domingo, 11 de mayo de 2014

Capítulo 15 Cacería.


25 de Diciembre
-¿Que nos vamos? –preguntó la subcomisario Maloles del Campo-. ¿Asi? ¿Sin más? ¿Hay que dejar la ciudad en manos de esos monstruos y desaparecer sin hacer nada por evitar toda esta carnicería?
Tenía en sus manos la fría e impersonal instrucción con las órdenes del Estado Mayor del Ejército, según las cuales se conminaba al mando accidental del operativo de defensa instalado en las torres del Quinto Centenario a iniciar los preparativos necesarios para evacuar la ciudad. Probablemente, Melilla se daba ya por perdida en algún absurdo plan de contingencia elaborado por unos cuantos cerebros atormentados y grises en lo más profundo de un oscuro bunker cerca de Madrid.
Tan asustados como ella misma, habrían decidido que lo mejor era proceder a un reagrupamiento de las escasas fuerzas disponibles en los contados lugares de los que se tenían noticias, para así poder enfrentarse de manera más efectiva a la terrible pesadilla en la que el mundo había quedado inmerso en el breve transcurso de una pocas horas.
El coronel Escámez jugueteaba con un bolígrafo “Bic” haciéndolo rodar sobre la pulida superficie de su mesa de oficina.
Los ojos preocupados del militar se encontraron con la mirada profundamente triste de la atractiva policía.
-No necesariamente- fue la lacónica respuesta del oficial.
-¿Entonces?
Escámez resopló y tomó aliento. Se aproximó a la mujer de rotunda figura y ojos seductores.
A medida que se aproximaba, pudo percatarse de un cierto aroma afrutado y gentil que parecía impregnar la atmósfera en torno a la singular policía.
“Prada” pensó.
Tomó de ésta el papel escrito y lo leyó una vez más mientras se dirigía hacia la amplia cristalera desde la que se dominaba la enorme explanada de aparcamientos frente al hotel Melilla Puerto.
Abajo, como en un gigantesco y siniestro hormiguero a cielo abierto, pululaban zigzagueantes e inquietos, centenares de individuos cuyo aspecto era sólo remotamente similar al de los seres humanos, impulsados por un instinto enfermo y misterioso a devorarse los unos a los otros.
Entonces, –comenzó a decir mientras rompía en pedazos el escrito-  me parece que no hemos recibido nada.
-Por un momento pensé…
Escámez percibió el amable tacto de la mano derecha de la mujer reposando ahora plácidamente sobre su hombro. El suave aliento de Maloles se le antojó reconfortante en extremo. Habría deseado cerrar los ojos y encontrarse con ella lejos de aquel infierno con forma de torre de cristal y hormigón en torno al cual, tan sólo diez pisos más abajo, se retorcían, ávidas de carne, cientos de monstruosas criaturas.
-Esta ciudad es muy grande. Aún debe haber por ahí personas que no hayan sido infectadas y a las que  deberíamos intentar sacar de toda esta mierda. Lo sé. Lo presiento. Necesito creer en eso. Y mientras conserve esa mínima convicción, nadie se va a mover de aquí. Te lo aseguro.
Las palabras del hombre del uniforme sonaron sinceras.
Ambos quedaron en silencio, observando el triste e impactante espectáculo que se ofrecía ante ellos mientras el sol comenzaba a caer lentamente sobre las montañas cercanas. Los débiles rayos del atardecer empezaban a dibujar fantasmales destellos de camposanto sobre las copas de los árboles y las azoteas  de los callados edificios.
 Los alaridos y jadeos de la masa de caníbales llegaban parcialmente ahogados a la oficina de mando de la torre norte. La brisa creciente de la tarde y el grosor de las cristaleras hacían casi imposible la percepción de esa horrísona melodía.
El soldado y la mujer de cabellos rojos y ojos de cuento, secreta y simultáneamente anhelaron haber vivido en otro tiempo, en otro lugar, quizá en otro mundo, lejos de esta cruel realidad sangrante y vil. No había ahora ni ánimo ni ocasión para el romance. Los gestos y las miradas se perderían en la noche que estaba al caer, entre regueros de sangre y montones de huesos.
Allá abajo reinaba el caos.
Y se empezaron a escuchar disparos.
-Señor –interrumpió un muchacho cuyo uniforme caqui parecía un par de tallas mayor que la suya-. Se aproxima el grupo “Gin tonic”. 
-¡Que salga inmediatamente un grupo de apoyo!
Escámez, apartándose de la chica, volvía a ser el tipo rápido y resolutivo que tomaba decisiones con firmeza y determinación proverbiales.
La mujer continuó mirando por la enorme ventana de vidrio oscurecido.
-Creo que no les va a hacer demasiada falta –intervino.
