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Diciembre, noche.
A
bordo del “Citroën Tiburón” de Antonio Giles, el mecánico de músculos de acero
y desmedida afición por el pop valenciano de los años setenta, Pedro, Rocio y
Virginia trataban de recuperar el aliento después de presenciar la devastadora
deflagración que había afectado a gran parte de los edificios que rodeaban la
estación de servicio de la “SHELL OIL” en el extremo más meridional de la calle
Carlos V. El propósito inicial de Ginés Robles de atraer a una ingente cantidad
de caníbales hacia la boca del depósito
de gasolina y enviarlos al infierno haciéndolos volar antes un poco, se vio
cumplido con creces, si bien, los daños colaterales de la explosión podrían
haberse calificado de “excesivos”.
El
cráter humeante que se abría en la primitiva ubicación de la estación de
repostaje tenía un diámetro de más de treinta metros y restos de hormigón,
hierro y cristal podían verse ahora diseminados en varios kilómetros a la redonda, salpicados,
eso sí, de vísceras, tejidos musculares afectados por la cianosis y litros y
litros de sangre reseca.
La
onda expansiva había alterado el sobrio galope de “Black Rayo” empujándolo
desde atrás con una fuerza arrolladora y había dado con los huesos de Ginés, el
terrorista accidental, sobre las losas de granito del Paseo Marítimo.
El
“Citroën” frenó bruscamente a escasos
metros del pequeño cabo primero. El menor de los Bueno bajó raudo del vehículo
y ayudó a Ginés a incorporarse mientras Rocío dirigía sus pasos hacia el
maltrecho animal.
En
unos minutos, montura y jinete se encontraban de pie y aparentemente
recuperados del impacto.
-Es
un buen bicho –trató de explicar Ginés, dolorido, mientras palmeaba el
musculoso costado del formidable animal.
El
resplandor de las escasas luces que permanecían funcionando en esta parte de la ciudad permitió al grupo percibir,
con toda la crudeza del momento, la imagen dantesca que se exponía ante ellos a
lo largo de toda le extensión del paseo. Cientos de cadáveres salvajemente despedazados
adornaban grotescamente el pavimento y las aceras; coches devorados por el
fuego se exhibían silentes y resignados como heraldos de la destrucción y el
apocalipsis; incluso las doradas arenas de la playa se revestían ahora de una
oscura pátina de muerte que erizaba el vello a los presentes.
-¿Estamos
todos bien? –preguntó Giles, que acababa de emerger desde su puesto de
conducción en el legendario vehículo francés y acercaba su oído al capó de la
máquina.
-Parece
que sí, Antonio –respondió Virginia. Los oídos casi me revientan, pero parece
que estamos bien. ¿No, niños?
Rocío
apretaba las mandíbulas con fuerza intentando eliminar el molesto zumbido
ocasionado por la onda sónica tras la explosión. Sus tímpanos habían sufrido un
impacto severo y aún tardarían unos minutos en recuperar la normalidad.
Pedro
oteaba el horizonte alrededor en la esperanza de encontrar vestigios de vida
humana. SI ellos habían llegado hasta aquí, forzados por los últimos
acontecimientos, quizá a otros hubiera podido asimismo favorecer esta
circunstancia. Pero todo estaba yermo e inmóvil.
O
al menos, eso creía el joven estudiante de interpretación.
-¿Qué
pasa, Antonio? –Virginia se mostraba preocupada por la expresión de
contrariedad en el rostro del mecánico.
Antonio,
con la oreja izquierda a escasos milímetros de la gruesa chapa de acero que
protegía y ocultaba el potente motor del “Tiburón”, chasqueaba la lengua
contrariado.
-No
sé. Está haciéndome algo raro.
-Déjame
ver –Ginés se incorporó a la inspección auditiva del sobrio automóvil.
El
“Citroën” pareció toser un par de veces, la maquinaria carraspeó y en un
segundo, todo quedó en silencio. La ”joya de la corona” de la colección de
“Reparaciones Giles” había pasado a mejor vida y se había convertido ahora en
uno más de esa multitud de trastos inservibles que salpicaba la geografía
inmediata del paseo.
El
silencio de la noche los envolvió con crueldad manifiesta. Hacía fresco.
Estaban solos.
Necesitaban
llegar a “Ultramarinos Piñero”.
Era
más una escapada vital que un ejercicio de supervivencia real en medio de la
devastación y la muerte que habían tenido la desgracia de presenciar. “Piñero”
representaba la vida y la razón, la esperanza, el calor… ¡La resistencia!
-Bueno,
habrá que caminar –concluyó por fin el mecánico de poderosa anatomía. Vamos a
coger algunas cosillas de aquí atrás.
