sábado, 3 de mayo de 2014

Capítulo 14 "Escrotium 57"


25 de Diciembre
Laboratorio de Investigación Bacteriológica del Ejército.
Fresno Blanco . Nuevo Méjico. Estados Unidos.
El general Gallagher pegó un puñetazo sobre la mesa y la taza de café aguado que reposaba junto al informe que acababa de recibir minutos antes sufrió una repentina sacudida terminando por salpicar de diminutas manchas marrones las hojas de papel blanco repletas de datos en forma de cifras, para él, desde luego, absolutamente ininteligibles.
-¿Que mierda habéis hecho? ¿Para esto tanto secreto y tanta leche? Meses enteros bajo toneladas de tierra seca recalentada por el puto sol del desierto, meses enteros de comer bazofia congelada, día tras día de aguantar esa cara de imbécil que se os pone a todos cuando os dedicáis a jugar con vuestros putos tubitos y vuestras mierdas humeantes ahí abajo y al final, ¿para qué?
La voz del militar reverberaba imponente contra las paredes blancas de la estancia en la que imperaban la escasez de ornamentos y la asepsia más absoluta.
El grupo de científicos miraba angustiado hacia el suelo, sin fuerzas ni valor para  responder.
-Os habéis cubierto de gloria y si no fuera porque no tengo ganas de manchar la moqueta, yo mismo os pegaba un tiro ahora mismo.
-Pero señor… -fue el doctor Barnaby quien trató de hablar- nadie podía sospechar…
-Pues ese es vuestro trabajo, putos cabrones, sospechar. Y si no, haberos dedicado a otra cosa. ¡Esto es el ejército! ¡Ya lo sabíais cuando vinisteis!
El doctor Barnaby, de treinta y siete años, licenciado en química  y biología por la afamada universidad de Berkeley en California, era el jefe del Departamento de Investigación Bacteriológica de las Fuerzas Armadas  estadounidenses. Había perdido a toda su familia en “el incidente” y ahora, para colmo de males, tenía que aguantar la monumental bronca de Jess Gallagher, un huraño oficial que alcanzó su tercera estrella tras la Guerra del Golfo en 1990,  poco acostumbrado a los reveses de la fortuna y siempre receloso de la colaboración con los civiles, a quienes siempre consideró una molestia.
-Una cosa es asegurar la defensa ante agentes patógenos susceptibles de utilización por parte de un hipotético enemigo y otra bien distinta lo que se nos pidió que hiciéramos –se defendió Barnaby.
-Me estoy volviendo a plantear lo del tiro, maldito idiota –la voz del soldado estalló cargada de ira-. Más vale que os pongáis a trabajar en serio ahora mismo, no sea que me lie la manta a la cabeza y vuele todo este  puto sótano de los cojones con vosotros dentro.
Los seis hombres y las dos mujeres del equipo temblaban nerviosos de indignación e impotencia. También ellos lo habían perdido todo y además ahora se habían convertido en rehenes de su propio fracaso, un fracaso inducido por la estulticia de un gobierno que les había exigido la monstruosa labor de encontrar un agente químico mortal e indestructible con el que luchar  contra una posible agresión química por parte de países potencialmente enemigos en el cono sur americano.
La radicalización de los denominados “países bolivarianos” bajo la inestable batuta de ese loco venezolano de Hugo Chaves, en el poder desde 1999, y el coqueteo indisimulado de los sucesivos gobiernos de Ecuador, Venezuela y Colombia con la siempre díscola república de Irán, habían hecho que el Congreso aumentara el volumen de las partidas presupuestarias relacionadas con la investigación y el contraespionaje.
El grupo comenzó a trabajar en la base de Fresno Blanco bajo la premisa de que el objetivo principal del proyecto era encontrar antídotos eficaces contra la contaminación  química que pudieran ocasionar potencias extranjeras valiéndose de la relativa cercanía de países como los que ahora deambulaban, aborregados e inconscientes, escorándose cada día más hacia el socialismo populista, siempre hostil a los Estados Unidos de América.
Pronto quedó claro que bajo esa idea noble y legítima de la defensa de los intereses del país del águila calva, subyacía un sórdido plan de ataque. Las investigaciones dieron como  resultado el hallazgo del “Escrotium 57”, una peligrosa toxina tan mortal como incontrolable.
Pese a la manifiesta oposición del doctor Barnaby y del resto de científicos, las primeras pruebas se llevaron a cabo el 21 de Septiembre de 2013 contra un grupo de guerrilleros de las FARC colombianas localizado en la selva del Putumayo. Los resultados habían sido desconcertantes. Al parecer,  sólo los guerrilleros, cuyos principales campamentos se salpicaban entre las plantaciones clandestinas de coca y las cada vez más escasas de café, habían sobrevivido al ataque, siendo las bajas entre la población civil, incontables.