Escámez y el soldado de la camisa amplia se acercaron a la subcomisario y prestaron atención al grupo de policías que, desde la Plaza de España, se dirigía hacia la zona alambrada que rodeaba la parte baja de las emblemáticas torres de acero y cristal.
-Señor –quiso saber el muchacho- ¿ese tio…?
Abajo, un grupo de seis hombres armados que parecía moverse con estudiada y milimétrica precisión se abría paso entre una  masa de bestias asalvajadas que, sin éxito, pretendía cortarles el paso abalanzándose sobre ellos desde todos los ángulos. Las bestias iban cayendo una tras otra a cada disparo. Decenas de caníbales daban con sus huesos en el suelo tras recibir una certera descarga de plomo blindado entre ceja y ceja.
A escasos metros por detrás de la comitiva mortal, un individuo pequeño pero robusto blandía un extraño objeto de color rojo, y propinaba a diestro y siniestro, letales mandobles que conseguían aumentar el número de bajas  entre los monstruos a un ritmo considerable.
Bautista Morales, el inspector al mando, ocasionalmente volvía la cabeza para cerciorarse de que el hombre de la guitarra continuaba en el grupo.
No sólo no lo había abandonado, sino que protegía la retaguardia del mismo con absoluta y despiadada efectividad. Si el hombre de la guitarra interpretaba el blues como partía cabezas, no habría que perderse su próximo concierto.
Diecisiete minutos más tarde, los seis policías y el rockero loco atravesaban el control de seguridad de las torres Quinto Centenario.
Los soldados que protegían la entrada abrían paso, expectantes y con cierta solemnidad como venían haciendo cada vez que conseguía llegar al puesto de mando alguno de los grupos  que habían conseguido permanecer a salvo  después del estallido y de las primeras horas de la debacle. Estas llegadas habían ido espaciándose en el tiempo y eran cada vez más esporádicas. Desde hacía cuatro horas no habían tenido noticias de ningún otro grupo.
Una vez en el interior del edificio, y mientras el resto de sus compañeros en la aventura recuperaban el aliento, el hombre de la guitarra se sentó sobre una silla de metal forrada en azul cobalto e inició un rápido examen de su instrumento mortal.
-¡Psss! ¡Psss! ¡Chaval! –llamó a un joven soldado con expresión azorada.
-¿Si, señor?
-Se me ha abollado un poco y a esto de aquí, ¿ves? –señaló una pieza metálica atravesada bajo las cuerdas- se le ha saltado el tornillito. ¿Tenéis por ahí una caja de herramientas?
-Si, creo que debe haber alguna por aquí abajo. Voy a ver si la encuentro. Discúlpeme, señor.
-¡No! ¡Espera! Te acompaño. ¿A ti te gusta el blues?
-¿El qué?
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El capitán Perea hizo su aparición en el laboratorio a los pocos minutos de haber tenido noticias del fracaso en la búsqueda del doctor Castillo. La misión le había costado a dos de sus mejores hombres y había dejado clara la imposibilidad de trasladar al helicóptero la cantidad necesaria de útiles para la investigación en las torres, tal y como el coronel Escámez, probablemente mal asesorado, les había encomendado.
Perea luchaba por mantenerse sobrio y sereno, pero la ira crecía en su interior de manera descontrolada. Necesitaba tranquilizarse un poco, concentrarse en la tarea que le había sido ordenada. Había que tener la mente fría y evitar más fracasos como el de los aparcamientos.
-¡Doctor Hernández! Tendrá que hacer lo que pueda sin moverse de aquí. Al fin y al cabo esto sí es un laboratorio.
El científico del pijama de rayas suspiró profundamente.
-No sé qué quieren que haga. ¿Una vacuna? ¿Un tratamiento? ¿Es que no se dan cuenta de que esto no es nada conocido? Podría pasarme meses aquí dentro trabajando día y noche y no conseguir nada, absolutamente nada.
La impotencia que emanaba de sus palabras no se contagiaba al pequeño militar, reposando ahora sobre un raído sillón de piel oscura.
-A mí me da igual lo que haga con sus tubitos y sus aparatejos. Como si se quiere inyectar alguna mierda radioactiva, convertirse en Hulk y reventar ese pijama de capullo que lleva. Mi tarea es que lo haga sin que nadie le moleste y yo, por lo menos, voy a esforzarme al máximo, conque… ya puede ponerse manos a la obra.
El comandante Payán contemplaba la escena mientras paseaba entre los altos mostradores repletos de extraños artilugios y las máquinas del laboratorio, algunas de las cuales habían dejado de funcionar algunas horas antes, tras sufrir algún desperfecto en la batalla que se había librado en las instalaciones durante las primeras horas que transcurrieron tras el estallido de la enfermedad.
Santiago Cobreros, no se apartaba de la doctora Solís, perpleja ante la fría y desafiante actitud del capitán Perea.
-¡Vaya carácter! –susurró la atractiva doctora al oído del hombre del traje negro mientras recorría con  la mirada la fibrosa figura del capitán-. ¡Un tipo interesante!
