25
de Diciembre
-¿Que
nos vamos? –preguntó la subcomisario Maloles del Campo-. ¿Asi? ¿Sin más? ¿Hay
que dejar la ciudad en manos de esos monstruos y desaparecer sin hacer nada por
evitar toda esta carnicería?
Tenía
en sus manos la fría e impersonal instrucción con las órdenes del Estado Mayor
del Ejército, según las cuales se conminaba al mando accidental del operativo
de defensa instalado en las torres del Quinto Centenario a iniciar los
preparativos necesarios para evacuar la ciudad. Probablemente, Melilla se daba
ya por perdida en algún absurdo plan de contingencia elaborado por unos cuantos
cerebros atormentados y grises en lo más profundo de un oscuro bunker cerca de
Madrid.
Tan
asustados como ella misma, habrían decidido que lo mejor era proceder a un
reagrupamiento de las escasas fuerzas disponibles en los contados lugares de
los que se tenían noticias, para así poder enfrentarse de manera más efectiva a
la terrible pesadilla en la que el mundo había quedado inmerso en el breve transcurso
de una pocas horas.
El
coronel Escámez jugueteaba con un bolígrafo “Bic” haciéndolo rodar sobre la
pulida superficie de su mesa de oficina.
Los
ojos preocupados del militar se encontraron con la mirada profundamente triste
de la atractiva policía.
-No
necesariamente- fue la lacónica respuesta del oficial.
-¿Entonces?
Escámez
resopló y tomó aliento. Se aproximó a la mujer de rotunda figura y ojos
seductores.
A
medida que se aproximaba, pudo percatarse de un cierto aroma afrutado y gentil
que parecía impregnar la atmósfera en torno a la singular policía.
“Prada”
pensó.
Tomó
de ésta el papel escrito y lo leyó una vez más mientras se dirigía hacia la
amplia cristalera desde la que se dominaba la enorme explanada de aparcamientos
frente al hotel Melilla Puerto.
Abajo,
como en un gigantesco y siniestro hormiguero a cielo abierto, pululaban
zigzagueantes e inquietos, centenares de individuos cuyo aspecto era sólo
remotamente similar al de los seres humanos, impulsados por un instinto enfermo
y misterioso a devorarse los unos a los otros.
Entonces,
–comenzó a decir mientras rompía en pedazos el escrito- me parece que no hemos recibido nada.
-Por
un momento pensé…
Escámez
percibió el amable tacto de la mano derecha de la mujer reposando ahora
plácidamente sobre su hombro. El suave aliento de Maloles se le antojó
reconfortante en extremo. Habría deseado cerrar los ojos y encontrarse con ella
lejos de aquel infierno con forma de torre de cristal y hormigón en torno al
cual, tan sólo diez pisos más abajo, se retorcían, ávidas de carne, cientos de
monstruosas criaturas.
-Esta
ciudad es muy grande. Aún debe haber por ahí personas que no hayan sido
infectadas y a las que deberíamos
intentar sacar de toda esta mierda. Lo sé. Lo presiento. Necesito creer en eso.
Y mientras conserve esa mínima convicción, nadie se va a mover de aquí. Te lo
aseguro.
Las
palabras del hombre del uniforme sonaron sinceras.
Ambos
quedaron en silencio, observando el triste e impactante espectáculo que se
ofrecía ante ellos mientras el sol comenzaba a caer lentamente sobre las
montañas cercanas. Los débiles rayos del atardecer empezaban a dibujar
fantasmales destellos de camposanto sobre las copas de los árboles y las
azoteas de los callados edificios.
Los alaridos y jadeos de la masa de caníbales
llegaban parcialmente ahogados a la oficina de mando de la torre norte. La
brisa creciente de la tarde y el grosor de las cristaleras hacían casi
imposible la percepción de esa horrísona melodía.
El
soldado y la mujer de cabellos rojos y ojos de cuento, secreta y
simultáneamente anhelaron haber vivido en otro tiempo, en otro lugar, quizá en
otro mundo, lejos de esta cruel realidad sangrante y vil. No había ahora ni ánimo
ni ocasión para el romance. Los gestos y las miradas se perderían en la noche que
estaba al caer, entre regueros de sangre y montones de huesos.
Allá
abajo reinaba el caos.
Y
se empezaron a escuchar disparos.
-Señor
–interrumpió un muchacho cuyo uniforme caqui parecía un par de tallas mayor que
la suya-. Se aproxima el grupo “Gin tonic”.
-¡Que
salga inmediatamente un grupo de apoyo!
Escámez,
apartándose de la chica, volvía a ser el tipo rápido y resolutivo que tomaba
decisiones con firmeza y determinación proverbiales.
La
mujer continuó mirando por la enorme ventana de vidrio oscurecido.
-Creo
que no les va a hacer demasiada falta –intervino.
Escámez
y el soldado de la camisa amplia se acercaron a la subcomisario y prestaron
atención al grupo de policías que, desde la Plaza de España, se dirigía hacia
la zona alambrada que rodeaba la parte baja de las emblemáticas torres de acero
y cristal.