-¿No
se puede hacer nada? –interpeló Virginia.
-No.
De momento, está muerto –contestó Giles rodeando el coche y dirigiéndose a la
parte trasera-. No se puede hacer gran cosa.
-¿No
vas a abrirlo? –quiso saber Ginés, acostumbrado a no dar nunca nada por
perdido.
-No.
A este no lo conoce nadie como yo y si hoy ha dicho que ya vale, es que por
hoy, ya vale. Los coches franceses de esta época son como los viejos soldados,
no pierden el valor, pero tienen sus manías.
Abrió
el maletero. De entre un surtido montón de herramientas escogió cuidadosamente
las que creyó podrían serle de algún uso. Las fue enfundando en un ancho
cinturón de albañil que parecía casi nuevo y se lo abrochó en torno a la
cintura.
Virginia
fue la primera que percibió el ruido. Al principio creyó que algo en el
interior del motor volvía a cobrar vida propia y emitía un siseo incitador y
extraño. Entrecerró los ojos y con la mano pidió silencio a los demás.
-Un
momento. ¿Qué es eso?
Todos
volvieron la mirada hacia el vehículo y, tras unos segundos, negaron con movimientos de la cabeza.
El
“Tiburón” seguía dormido.
Pero
otra fiera rugía en alguna parte y no era demasiado lejos.
-¡Mierda!
¡Mirad allí! –exclamó Pedro, que acababa de recuperar del interior del coche el
pesado mazo con el que se sentía algo más seguro.
La
imponente mole del navío de la compañía “ARMAS” encallado en la playa y
escorado hacia babor, parecía estremecerse
bajo un cielo oscuro y gris mientras emitía gruñidos amenazadores que llegaban
difusos y extraños, envueltos en las rachas inconstantes de un viento suave y
cambiante que olía a muerto.
-¿Eso
es gente? –Rocío, la chica de ojos azules señaló perpleja a los primeros que
saltaron-. ¡Se van a matar!
Desde
la cubierta inclinada del buque siniestrado, decenas de pasajeros, impulsados
por alguna suerte de energía demoníaca, habían iniciado un peculiar concurso de
saltos y caían, uno tras otro, en las aguas someras en torno a la embarcación.
Algunos desaparecían bajo la superficie nada más caer, otros en cambio,
resurgían desorientados y tambaleantes, incorporándose en segundos tras la
zambullida e iniciando un caminar penoso y difícil hacia la orilla. Al
principio fueron solo unos cuantos, después, empezaron a caer a centenares.
-No,
Rocio. No es gente –explicó Pedro-. Y no se van a matar. ¡Ya están muertos!
-Un
segundo más y nos vamos. Esto se va a poner feo.
Antonio
Giles se introdujo de nuevo en el vehículo y rebuscó en la guantera. En menos
de un minuto, emergía con seis o siete cintas de casette de aspecto primitivo.
-¡En
marcha! –ordenó mientras trataba de meterlas en su pequeña mochila.
-¿Me
permites? –intervino Ginés señalando las cajas de plástico transparente.
-¡Ostias!
¡Juan Bau! Este sí que era bueno.
-¿Y
este? ¡Qué me dices de este? –Giles exhibía orgulloso otra cinta, ésta con la
foto del fulano en la portada.
-“Juan
Camacho. Greatest hits en español”. ¡Vaya tela!
Los
primeros monstruos chapoteaban ya cerca de la orilla a escasos cien metros del
grupo. Virginia se vio impelida a interrumpir aquella charla musical tan
enriquecedora.
-¿Queréis
hacer el favor, par de gilipollas?
___ ___ ___
-Te
lo juro por mi madre, Pilar. Me encuentro muy bien. Demasiado bien, diría yo.
Diego
Piñero, recién despierto tras su prolongado reposo durante el cual había
permanecido absolutamente inconsciente, no recordaba nada de su incidente con
el engendro que le había mordido en el brazo y que había estado a punto de
mandarlo, a él también, al desfile de diablos que acababa de abandonar
definitivamente este mundo, oliendo, eso sí, a gasolina quemada.
-De
todas formas, no te muevas mucho, no te esfuerces, no intentes demostrar nada.
Bastante hemos tenido con lo tuyo. Tú no te lo creerás, pero has estado más
para allá que para acá. Y esa herida en tu brazo…
-¿Qué
herida? ¿De qué estás hablando?
El
mayor de los hermanos Piñero se remangó ambas mangas hasta más arriba del codo
y ambos antebrazos presentaban el mismo estado. Se frotaba incrédulo el lugar
en el que Pilar le acababa de indicar que, en algún momento de estos dos días,
existió una profunda y peligrosa herida.
