” que se había hecho cargo de las operaciones ante lo que parecía ser una eventualidad con mucho mayor alcance de lo que habíamos supuesto en un principio. A partir de ahora, sabíamos que “Torres” era nuestro jefe inmediato y que, probablemente, un buen equipo de profesionales con más ideas que nosotros ya estaría trabajando en una hipotética solución al sangriento drama en el que estábamos metidos hasta el cuello.
-Llevo un rato mirando hacia las ventanas de los edificios de ahí enfrente y no parece que haya demasiado movimiento –explicó Ginés, que ciertamente llevaba un par de horas vigilando el exterior-. Si los vecinos del barrio siguen vivos, puede que estén demasiado asustados para asomarse a la calle.
“Si siguen vivos” pensé.
-¡Hoooooooola! –Chico había construido un megáfono casero cortándole el fondo a una garrafa vacía y sin tapón de aceite de oliva virgen extra “Hojiblanca”, de Antequera y, habiéndose aproximado sigilosamente al pequeño cabo primero Berciano, gritó el coloquial saludo con toda la energía que sus generosos pulmones pudieron acumular, justo al oído del experimentado militar.
Verdaderamente, el instrumento funcionaba a la perfección, a juzgar por el salto que efectuó Ginés de manera casi instantánea.
-¡Tu madre, niño! –acertó a responder Berciano al tiempo que intentaba controlar los temblores repentinos ocasionados por el sobresalto.
Consideramos la opción “megáfono” durante unos minutos y finalmente acordamos una rápida salida de nuestro refugio para, desde la acera,  y sin alejarnos significativamente  de nuestra guarida, lo cual podría constituir una situación de peligro añadido, llamar la atención de cualquier ser humano con un aparato auditivo medianamente decente y en condiciones manifiestas de operatividad en un par de centenares de metros a la redonda.
Con las precauciones habituales nos dispusimos abrir la puerta. En unos segundos, la sólida persiana de acero estaba de nuevo enrollada y teníamos vía libre hacia el exterior de la tienda.
Fui el primero en salir. Todo parecía en calma. El silencio era casi absoluto y tan solo esporádicas rachas de aire fresco rompían esa quietud de muerte que impregnaba cada rincón de la geografía inmediata expuesta ante nuestros ojos.
Chico, Ginés y Jose María salieron tras de mí.
El menor de los hermanos Piñero blandió el instrumento sonoro.
-¿Quién grita?-preguntó.
-¿Quién grita, cabrón? –era Ginés quien hablaba mientras introducía su meñique derecho en el oído intentando –supuse- aliviar el intenso dolor de tímpano-. ¡Pues tú, que lo haces de puta madre!
Aplaudimos en silencio la idea. Habida cuenta de que Ginés permanecía parcialmente conmocionado y aún experimentaba leves aunque incómodas convulsiones y de que mi cuñado Jose María tenía la boca llena, ocupado como estaba en terminar una bandeja de empanadillas caseras de atún con pisto, la elección de Chico como  responsable de la llamada nos pareció la más acertada.
-¡Weeeeeeeeeeeoooooooo!
El mundo de la ópera había perdido una excelente oportunidad de contar con una estrella fulgurante. La voz de Chico Piñero se expandió poderosa y turbadora  hasta las alturas de los edificios colindantes.
-¡Weeeeeeeeeeoooooooo! –repitió.
La estampa del fornido mozo emitiendo su críptica llamada mientras exhibía en su otra mano su ya inseparable y característico hueso de jamón, adquiría ahora una épica grandeza a la que ninguno podíamos sustraernos. Chico se había transfigurado ahora en un moderno semidios, en un gigante, en un imponente jefe vikingo llamando a sus tropas a la batalla o indicándoles el camino hacia el Valhalla.
-¡Weeeeeeeeoooooooo! –insistió una vez más.
Escrutábamos con la mirada las alturas; cada ventana, cada terraza, el posible movimiento de un visillo tras los centenares cristales oscuros y silenciosos que no hacían sino reflejar la oscuridad de nuestro propio destino y enmarcar con el hormigón de los edificios la cárcel en la que cumplíamos una condena que ninguno merecíamos.
¡Weeeeee…
-¡Vale, Chico! –interrumpió Ginés con los ojos llorosos-. Creo que es suficiente.
-Si -intervine yo, aliviado por el silencio mientras seguía barriendo con la mirada las líneas de ventanas-. Ya hemos visto la respuesta.
Noté la mano de mi cuñado en el hombro.
-No. No hemos visto nada.
Lo miré, sorprendido.
Enarcando las cejas e inclinando su poderosa cabeza hacia el extremo norte de la calle me exhortó a que centrara mi atención en un movimiento extraño sobre el pavimento a unos escasos ciento cincuenta metros en la dirección indicada.