EL departamento no acertaba a adivinar qué había fallado. Las primeras imágenes facilitadas por los satélites no hicieron sino acrecentar la confusión de los primeros momentos. Al parecer, la enfermedad había hecho que la población actuara de una forma extraordinariamente inusual, con una violencia y un salvajismo inverosímiles.
La segunda y definitiva serie de pruebas se llevó a cabo el día 20 de Diciembre.
As Sulaymanya, una región montañosa al norte de Irak y  Vardak, una pequeña provincia afgana en poder de las milicias talibán fueron esta vez los objetivos elegidos.
Desde el “USS Virginia”, un moderno submarino nuclear de la US NAVY, se lanzaron sendos misiles de crucero “BGM-109 Tomahawk” dotados de una pequeña carga biológica. En pocas horas, todas las fuerzas del infierno se desencadenaron con la rapidez del rayo y la mortal eficacia de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.
A partir de ese fatídico momento, el caos y la enfermedad se habían expandido por los cinco continentes y la población mundial había quedado  dramáticamente reducida en el transcurso de unos pocos días.
-General, -se atrevió a hablar Barnaby- haremos lo que podamos, pero no espere nada espectacular.
-¿Espectacular? ¿Queréis ver algo espectacular?
El enfurecido militar señaló una de las pantallas del circuito de cámaras de seguridad, la que recogía las imágenes de parte de las instalaciones en el exterior de la base.
No se trataba de nada nuevo. Ya habían presenciado antes la escena.
Miles de figuras renqueantes y fantasmales vagaban siniestramente entre los vehículos destrozados, los depósitos de combustible y las alambradas de la base como una jauría enferma y sin alma. Cuerpos desmembrados o a medio devorar caminaban como almas en pena formando un enjambre  del que solo les separaban algunos metros de hormigón y acero.
-Como no me encontréis una vacuna o como mierda queráis llamarla, os hago llevar ahí arriba y os suelto en medio de esa manada de hijos de puta hasta que no quede de vosotros más que un puñado de huesos. Y tú, guapito –se dirigió amenazador señalando con la punta del dedo al  científico californiano-. Tú vas a ser el primero.
-¿Por qué? –inquirió Barnaby, molesto.
El general se dio la vuelta y abandonó la estancia no sin antes pronunciar una lacónica respuesta.
-¡Por gilipollas!
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La galopada de “Black Rayo” hacia la vieja gasolinera de la “SHELL OIL” se convirtió en una peligrosa gymkhana salpicada de  vehículos humeantes, cadáveres en rápida descomposición y monstruos acechantes que no dudaban en acercarse a la bestia en movimiento, ignorantes del fin que les deparaba tal acción. Cada uno de los engendros que osaba interponerse en el camino del animal caía arrollado bajo  las patas del formidable cuadrúpedo.
Llegaron a la estación de repostaje y Ginés desmontó de un salto. Sus rodillas se resintieron un tanto. Los años y la guerra habían hecho bien su cruel trabajo.  Se frotó ambas piernas durante un segundo y volvió la vista hacia el extremo norte de la calle Carlos V. Los monstruos comenzaban a aglomerarse ante la puerta de la tienda de ultramarinos de Diego Piñero.
Localizó la tapadera metálica de los depósitos subterráneos de combustible. En el interior de la oficina debía haber una caja con las herramientas y llaves necesarias pero el tiempo apremiaba y el cabo primero Berciano nunca fue de los que se dejan llevar por las manecillas del reloj. Solía adelantarse a los acontecimientos; eso le había salvado el pellejo en más de una ocasión.
El viento soplaba ahora con algo más de intensidad. Si quería que el sonido de su megáfono atrajera a esa putrefacta multitud enfebrecida debería emplearse a fondo y no desperdiciar unos segundos que probablemente serían de oro a la hora de escapar.
Desenfundó el pesado revólver y descerrajó un disparo sobre el cierre metálico del disco de acero que taponaba el acceso al depósito de gasolina sin plomo. Saltó sin ofrecer el menor problema.
El sonido del disparo atrajo las primeras miradas vacías de centenares de ojos grises.
Ahora quedaba asegurarse de que todos caminaran hacia el fuego que los conduciría directamente hacia las moradas eternas donde probablemente serían felices para siempre.
“¿Cómo era?” Ginés se llevó la garrafa de aceite transformada en megáfono a los labios. “Ah, si”.