-Señor
–quiso saber el muchacho- ¿ese tio…?
Abajo,
un grupo de seis hombres armados que parecía moverse con estudiada y
milimétrica precisión se abría paso entre una masa de bestias asalvajadas que, sin éxito,
pretendía cortarles el paso abalanzándose sobre ellos desde todos los ángulos. Las
bestias iban cayendo una tras otra a cada disparo. Decenas de caníbales daban
con sus huesos en el suelo tras recibir una certera descarga de plomo blindado
entre ceja y ceja.
A
escasos metros por detrás de la comitiva mortal, un individuo pequeño pero
robusto blandía un extraño objeto de color rojo, y propinaba a diestro y
siniestro, letales mandobles que conseguían aumentar el número de bajas entre los monstruos a un ritmo considerable.
Bautista
Morales, el inspector al mando, ocasionalmente volvía la cabeza para
cerciorarse de que el hombre de la guitarra continuaba en el grupo.
No
sólo no lo había abandonado, sino que protegía la retaguardia del mismo con
absoluta y despiadada efectividad. Si el hombre de la guitarra interpretaba el
blues como partía cabezas, no habría que perderse su próximo concierto.
Diecisiete
minutos más tarde, los seis policías y el rockero loco atravesaban el control
de seguridad de las torres Quinto Centenario.
Los
soldados que protegían la entrada abrían paso, expectantes y con cierta
solemnidad como venían haciendo cada vez que conseguía llegar al puesto de
mando alguno de los grupos que habían
conseguido permanecer a salvo después
del estallido y de las primeras horas de la debacle. Estas llegadas habían ido
espaciándose en el tiempo y eran cada vez más esporádicas. Desde hacía cuatro
horas no habían tenido noticias de ningún otro grupo.
Una
vez en el interior del edificio, y mientras el resto de sus compañeros en la
aventura recuperaban el aliento, el hombre de la guitarra se sentó sobre una
silla de metal forrada en azul cobalto e inició un rápido examen de su
instrumento mortal.
-¡Psss!
¡Psss! ¡Chaval! –llamó a un joven soldado con expresión azorada.
-¿Si,
señor?
-Se
me ha abollado un poco y a esto de aquí, ¿ves? –señaló una pieza metálica
atravesada bajo las cuerdas- se le ha saltado el tornillito. ¿Tenéis por ahí
una caja de herramientas?
-Si,
creo que debe haber alguna por aquí abajo. Voy a ver si la encuentro.
Discúlpeme, señor.
-¡No!
¡Espera! Te acompaño. ¿A ti te gusta el blues?
-¿El
qué?
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El
capitán Perea hizo su aparición en el laboratorio a los pocos minutos de haber
tenido noticias del fracaso en la búsqueda del doctor Castillo. La misión le
había costado a dos de sus mejores hombres y había dejado clara la
imposibilidad de trasladar al helicóptero la cantidad necesaria de útiles para
la investigación en las torres, tal y como el coronel Escámez, probablemente
mal asesorado, les había encomendado.
Perea
luchaba por mantenerse sobrio y sereno, pero la ira crecía en su interior de
manera descontrolada. Necesitaba tranquilizarse un poco, concentrarse en la
tarea que le había sido ordenada. Había que tener la mente fría y evitar más
fracasos como el de los aparcamientos.
-¡Doctor
Hernández! Tendrá que hacer lo que pueda sin moverse de aquí. Al fin y al cabo
esto sí es un laboratorio.
El
científico del pijama de rayas suspiró profundamente.
-No
sé qué quieren que haga. ¿Una vacuna? ¿Un tratamiento? ¿Es que no se dan cuenta
de que esto no es nada conocido? Podría pasarme meses aquí dentro trabajando
día y noche y no conseguir nada, absolutamente nada.
La
impotencia que emanaba de sus palabras no se contagiaba al pequeño militar,
reposando ahora sobre un raído sillón de piel oscura.
-A
mí me da igual lo que haga con sus tubitos y sus aparatejos. Como si se quiere
inyectar alguna mierda radioactiva, convertirse en Hulk y reventar ese pijama
de capullo que lleva. Mi tarea es que lo haga sin que nadie le moleste y yo,
por lo menos, voy a esforzarme al máximo, conque… ya puede ponerse manos a la
obra.
El
comandante Payán contemplaba la escena mientras paseaba entre los altos
mostradores repletos de extraños artilugios y las máquinas del laboratorio,
algunas de las cuales habían dejado de funcionar algunas horas antes, tras
sufrir algún desperfecto en la batalla que se había librado en las
instalaciones durante las primeras horas que transcurrieron tras el estallido
de la enfermedad.
Santiago
Cobreros, no se apartaba de la doctora Solís, perpleja ante la fría y
desafiante actitud del capitán Perea.
-¡Vaya
carácter! –susurró la atractiva doctora al oído del hombre del traje negro
mientras recorría con la mirada la
fibrosa figura del capitán-. ¡Un tipo interesante!
