sábado, 26 de abril de 2014

Capítulo 13 Matar al oso.



25 de Diciembre
El silencio se había apoderado de los presentes y la sangre se había congelado en las venas de cada uno de los recluidos en el interior de la pequeña tienda de ultramarinos. La masa siseante y putrefacta de cadáveres ambulantes se dirigía, guiada por los últimos ecos de la llamada de Chico Piñero, hacia esa suerte de “sancta sanctorum” en que se había convertido el popular colmado del número once de la calle Carlos V.
-Si se plantan aquí delante  estamos perdidos- acabé por indicar.
No era, desde luego una observación muy elaborada, antes bien, respondía a la constatación de un hecho evidente, reforzado por la idea de que tanto nuestro número como nuestra peculiar idiosincrasia distaban mucho de ser las óptimas para un hipotético grupo de defensa armada.
-¿Y qué hacemos? –intervino Jose María que, extrañamente no estaba engullendo nada.
Ginés inició una rápida inspección por las estanterías del fondo del local. Le vimos perderse entre los cubos, las servilletas de papel, las fregonas, los trapos y los productos de limpieza.
Rosa siguió los pasos del militar.
-Coge esos tarros de alcohol –señaló Ginés a la bella agente de seguros.
La chica se apoderó de una decena de frascos de plástico de 250 mililitros cada uno. Ginés, simultáneamente recogía en una bolsa de plástico amarillo todos los trapos de cocina existentes en el local.
-¿Qué se te está ocurriendo, Ginés?
-Vamos a darles una buena bienvenida a esos hijos de puta.  ¿Has oído hablar de los “cocteles Molotov”?
-¡Ginés! ¡Eres la leche!
Fueron depositando los frascos y los trapos en el mostrador, ante la mirada atónita de Mari.
Pilar, por su parte, sentada junto a Diego Piñero, seguía sin comprender qué insólito proceso se estaba verificando en el interior del inconsciente empresario. Su pulso se había regularizado completamente, la respiración había recuperado su cadencia, habían desaparecido por completo los temblores y en su cara dormida se dibujaba ahora una expresión de sosiego y de tranquilidad nada acordes con el desconcierto y la incoherencia del momento. Lo más extraordinario de todo era la excepcional rapidez con que la herida del brazo se había cerrado hasta desaparecer por completo de forma que habría sido necesario un examen con medios extremadamente sofisticados para detectar el menor indicio de la horrible dentellada que había estado a punto de arrancarle el brazo tan sólo unas horas antes.
Con solícita ternura, la chica de ojos azules aplicaba un paño empapado en agua fresca sobre la frente del durmiente y trataba mientras tanto de enterarse de lo que estaban tramando sus compañeros de forzado cautiverio.
-¡Pedro!  ¡Chico! ¡Jose!  Necesito botellas de cristal vacías –dispuso enérgico el cabo primero Berciano.
-Ginés va a hacer cócteles Gorbachov –explicó Rosa.
-¿Os abro unas aceitunas? –intervino Mari.
-No, señora, gracias. Los cócteles son como una especie de bomba pero en plan barato- trató de aclarar Ginés-. Se llenan las botellas con algo inflamable, se les pone una mecha y se arrojan con fuerza hacia el objetivo. Son como pequeñas granadas.
Chico paseó su mirada por las estanterías repletas de botellas de bebidas alcohólicas. Ron, whisky, licores variados…
-Todo esto puede valer también, ¿no?
Jose, el gigantón de ojos verdes y enormes espaldas asintió con la cabeza mientras el joven del hueso de ibérico  continuaba su inspección ocular, dedicando ahora una mirada inquisitiva al apartado de las cervezas de importación.
-¡Eso no, Chico! ¡Eso no! La cerveza no arde y además, el vidrio de los botellines es más duro y se rompe peor y… ¡No, hombre, no! Chico, la cerveza hay que guardarla para… Hay que… ¿Sabes? Estas cosas…
La aparente solidez del razonamiento consiguió que el menor de los hermanos Piñero desistiera en su empeño por incluir en su inventario mental de sustancias susceptibles de utilización como explosivos de fortuna a las más de cuarenta variedades de cerveza existentes en el expositor.
El fornido Jose María suspiró aliviado.
Comencé por vaciar en el fregadero del pequeño cuarto de baño al fondo del local, más de una docena de botellas de un excelente Rioja “López de Haro” del 2010 no sin antes echarme al coleto un generoso trago de alguna de ellas. El dramatismo de la situación no tenía, en principio, por qué colisionar con mi refinado gusto por los mejores caldos de nuestro solar patrio. Además, tal y como estaban las cosas, quizá fuera la última vez que me encontraba de frente con la oportunidad de saborear un buen vino español.
El resto del grupo se afanó en tareas similares bajo la sabia coordinación del pequeño cabo primero de caballería Robles Berciano. El aire se llenó de un extraño olor a alcohol que, poco a poco, fue disipando ese otro inquietante aroma que produce el miedo en los seres humanos.