Un enjambre silencioso se abría paso entre los vehículos calcinados y los cadáveres diseminados que ocupaban buena parte de la superficie de cemento  y las aceras de la calle. Una marabunta siniestra caminaba atropellada y a trompicones, lenta pero inexorablemente en dirección a nosotros. Cientos de bestias con aspecto remotamente humano y ojos vacíos del color de la lluvia buscaban el origen de la llamada. Oteaban sin lógica y trataban de olisquear el aire, pero eran sus oídos los que les guiaban directamente hacia nosotros y hacia nuestro heraldo de la muerte, el hombre de la garrafa recortada y pulmones de barítono.
-¡Mierda! –exclamé.
-¡La que hemos liado! –apostilló Jose María.
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El capitán Perea caminaba con la cautela de los que ya se han cruzado con la muerte en una calle estrecha. Era como si la propia muerte le hubiera dado una palmada en el hombro al pasar a su lado y se hubiera perdido en las tinieblas con un “Nos vemos pronto, amigo”.
Había pasado por esto antes; había perdido a hombres por los que no habría dudado en arrancarse un brazo. Su carisma de soldado y su asombrosa inteligencia, asociadas a un exquisito tacto y a una habilidad extraordinaria para reaccionar de forma rápida y efectiva en las situaciones más imprevisibles y peligrosas la habían convertido en un personaje mítico en las unidades a las que había tenido en suerte pertenecer desde su ingreso en el ejército. Perea era sinónimo de efectividad y de profesionalidad. Perea era el paradigma del éxito en la batalla. Decir Perea era decir “Misión cumplida”.
Pero esto era distinto. Un enemigo cruel y despiadado, brutal e inconcebible arrancaba la vida a sus muchachos y esparcía las cenizas de su desesperación sobre cabezas arrancadas y miembros despedazados. El enemigo no empleaba otra estrategia que la irracionalidad más desconcertante y una especie de odio salvaje y animal que él, desde luego, no había conocido antes.
Juraría venganza. Martín y Martínez no habrían entregado sus almas al diablo sin que él al menos se llevara por delante a unos cuantos de esos malditos engendros repugnantes y  babosos.
Apretó el botoncillo de su radiotransmisor.
-¡Volvemos al laboratorio!
Los pasillos del hospital, usualmente repletos de personal y de pacientes, eran ahora un infecto laberinto cuajado de cadáveres y el silencio se erigía en una especie de sintonía macabra, densa y fatal.
Mientras caminaba hacia el lugar donde aguardaban el jefe Cobreros, el doctor Hernández y la recién encontrada doctora Solís, custodiados por un par de hombres, se preguntó si el plan de transportar el material necesario para la investigación hasta el cuartel general en las Torres no habría de ser reconsiderado. Con dos hombres menos, las posibilidades de éxito se verían mermadas peligrosamente, tanto para la misión como para los miembros restantes del grupo.
Quizá lo mejor sería despejar el laboratorio de cadáveres y de elementos hostiles en un radio conveniente y tratar de hacer del lugar un enclave seguro en el que ese tipo del pijama y la chica de la bata blanca pudieran encerrarse a trabajar. En un par de horas, empleándose a fondo, podrían sellar la zona. No era más que un procedimiento típico y ya conocía de sobra el protocolo. Hablaría con el mando en las Torres y solicitaría un cambio de órdenes.
Se detuvo en seco.
Acababa de escuchar un golpe en la zona de los ascensores a la que se aproximaba.
Volvió a oírlo.
Empuñó con fuerza el arma y dobló la esquina.
Un hombre con los brazos desgarrados y la ropa hecha jirones se daba de cabezazos contra la máquina expendedora cuya luz chisporroteaba con irregulares destellos mientras emitía pequeños zumbidos sonoros como los que producen las chicharras en las noches de verano.
Perea se acercó sigilosamente y propinó un soberbio culatazo en la parte posterior de la cabeza del desgraciado que se abrió como una sandía madura contra el vidrio de la máquina de refrescos y aperitivos.
El monstruo cayó al suelo. Fue una caída sin gracia, desmañada, poco teatral. Perea habría agradecido un poco de dramatismo, una cierta resistencia, un poco de lucha. Matar se estaba convirtiendo en algo aburrido.
Antes de reanudar el camino se quedó un par de minutos contemplando el interior de la curiosa máquina, ahora sin el cristal protector que había caído sobre el hombre de los harapos en el suelo.
“Mira por dónde” pensó.
Se apoderó de un par de barritas de “Toke” y de una lata de “Aquarius”.
Por los pasillos en penumbra del silencioso hospital comarcal de Melilla, los pasos del intrépido capitán Perea se confundían con una curiosa melodía que comenzó a canturrear mientras abría la primera chocolatina.
-De las glorias deportivas que campean por España, va el Madrid con su bandera, limpia y blanca que no empaña…
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-¿Te importa?
El coronel Escámez le tendió el transmisor a la sinuosa  subcomisario Maloles del Campo. La bella peliroja agarró el artefacto y apretó el botón rojo.