-¡Wiiiiiiioooooo!
El pequeño cabo primero de caballería siempre fue un gran jinete y un buen militar… pero su caja torácica no era la de Chico Piñero con su extraordinaria potencia sonora y la voz del militar no parecía que fuera a producir el efecto deseado.
-¡Wiiiiiiiiiioooooooooooooooo!
La horda de siniestros devoradores de carne humana no se decidía a iniciar la marcha. El sonido llegaba hasta ellos envuelto en una brisa suave que lo debilitaba y distorsionaba.
Unas diminutas gotas de sudor comenzaron a condensarse sobre la frente de Ginés añadiendo un intenso toque de incomodidad y de desconcierto en el ánimo del soldado.
La ineficacia de la opción “megáfono” había quedado patente. De la misma manera, quedaba claro que el espectro de posibilidades se había reducido en un noventa y nueve por ciento.
Vació el cargador del revólver y el aire se llenó de olor a pólvora quemada.
Pero la marabunta no avanzaba. Permanecía expectante pero indecisa a unos trescientos metros hacia el norte.
Necesitaba una explosión sonora, un estímulo poderoso y formidable que hiciera saltar a la bestia  y la sedujera para que se aproximara a la trampa. Necesitaba una banda de tambores, necesitaba una ristra de petardos gigante, necesitaba… ¿Un beso y una flor?
Estaba alucinando. La soledad y la tensión del momento iban a volverle loco. No quería imaginarse enajenado y perdido en medio de un desierto de hormigón ensangrentado y humeante, contemplando como la cordura le iba abandonando a su suerte.
¿Un “te quiero”, una caricia y un adiós?
No. No podía darse por vencido. Sacaría fuerzas de donde fuera pero conseguiría encender la gigantesca pira funeraria y se llevaría por delante a un buen montón de esos cafres devoradores de carne humana.
El Citröen “Tiburón” dobló la esquina pasando por encima de cuantos cadáveres encontraba a su paso. Los neumáticos machacaban carne y huesos a su paso con la despiadada frialdad de las máquinas sin alma hasta que el legendario vehículo quedó a unos pasos de distancia de la pequeña gasolinera de la calle Carlos V.
-Antonio, baja eso- pidió Virginia al fornido mecánico.
-¿Qué hace ahí ese tipo?- quiso saber este.
-¡Es Ginés! ¡Y lleva un coctel molotov en la mano! –esta vez fue Rocío la que habló.
-Pues como lo meta ahí dentro va a volar media Melilla –añadió Pedro Javier.
-¡Ginéeeeees! –como por un extraño acuerdo, los cuatro lo llamaron a la vez.
El soldado se volvió y reconoció a los dos chicos y a su madre.
-¿Vosotros sois los de la música? –preguntó con un extraño brillo en los ojos.
-Si –contestó Antonio Giles, el hombre con la camiseta de David Villa-. ¿Te gusta Nino Bravo?
-Como una patada en los huevos. Pero dale toda la voz que puedas y no apagues el motor. Vamos a tener que salir pitando en unos cinco minutos.
“Son ligero equipaje para tan largo viaje…” la voz del ruiseñor de Ayelo de Malferit  resonó potente y magnífica en el viejo reproductor “Blaupunkt” del automóvil de Giles.
Y el monstruo de mil cabezas dio sus primeros pasos, esta vez con decisión. La masa empezó a moverse. El enemigo había mordido el anzuelo.
La mano de Ginés temblaba cuando encendió la mecha en la botella de “Pago de Carrovejas” rellena de alcohol de quemar y de vodka ruso “Absolut”.
Esperó unos minutos que se le antojaron eternos.
Los primeros caníbales llegaron a las inmediaciones de la instalación y elevaron sus brazos al aire en un absurdo gesto lleno de patetismo.
Lentamente, Ginés se agachó y puso la botella incendiada a unos milímetros del agujero que se abría sobre el depósito de combustible. Un simple roce lo precipitaría hacia el interior y desataría la tormenta.
Ese roce se produciría en cuanto el primero de los cadáveres se acercara y a buen seguro, ese fatídico momento estaba a punto de llegar.
-¡Ahora! ¡Moveos de aquí lo más rápido posible!
Ginés volvió a montar sobre “Black Rayo” y, sin necesidad de espolearlo, el animal inició un galope vertiginoso hacia las calles que daban acceso al Paseo Marítimo.
Antonio Giles, el mecánico de los brazos de acero, pisó el acelerador y el “Tiburón” partió a una velocidad de vértigo en pos del jinete.
-Me voy pero te juro que mañana volveré –canturreaba Pedro Javier.

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