La singular cadena de montaje se mostró efectiva y al cabo de una hora de trabajo bien organizado, sobre el mostrador de cristal de “Ultramarinos Piñero” se alineaba una cantidad apreciable de envases de vidrio rellenos con una curiosa mezcla explosiva elaborada con una base de alcohol doméstico de 96 grados a la que se habían añadido  cantidades variables de las más variadas bebidas espirituosas existentes en el mercado. Del cuello de cada una de las botellas sobresalía una mecha fabricada con un pedazo de trapo de cocina estampado con atractivos diseños de cuadritos celestes, rosas, amarillos y verdes.
Ginés impartió un cursillo acelerado sobre el manejo y lanzamiento de este tipo de artefactos y en unos minutos estábamos preparados para llevar a cabo un extraño y arriesgado contraataque.
-¡Chico! Cuando estemos fuera, haz tu llamada un par de veces –ordenó el militar.
-¡Ha dicho un par! ¡Que te conozco, Chico! ¡No te pases! –esta vez fue Jose María el que intervino.
-¿Todos preparados? –inquirió Gines, tratando por todos los medios de disimular un pequeño temblor ocasionado por el nerviosismo en su pantorrilla derecha.
Entre Jose y Rosa abrieron la puerta metálica y el grupo de “resistentes” pasó a ocupar una posición cercana a la tienda, en el centro de la calzada. Miramos hacia el norte. A unos escasos cien metros el enemigo acechaba expectante.
En el interior tan sólo permanecían Diego y Pilar, la rubia de ojos seductores que se había convertido en su ángel protector.
En el zaguán, Mari, en cuyas manos descansaba ahora el ya legendario hueso de su hijo Chico, mantenía la puerta semiabierta ante la posibilidad de que los forzados artilleros tuvieran que iniciar una retirada estratégica algo acelerada.
-¡Tened ciudadito, niños! –exclamó. ¡Y no iros muy lejos!
-¡Ahora, Chico!
La voz de Ginés se escuchó firme y decidida y varios mecheros negros con un dibujo del murciélago de “Ron Negrita” se encendieron a la vez.
-¡Weeeeeeeeooooooo! ¡Weeeeeeeeeoooooo!
La poderosa voz del bigardo mocetón resonó magnífica e inmisericorde a través de su megáfono de artesanía haciendo temblar los tímpanos de los presentes. Era la llamada de un espíritu salvaje y ancestral, era la voz de una raza que podía estar viviendo sus últimos momentos sobre la superficie de la Tierra, era la voz de un animal acorralado y herido… pero peligroso.
EL efecto fue el deseado. La manada de bestias supurantes detuvo su lento caminar durante unos segundos que se nos hicieron interminables. Decenas de cabezas, algunas cruelmente deformadas, se levantaron para otear el aire.  Y después, como impulsados por un resorte invisible, los  monstruos se pusieron en marcha.
Aceleraron el paso.
-¿Ahora? –Jose, con una botella de Rioja a punto de explotar en cada mano, se mostraba, no sin razón, algo inquieto. Miraba de reojo al cabo Berciano.
Ginés negó con la cabeza.
La horda avanzaba amenazadora y letal.
Una gota de sudor recorrió lentamente la sien del soldado hasta resbalar por encima del tabique de su nariz aguileña y caer al suelo.
Ginés ni siquiera parpadeaba.
Mi corazón se contraía por momentos y palpitaba a un ritmo imposible.
En el silencio de la tarde, el sonido de los intestinos de Jose María se había convertido en una especie de un insólito contrapunto ante el repugnante siseo de la masa de cadavéricos caminantes que se acercaba como una mortal y terrible ola de destrucción.
-¿Ahora? –esta vez fui yo quien habló.
Ginés volvió a mover la cabeza a ambos lados.
-Mira, Ginés, –exclamó Rosa sin desviar la mirada del avance de los monstruos- ¡como me explote este puto coctel Karamazov en la mano, me voy a cagar en tu …
-¡Ahora!
La orden llegó y suspiramos con alivio.
Los proyectiles no tardaron en volar por el aire en la dirección prevista y en unos minutos un nuevo olor, esta vez a carne quemada, se esparció por el aire.
El sonido del cristal al quebrarse contra el duro adoquinado era invariablemente seguido por un coro de voces guturales y quejumbrosas; los monstruos se estremecían impotentes y terminaban por caer retorciéndose entre espasmos incontrolados. Unos daban de dentelladas al que caía  sobre ellos, otros se arrancaban a mordiscos las partes que habían quedado impregnadas por el combustible ardiendo y trataban de continuar caminando hasta que un nuevo proyectil les alcanzaba…
Una buena provisión de combinados explosivos dio a la mayoría de los atacantes la oportunidad de dejar este mundo para volar, chamuscados pero felices, hacia el cielo de los monstruos, allá donde estuviere.
