25
de Diciembre
Laboratorio
de Investigación Bacteriológica del Ejército.
Fresno
Blanco . Nuevo Méjico. Estados Unidos.
El
general Gallagher pegó un puñetazo sobre la mesa y la taza de café aguado que
reposaba junto al informe que acababa de recibir minutos antes sufrió una
repentina sacudida terminando por salpicar de diminutas manchas marrones las
hojas de papel blanco repletas de datos en forma de cifras, para él, desde
luego, absolutamente ininteligibles.
-¿Que
mierda habéis hecho? ¿Para esto tanto secreto y tanta leche? Meses enteros bajo
toneladas de tierra seca recalentada por el puto sol del desierto, meses
enteros de comer bazofia congelada, día tras día de aguantar esa cara de
imbécil que se os pone a todos cuando os dedicáis a jugar con vuestros putos
tubitos y vuestras mierdas humeantes ahí abajo y al final, ¿para qué?
La
voz del militar reverberaba imponente contra las paredes blancas de la estancia
en la que imperaban la escasez de ornamentos y la asepsia más absoluta.
El
grupo de científicos miraba angustiado hacia el suelo, sin fuerzas ni valor
para responder.
-Os
habéis cubierto de gloria y si no fuera porque no tengo ganas de manchar la
moqueta, yo mismo os pegaba un tiro ahora mismo.
-Pero
señor… -fue el doctor Barnaby quien trató de hablar- nadie podía sospechar…
-Pues
ese es vuestro trabajo, putos cabrones, sospechar. Y si no, haberos dedicado a
otra cosa. ¡Esto es el ejército! ¡Ya lo sabíais cuando vinisteis!
El
doctor Barnaby, de treinta y siete años, licenciado en química y biología por la afamada universidad de Berkeley
en California, era el jefe del Departamento de Investigación Bacteriológica de
las Fuerzas Armadas estadounidenses.
Había perdido a toda su familia en “el incidente” y ahora, para colmo de males,
tenía que aguantar la monumental bronca de Jess Gallagher, un huraño oficial
que alcanzó su tercera estrella tras la Guerra del Golfo en 1990, poco acostumbrado a los reveses de la fortuna
y siempre receloso de la colaboración con los civiles, a quienes siempre consideró
una molestia.
-Una
cosa es asegurar la defensa ante agentes patógenos susceptibles de utilización
por parte de un hipotético enemigo y otra bien distinta lo que se nos pidió que
hiciéramos –se defendió Barnaby.
-Me
estoy volviendo a plantear lo del tiro, maldito idiota –la voz del soldado
estalló cargada de ira-. Más vale que os pongáis a trabajar en serio ahora
mismo, no sea que me lie la manta a la cabeza y vuele todo este puto sótano de los cojones con vosotros dentro.
Los
seis hombres y las dos mujeres del equipo temblaban nerviosos de indignación e
impotencia. También ellos lo habían perdido todo y además ahora se habían
convertido en rehenes de su propio fracaso, un fracaso inducido por la
estulticia de un gobierno que les había exigido la monstruosa labor de
encontrar un agente químico mortal e indestructible con el que luchar contra una posible agresión química por parte
de países potencialmente enemigos en el cono sur americano.
La
radicalización de los denominados “países bolivarianos” bajo la inestable
batuta de ese loco venezolano de Hugo Chaves, en el poder desde 1999, y el
coqueteo indisimulado de los sucesivos gobiernos de Ecuador, Venezuela y
Colombia con la siempre díscola república de Irán, habían hecho que el Congreso
aumentara el volumen de las partidas presupuestarias relacionadas con la
investigación y el contraespionaje.
El
grupo comenzó a trabajar en la base de Fresno Blanco bajo la premisa de que el
objetivo principal del proyecto era encontrar antídotos eficaces contra la contaminación
química que pudieran ocasionar potencias
extranjeras valiéndose de la relativa cercanía de países como los que ahora
deambulaban, aborregados e inconscientes, escorándose cada día más hacia el
socialismo populista, siempre hostil a los Estados Unidos de América.
Pronto
quedó claro que bajo esa idea noble y legítima de la defensa de los intereses
del país del águila calva, subyacía un sórdido plan de ataque. Las
investigaciones dieron como resultado el
hallazgo del “Escrotium 57”, una peligrosa toxina tan mortal como
incontrolable.
Pese
a la manifiesta oposición del doctor Barnaby y del resto de científicos, las
primeras pruebas se llevaron a cabo el 21 de Septiembre de 2013 contra un grupo
de guerrilleros de las FARC colombianas localizado en la selva del Putumayo.