-Las
personas bajitas necesitan autoafirmarse de alguna manera –respondió Cobreros,
contrariado de pronto por el súbito interés de la joven médico en el apuesto
militar-. Seguro que en su casa no grita tanto.
Payan,
continuando con esa especie de inspección del recinto, dio con un extraño
montón de hojas arrancadas de un bloc
cuadrado con el anagrama de “Boehringer Ingelheim”, la famosa multinacional
farmacéutica. Con caligrafía irregular, probablemente nerviosa y apresurada,
alguien había escrito algunas series de palabras.
“Analítica.
Uno o varios. Atrapar a uno. Hormonas. Virus. Bacterias”
Para
el coronel Payán, un soldado veterano que había pasado la mayor parte de su
vida lejos de la civilización y cerca de las balas, el hermético mensaje
carecía de significado alguno. Recogió las hojas y regresó con ellas al lugar
en el que se encontraban la doctora Solis y el doctor Hernández.
-Échenle
un vistazo a esto, ¿quieren?
La
joven científica reconoció en seguida aquellos papeles.
-Esa
es la letra de Castillo. Cuando empezó todo parecía obsesionado con la idea de
conseguir sacarle sangre a uno de esos monstruos.
-¿Hacerle
una analítica a uno de esos ... ¿ ¿A un…? –el hombre del pijama no conseguía
articular correctamente su discurso.
-Si,
a uno de esos caníbales –la doctora Solís terminó por él-. Pero fue imposible
porque cada vez que intentábamos acercarnos a uno de ellos, Antonio terminaba
cargándoselo. Son demasiado violentos.
Perea
y Payán cruzaron miradas. Parecía como si, simultáneamente, hubieran entendido
la idea que subyacía en las palabras de la mujer y en los mensajes de los
papeles.
Fue
Payán el primero en hablar.
-Entonces…
¿sería de alguna ayuda que pudiéramos traer a uno de esos bichos, vivo?
-Si
a eso se le puede llamar “vivo” –precisó Perea.
Hernández
y Solis enarcaron las cejas.
-Por
algo hay que empezar –dijo la chica.
La
noche caía sobre Melilla. Las voces de la muerte resonaban en cada esquina y la
horda de bestias cazadoras no tenía previsto dormir ni un solo minuto. Si había
que salir al exterior sería mejor hacerlo con la claridad del alba y no entre
unas tinieblas que podrían esconder peligros insospechados.
-Descansen
lo que puedan –ordenó Payán-. Mañana con las primeras luces nos vamos de
cacería.
-Va
a ser una noche larga -intervino Perea-. Traten de dormir algo. Yo haré la
primera guardia.
Mientras
buscaba en sus bolsillos un par de monedas para la máquina expendedora en el
vestíbulo de la planta, Cobreros se aproximó a la hermosa doctora cuyos profundos
ojos negros no se apartaban del joven capitán Perea.
-¿Le
apetecen una “Ruffles”, doctora…?
-María.
Llámame María –respondió sin girar la cabeza-. Y gracias. No me gustan los “Ruffles”.
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Diego
Piñero abrió los ojos. Paseó la punta de la lengua por los labios resecos y
tosió.
Respiró
profundamente y descubrió a Pilar a su lado. La historiadora de ojos azules no
se había apartado del infortunado Piñero durante los dos días de forzado
cautiverio.
-¿Te
encuentras bien?
-¿Qué
me ha pasado?
-¿Es
que no recuerdas nada?
El
joven negó con la cabeza.
Pilar
dudó entre explicarle la situación sin más o facilitarle un resumen de los
acontecimientos de forma más o menos ordenada.
Diego
–empezó-, ahí fuera hay una especie de plaga. Hay miles de personas devorándose
las unas a las otras y es imposible salir.
-¿Una
plaga? ¿En plan zombie?
-Bueno.
Una plaga, o lo que sea. El caso es que estamos atrapados.
Diego
abrió los ojos sorprendido y asustado a la vez.
Me
aproximé al recuperado propietario de la tienda de ultramarinos y me reconfortó
verlo consciente. Aunque el vendaje del brazo no había sido retirado, pude ver
que la hinchazón había desaparecido completamente.
-¿De
aquí han mordido a alguien?- quiso saber.
Pilar
y yo nos miramos dudando en decirle la verdad.
Jose
María venía directo hacia nosotros mientras trataba de abrir un paquete de
“Piquitos artesanos de Antequera” con el que ayudarse para dar cuenta de una
lata de paté casero de aceitunas negras.
-¿Qué
si han mordido a alguien? ¿Pero es que no…? –comenzó a decir el gigantón de
apetito fácil.
Me
levanté como un resorte y lo rodeé por el hombro.
-¡Ven,
Jose! Vamos a ver si encontramos una “Carlsberg” fresquita por aquí cerca.
-¡Pero…!
-¿O
una “Flennsburguer”?
-¿Esa
es la morena con tapón como el de “La Casera”?
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