Incluso para la chica de ojos azules y cabellos de walkiria, era increíble la
asombrosa recuperación del afamado comerciante. Incluso sus ojos brillaban de
una manera especial y parecían cargados de una energía inusual y poderosa.
Pilar
reflexionó durante unos instantes. Alguna remota terminación nerviosa de sus
neuronas estaba recibiendo un estímulo nuevo. Una idea escalofriante comenzaba
a tomar forma en su cerebro. Sintió miedo. Quedó callada y la mirada se le
perdió en algún punto impreciso, más allá de los botes de mermelada casera “La
Vieja Fábrica”.
-Pilar,
¿qué está pasando? ¿Le ocurre algo a la
mermelada?
-¡Cállate,
capullo! ¡Estoy pensando!
-¡Vale,
idiota!
Mari,
alertada por el creciente volumen de la charla, se aproximó al lugar en el que
transcurría el intercambio de cumplidos.
-Dieguito,
hijo. Ya tienes mejor cara. Te hacía falta eso, dormir un poco; que llevas
mucho trajinado.
-Señora,
-le rogó Pilar- quédese un ratillo con Dieguito que tengo que hacer una
cosilla. Y si se mueve le da dos tortas.
-¡Ay,
Pilar! ¡Que gracia tienes, hija! ¡A ver si tienes suerte y te sale un novio
guapo, guapo!
-¡Pfffff!
–Pilar resopló al tiempo que se incorporaba dejando a Diego Piñero al cuidado
de su madre, que ya se disponía a abrazar a su vástago, protectora y cordial
como de costumbre.
-¡Jose!
¡Pedro! ¡A ver si consigo explicaros una cosa!
Jose,
mi enorme cuñado, y yo nos volvimos
hacia Pilar cuyas manos entrelazaba nerviosamente una y otra vez.
Nos
hizo señas para que la siguiéramos hasta el fondo de la tienda, buscando al
parecer cierta intimidad.
-¿Qué
pasa, rubia? –pregunté.
-Me
vais a decir que estoy loca, pero…
-¡Estás
loca! –se adelantó Jose María.
-¡Calla
gilipollas! ¡Y escuchadme bien! A Diego le ha pasado algo muy extraño.
-¡Ya!
¡Le ha mordido un zombi!
-¡Jose,
joder!
-¡Vale!
¡Ya me callo!
Jose
inspeccionó con la mirada y alcanzó un paquete de surtidos salados que abrió
sin dilación y comenzó a entretenerse rebuscando en el paquete y comiéndose,
primero los kikos y después las pasas. Así, al menos, se mantendría en silencio
durante los minutos necesarios para que Pilar pudiera exponer su interesante y,
de momento, desconocida teoría.
-¿Recordáis
la herida de Diego? Ya no está. Ha desaparecido. No queda ni rastro. Tiene el
brazo como nuevo.
-¿En
serio? –no podía dar crédito a las palabras de Pilar.
-Y
además, está como cambiado. Tiene como una especie de energía desbordante. Él
no tiene ni idea de lo que le ha pasado y quiere moverse y levantarse y ponerse
a hacer cosas.
-¿Y
qué te parece que hagamos con eso? ¿Lo amarramos? –pregunté sin tener muy claro
adónde quería llegar la rubia.
-Si
quieres, le doy un leñazo y lo dejo durmiendo otro par de días –fue la
aportación de Jose María, enfrascado ahora con los pistachos.
-¡Pero
qué brutos sois, joder!
-Es
que no te expresas, Pilar. ¿Qué se te ha ocurrido, tia?
Pilar
tragó saliva antes de hablar.
-¿Podríamos
salir ahí fuera… un ratito…. y capturar a uno de esos… vivo?
-¡Tú
estás malamente, niña!- expuse.
-Sí,
Pilar. Eso es fácil- ahora fue Jose quien habló-. Nada más tenemos que abrir la
puerta, pegar un par de “weeeeos” por el embudo ese de los cojones, y en
seguida se presentan cuatrocientos monstruos en fila. Ya si eso, tu nos dices
cual te gusta, y lo metemos aquí a ostia limpia. ¿Esa es tu genial idea?
-¡Fantástica!
–añadí.
-Y
eso, si tenemos suerte y no nos comen los huevos antes, ¿no? ¿Pilarita?
–precisó Jose María, ya con los anacardos.
A
nuestras espaldas se oyó una nueva voz en el peculiar coloquio.
-Me
parece que ya sé a lo que te refieres –intervino Rosa-. Y no me parece mal la
idea.
Y
una voz más, la de Chico Piñero.
-¿Entonces
Pilar… no tiene novio?
___ ___ ___
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