Los resultados habían sido desconcertantes. Al parecer, sólo los guerrilleros, cuyos principales
campamentos se salpicaban entre las plantaciones clandestinas de coca y las
cada vez más escasas de café, habían sobrevivido al ataque, siendo las bajas
entre la población civil, incontables.
EL
departamento no acertaba a adivinar qué había fallado. Las primeras imágenes
facilitadas por los satélites no hicieron sino acrecentar la confusión de los
primeros momentos. Al parecer, la enfermedad había hecho que la población
actuara de una forma extraordinariamente inusual, con una violencia y un
salvajismo inverosímiles.
La
segunda y definitiva serie de pruebas se llevó a cabo el día 20 de Diciembre.
As
Sulaymanya, una región montañosa al norte de Irak y Vardak, una pequeña provincia afgana en poder
de las milicias talibán fueron esta vez los objetivos elegidos.
Desde
el “USS Virginia”, un moderno submarino nuclear de la US NAVY , se lanzaron
sendos misiles de crucero “BGM-109 Tomahawk” dotados de una pequeña carga
biológica. En pocas horas, todas las fuerzas del infierno se desencadenaron con
la rapidez del rayo y la mortal eficacia de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
A
partir de ese fatídico momento, el caos y la enfermedad se habían expandido por
los cinco continentes y la población mundial había quedado dramáticamente reducida en el transcurso de
unos pocos días.
-General,
-se atrevió a hablar Barnaby- haremos lo que podamos, pero no espere nada
espectacular.
-¿Espectacular?
¿Queréis ver algo espectacular?
El
enfurecido militar señaló una de las pantallas del circuito de cámaras de
seguridad, la que recogía las imágenes de parte de las instalaciones en el
exterior de la base.
No
se trataba de nada nuevo. Ya habían presenciado antes la escena.
Miles
de figuras renqueantes y fantasmales vagaban siniestramente entre los vehículos
destrozados, los depósitos de combustible y las alambradas de la base como una
jauría enferma y sin alma. Cuerpos desmembrados o a medio devorar caminaban
como almas en pena formando un enjambre
del que solo les separaban algunos metros de hormigón y acero.
-Como
no me encontréis una vacuna o como mierda queráis llamarla, os hago llevar ahí
arriba y os suelto en medio de esa manada de hijos de puta hasta que no quede
de vosotros más que un puñado de huesos. Y tú, guapito –se dirigió amenazador
señalando con la punta del dedo al científico californiano-. Tú vas a ser el
primero.
-¿Por
qué? –inquirió Barnaby, molesto.
El
general se dio la vuelta y abandonó la estancia no sin antes pronunciar una
lacónica respuesta.
-¡Por
gilipollas!
___ ___ ___
La
galopada de “Black Rayo” hacia la vieja gasolinera de la “SHELL OIL” se
convirtió en una peligrosa gymkhana salpicada de vehículos humeantes, cadáveres en rápida
descomposición y monstruos acechantes que no dudaban en acercarse a la bestia
en movimiento, ignorantes del fin que les deparaba tal acción. Cada uno de los
engendros que osaba interponerse en el camino del animal caía arrollado bajo las patas del formidable cuadrúpedo.
Llegaron
a la estación de repostaje y Ginés desmontó de un salto. Sus rodillas se
resintieron un tanto. Los años y la guerra habían hecho bien su cruel trabajo. Se frotó ambas piernas durante un segundo y
volvió la vista hacia el extremo norte de la calle Carlos V. Los monstruos
comenzaban a aglomerarse ante la puerta de la tienda de ultramarinos de Diego
Piñero.
Localizó
la tapadera metálica de los depósitos subterráneos de combustible. En el
interior de la oficina debía haber una caja con las herramientas y llaves
necesarias pero el tiempo apremiaba y el cabo primero Berciano nunca fue de los
que se dejan llevar por las manecillas del reloj. Solía adelantarse a los
acontecimientos; eso le había salvado el pellejo en más de una ocasión.
El
viento soplaba ahora con algo más de intensidad. Si quería que el sonido de su
megáfono atrajera a esa putrefacta multitud enfebrecida debería emplearse a
fondo y no desperdiciar unos segundos que probablemente serían de oro a la hora
de escapar.
Desenfundó
el pesado revólver y descerrajó un disparo sobre el cierre metálico del disco
de acero que taponaba el acceso al depósito de gasolina sin plomo. Saltó sin
ofrecer el menor problema.
El
sonido del disparo atrajo las primeras miradas vacías de centenares de ojos grises.
Ahora
quedaba asegurarse de que todos caminaran hacia el fuego que los conduciría
directamente hacia las moradas eternas donde probablemente serían felices para
siempre.
“¿Cómo
era?” Ginés se llevó la garrafa de aceite transformada en megáfono a los labios.
“Ah, si”.
-¡Wiiiiiiioooooo!