-¡Torres para Gin-tonic! Cambio.
La respuesta no se hizo esperar.
-¡Aquí Gin-tonic! ¿Alguien sabe qué coño está pasando? ¡Esto es una locura! Cambio.
- Te habla la subcomisario Del Campo. ¿Cuál es vuestra situación? Cambio.
-¿Nuestra situación? ¿Quiere que le diga cuál es nuestra situación? Pues mire, estábamos holgazaneando por el hotel en nuestra tarde libre y estábamos hasta los huevos de no poder estar en Alicante tomando horchata con polvorones, que es lo que más nos gusta en esta puta vida, cuando todo el mundo empezó a dar bocados al personal a diestro y siniestro. Tuvimos que liarnos a tiros con toda la peña. He matado yo mismo a casi media docena de mis propios compañeros. ¿Le gusta nuestra situación? ¡Cambio!
-Todo es un caos, muchacho –trató de condescender la bella policía de hermosos ojos marrones-. Tratamos de organizar esto a la mayor brevedad posible. Hay un mando militar establecido y un grupo de personas muy capaces haciendo lo imposible por dar con una solución.
El coronel Javier Escámez admiraba tanto sus vertiginosas curvas como el sensual acento con el que trataba de apaciguar al iracundo inspector Bautista.
-¿Por qué habéis dejado el hotel? ¿No era seguro? Cambio.
-Pensamos que podíamos hacer algo mejor que atrincherarnos y bajamos a la calle. Hemos encontrado supervivientes. Cambio.
-Tratad de traerlos hacia aquí. Las Torres, de momento, son el lugar más seguro. Cambio y corto.
Escámez aplaudió en silencio la decisión de la pelirroja.
La subcomisario sacó un lápiz dorado “Color Riche Rose Perle” de Loreal  y comenzó a repasar coquetamente el contorno de sus labios casi perfectos.
-A los míos hay que saber hablarles. No son soldados. ¡Ya sabes!
“Desde luego que sabía hablarles” pensó Escámez, enjugándose una gota de sudor en la sien derecha. De repente estaba sintiendo calor.
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El inspector Bautista Morales transmitió las órdenes.
-Nos vamos para las Torres del Quinto Centenario.
-¿Y este tio, jefe? ¿Se viene con nosotros?
El hombre jadeaba como un poseso. Tenía las manos ensangrentadas y las venas del cuello inflamadas por la tensión.
Pero era un humano.
O casi.
Cuando los escasos miembros del grupo “Gin-tonic” consiguieron abrirse paso hacia el exterior del hotel, para entonces convertido en una ratonera mortal, tuvieron que vérselas con grupos irregulares de ´”caníbales”  que campaban por las inmediaciones del establecimiento hotelero, devorando a quienes encontraban a su paso.
Al llegar al conocido como “Pasaje Avenida”, un pasadizo estrecho que atravesaba un enorme edificio modernista desembocando en la avenida principal de la ciudad, un insólito espectáculo les había sorprendido en toda su extraordinaria e insólita grandeza.
De una pequeña joyería situada a la entrada del mismo, un tipo extraño con la mirada torva y una energía felina y desconcertante, arremetía a guitarrazos contra cuantos monstruos se acercaban a la tienda. En el interior de la misma, un aparato de música reproducía a todo volumen “The thrill is gone” de B. B. King, “El rey del blues”.
Aparentemente atraídos por la música, el número de “caníbales” iba aumentando progresivamente, lo cual no parecía preocupar al enajenado individuo.
Los restos de, al menos cuatro guitarras eléctricas se mezclaban en el suelo, con los fluidos y los restos de masa encefálica de sus sucesivos agresores.
El inspector Bautista Morales contempló como hipnotizado cómo se deshacía de una fantástica “Fender” en su tradicional y atractivo color madera tras haberla reventado contra el cráneo de un caníbal vestido con una vistosa cazadora de la Cruz Roja.
Cada vez que el joyero asalvajado daba por finalizada la existencia de una de sus guitarras, volvía al interior de la tienda para aparecer a los pocos segundos con otra distinta a la que daba un trato similar.
El jefe Bautista logró calmarlo una vez sus muchachos se hicieron dueños de la situación.
-¡Vamos caballero! ¡No podemos seguir aquí! –trató de tranquilizarlo rodeándole por los hombros.
El joyero se puso la última guitarra al hombro y agachó la cabeza pesaroso y exhausto.
Comenzaron a caminar en silencio.
El inspector Bautista abría la marcha.
A los pocos minutos sintió una mano en el hombro. Se detuvo.
-¡Oiga! ¿A usted le gusta el blues?
-No mucho. La verdad.
-¡No puede ser! Mire usted,  el blues es como una filosofía. El blues es…
Una nueva pesadilla se cernía sobre el grupo “Gin tonic”.

Una pesadilla… inimaginable.

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