-Las personas bajitas necesitan autoafirmarse de alguna manera –respondió Cobreros, contrariado de pronto por el súbito interés de la joven médico en el apuesto militar-. Seguro que en su casa no grita tanto.
Payan, continuando con esa especie de inspección del recinto, dio con un extraño montón de hojas  arrancadas de un bloc cuadrado con el anagrama de “Boehringer Ingelheim”, la famosa multinacional farmacéutica. Con caligrafía irregular, probablemente nerviosa y apresurada, alguien había escrito algunas series de palabras.
“Analítica. Uno o varios.  Atrapar  a uno. Hormonas. Virus. Bacterias”
Para el coronel Payán, un soldado veterano que había pasado la mayor parte de su vida lejos de la civilización y cerca de las balas, el hermético mensaje carecía de significado alguno. Recogió las hojas y regresó con ellas al lugar en el que se encontraban la doctora Solis y el doctor Hernández.
-Échenle un vistazo a esto, ¿quieren?
La joven científica reconoció en seguida aquellos papeles.
-Esa es la letra de Castillo. Cuando empezó todo parecía obsesionado con la idea de conseguir sacarle sangre a uno de esos monstruos.
-¿Hacerle una analítica a uno de esos ... ¿ ¿A un…? –el hombre del pijama no conseguía articular correctamente su discurso.
-Si, a uno de esos caníbales –la doctora Solís terminó por él-. Pero fue imposible porque cada vez que intentábamos acercarnos a uno de ellos, Antonio terminaba cargándoselo. Son demasiado violentos.
Perea y Payán cruzaron miradas. Parecía como si, simultáneamente, hubieran entendido la idea que subyacía en las palabras de la mujer y en los mensajes de los papeles.
Fue Payán el primero en hablar.
-Entonces… ¿sería de alguna ayuda que pudiéramos traer a uno de esos bichos, vivo?
-Si a eso se le puede llamar “vivo” –precisó Perea.  
Hernández y Solis enarcaron las cejas.
-Por algo hay que empezar –dijo la chica.
La noche caía sobre Melilla. Las voces de la muerte resonaban en cada esquina y la horda de bestias cazadoras no tenía previsto dormir ni un solo minuto. Si había que salir al exterior sería mejor hacerlo con la claridad del alba y no entre unas tinieblas que podrían esconder peligros insospechados.
-Descansen lo que puedan –ordenó Payán-. Mañana con las primeras luces nos vamos de cacería.
-Va a ser una noche larga -intervino Perea-. Traten de dormir algo. Yo haré la primera guardia.
Mientras buscaba en sus bolsillos un par de monedas para la máquina expendedora en el vestíbulo de la planta, Cobreros se aproximó a la hermosa doctora cuyos profundos ojos negros no se apartaban del joven capitán Perea.
-¿Le apetecen una “Ruffles”, doctora…?
-María. Llámame María –respondió sin girar la cabeza-. Y gracias. No me gustan los  “Ruffles”.
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Diego Piñero abrió los ojos. Paseó la punta de la lengua por los labios resecos y tosió.
Respiró profundamente y descubrió a Pilar a su lado. La historiadora de ojos azules no se había apartado del infortunado Piñero durante los dos días de forzado cautiverio.
-¿Te encuentras bien?
-¿Qué me ha pasado?
-¿Es que no recuerdas nada?
El joven negó con la cabeza.
Pilar dudó entre explicarle la situación sin más o facilitarle un resumen de los acontecimientos de forma más o menos ordenada.
Diego –empezó-, ahí fuera hay una especie de plaga. Hay miles de personas devorándose las unas a las otras y es imposible salir.
-¿Una plaga? ¿En plan zombie?
-Bueno. Una plaga, o lo que sea. El caso es que estamos atrapados.
Diego abrió los ojos sorprendido y asustado a la vez.
Me aproximé al recuperado propietario de la tienda de ultramarinos y me reconfortó verlo consciente. Aunque el vendaje del brazo no había sido retirado, pude ver que la hinchazón había desaparecido completamente.
-¿De aquí han mordido a alguien?- quiso saber.
Pilar y yo nos miramos dudando en decirle la verdad.
Jose María venía directo hacia nosotros mientras trataba de abrir un paquete de “Piquitos artesanos de Antequera” con el que ayudarse para dar cuenta de una lata de paté casero de aceitunas negras.
-¿Qué si han mordido a alguien? ¿Pero es que no…? –comenzó a decir el gigantón de apetito fácil.
Me levanté como un resorte y lo rodeé por el hombro.
-¡Ven, Jose! Vamos a ver si encontramos una “Carlsberg” fresquita por aquí cerca.
-¡Pero…!
-¿O una “Flennsburguer”?

-¿Esa es la morena con tapón como el de “La Casera”?
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