El
pequeño cabo primero de caballería siempre fue un gran jinete y un buen
militar… pero su caja torácica no era la de Chico Piñero con su extraordinaria
potencia sonora y la voz del militar no parecía que fuera a producir el efecto
deseado.
-¡Wiiiiiiiiiioooooooooooooooo!
La
horda de siniestros devoradores de carne humana no se decidía a iniciar la
marcha. El sonido llegaba hasta ellos envuelto en una brisa suave que lo debilitaba
y distorsionaba.
Unas
diminutas gotas de sudor comenzaron a condensarse sobre la frente de Ginés
añadiendo un intenso toque de incomodidad y de desconcierto en el ánimo del
soldado.
La
ineficacia de la opción “megáfono” había quedado patente. De la misma manera,
quedaba claro que el espectro de posibilidades se había reducido en un noventa
y nueve por ciento.
Vació
el cargador del revólver y el aire se llenó de olor a pólvora quemada.
Pero
la marabunta no avanzaba. Permanecía expectante pero indecisa a unos
trescientos metros hacia el norte.
Necesitaba
una explosión sonora, un estímulo poderoso y formidable que hiciera saltar a la
bestia y la sedujera para que se
aproximara a la trampa. Necesitaba una banda de tambores, necesitaba una ristra
de petardos gigante, necesitaba… ¿Un beso y una flor?
Estaba
alucinando. La soledad y la tensión del momento iban a volverle loco. No quería
imaginarse enajenado y perdido en medio de un desierto de hormigón
ensangrentado y humeante, contemplando como la cordura le iba abandonando a su
suerte.
¿Un
“te quiero”, una caricia y un adiós?
No.
No podía darse por vencido. Sacaría fuerzas de donde fuera pero conseguiría
encender la gigantesca pira funeraria y se llevaría por delante a un buen
montón de esos cafres devoradores de carne humana.
El
Citröen “Tiburón” dobló la esquina pasando por encima de cuantos cadáveres
encontraba a su paso. Los neumáticos machacaban carne y huesos a su paso con la
despiadada frialdad de las máquinas sin alma hasta que el legendario vehículo
quedó a unos pasos de distancia de la pequeña gasolinera de la calle Carlos V.
-Antonio,
baja eso- pidió Virginia al fornido mecánico.
-¿Qué
hace ahí ese tipo?- quiso saber este.
-¡Es
Ginés! ¡Y lleva un coctel molotov en la mano! –esta vez fue Rocío la que habló.
-Pues
como lo meta ahí dentro va a volar media Melilla –añadió Pedro Javier.
-¡Ginéeeeees!
–como por un extraño acuerdo, los cuatro lo llamaron a la vez.
El
soldado se volvió y reconoció a los dos chicos y a su madre.
-¿Vosotros
sois los de la música? –preguntó con un extraño brillo en los ojos.
-Si
–contestó Antonio Giles, el hombre con la camiseta de David Villa-. ¿Te gusta
Nino Bravo?
-Como
una patada en los huevos. Pero dale toda la voz que puedas y no apagues el
motor. Vamos a tener que salir pitando en unos cinco minutos.
“Son
ligero equipaje para tan largo viaje…” la voz del ruiseñor de Ayelo de
Malferit resonó potente y magnífica en
el viejo reproductor “Blaupunkt” del automóvil de Giles.
Y
el monstruo de mil cabezas dio sus primeros pasos, esta vez con decisión. La
masa empezó a moverse. El enemigo había mordido el anzuelo.
La
mano de Ginés temblaba cuando encendió la mecha en la botella de “Pago de
Carrovejas” rellena de alcohol de quemar y de vodka ruso “Absolut”.
Esperó
unos minutos que se le antojaron eternos.
Los
primeros caníbales llegaron a las inmediaciones de la instalación y elevaron
sus brazos al aire en un absurdo gesto lleno de patetismo.
Lentamente,
Ginés se agachó y puso la botella incendiada a unos milímetros del agujero que
se abría sobre el depósito de combustible. Un simple roce lo precipitaría hacia
el interior y desataría la tormenta.
Ese
roce se produciría en cuanto el primero de los cadáveres se acercara y a buen
seguro, ese fatídico momento estaba a punto de llegar.
-¡Ahora!
¡Moveos de aquí lo más rápido posible!
Ginés
volvió a montar sobre “Black Rayo” y, sin necesidad de espolearlo, el animal
inició un galope vertiginoso hacia las calles que daban acceso al Paseo
Marítimo.
Antonio
Giles, el mecánico de los brazos de acero, pisó el acelerador y el “Tiburón”
partió a una velocidad de vértigo en pos del jinete.
-Me
voy pero te juro que mañana volveré –canturreaba Pedro Javier.
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