El montón de desperdicios en que terminó por convertirse el batallón espectral de engendros de ojos de mármol desprendía un hedor insoportable. Permanecimos impasibles contemplando como, poco a poco, el humo iba disipándose.
Respiramos profundamente y el olor de la demoníaca barbacoa no hizo sino llenarnos de una incómoda sensación de lasitud. No teníamos ni las fuerzas ni la decisión para mover un dedo.
-¿Qué? –preguntó Mari, asomando el torso por la puerta de la tienda-. ¿Ya está?
Ninguno contestamos.
Nuestros cuatro pares de ojos no podían, por algún motivo inexplicable, apartarse de la escena. Los cadáveres humeantes se amontonaban en una triste pira irregular sobre la que se elevaba un telón gris de humo pestilente que impedía la visibilidad más allá de la escena.
-¡Niños! ¿Qué pasa?
Mari comenzaba a mostrase especialmente inquieta.
-¡Shhhhhhsssss! –Ginés pidió silencio.
Aguardamos inmóviles como estatuas de sal.
Empecé a sentir un irracional escalofrío. Una creciente intranquilidad comenzó a invadirnos súbitamente.
La primera ráfaga de viento despejó parcialmente la calle de ese humo acre y espeso con olor a muerte. La segunda terminó por revelar que no habíamos hecho sino matar a un pequeño osezno desvalido y que, como todo el mundo sabe, detrás de un pequeño osezno siempre hay una madre osa a quien no hay que enfurecer.
Habíamos liquidado a varias decenas de monstruos pero una nueva oleada de cadáveres caminaba ahora hacia nosotros. Y esta vez, el grupo era preocupantemente numeroso.
La madre osa quería venganza y sus fauces se exhibían amenazadoras y terribles ante nuestra mirada atónita.
-¡Jodeeeeeer! –se oyó la voz de Rosa.
-¡Mierda! –dije yo.
-¿Y ahora como hacemos con estos cabrones, Ginés? –Jose María interpeló a nuestro ocasional jefe de operaciones-. Me parece que no hay en la tienda tanto combustible y además, no tenemos tiempo para preparar más mierdas de estas.
Se oyó un relincho a nuestras espaldas.
Nos volvimos para contemplar la  noble e impresionante figura de “Black Rayo”, elevada sobre sus cuartos traseros en una formidable estampa cuya nobleza contrastaba con la inexistente poesía del momento.
El animal cayó sobre sus cuatro patas y volvió a relinchar inquieto.
-¡Me parece que tengo una idea!- terminó por hablar Ginés-. ¡Ven, viejo!
El viejo alazán solitario se acercó a Ginés, agachando la cabeza en busca de una caricia que ya sabía próxima.
Ginés palmeó el costado de la bestia con suavidad y de un ágil salto subió a lomos del bellísimo animal. Sujetó las riendas con cierto estilo cinematográfico.
-¡Dame eso!
Chico le entregó su megáfono de plástico.
-¡Rosa! – esta vez señaló una de las botellas restantes en poder de la hermosa morena.
La chica se la entregó y el pequeño soldado la introdujo bajo su cazadora asegurándose de que la mecha permaneciera en su lugar.
-¡Ahora vengo! ¡Meteros para adentro y quedaos en silencio!
Ginés Robles y “Black Rayo” se alejaron al galope calle abajo.
A lo lejos, un luminoso apagado de color rojo brillante con una enorme concha dibujada  junto a las letras “SHELL” en amarillo, miraba desde arriba los callados surtidores de una pequeña estación de servicio de la multinacional petrolera anglo neerlandesa Royal Dutch Shell.
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-¡Señor!
-¡Pasa, niño!
Un joven técnico de radio al que habían asignado la tarea de intentar asegurar las comunicaciones con el resto de reductos resistentes en la ciudad asomó su cabeza por la puerta del luminoso aunque frio despacho del coronel Escámez.
-¿Me voy? –preguntó la subcomisario Del Campo haciendo ademán de levantarse de la mesa de metal sobre la que descansaba parcialmente sentada sobre una esquina.
Escámez denegó el cortés ofrecimiento de la escultural policía no sin antes dirigir una furtiva mirada a la porción de pierna que quedaba al descubierto con el leve movimiento de su ajustada falda.
-¡Ha llegado esto!
El soldado le ofreció una cuartilla mecanografiada.
-Se lo he transcrito. Era un telex.
Escámez leyó en silencio.
     Estado Mayor del Ejército.
    Jefatura de los Sistemas de Información, Telecomunicaciones y  Asistencia Técnica.
Orden de evacuación. Máxima prioridad.
Queden a la espera de nuevas órdenes.
Fin de la comunicación.
El Coronel Escámez le entregó el papel a la mujer de cabellos rojos teja.
-Anda, lee. Te va a gustar.

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