domingo, 18 de mayo de 2014

Capítulo 16 ARMAS


25 Diciembre, noche.
A bordo del “Citroën Tiburón” de Antonio Giles, el mecánico de músculos de acero y desmedida afición por el pop valenciano de los años setenta, Pedro, Rocio y Virginia trataban de recuperar el aliento después de presenciar la devastadora deflagración que había afectado a gran parte de los edificios que rodeaban la estación de servicio de la “SHELL OIL” en el extremo más meridional de la calle Carlos V. El propósito inicial de Ginés Robles de atraer a una ingente cantidad de  caníbales hacia la boca del depósito de gasolina y enviarlos al infierno haciéndolos volar antes un poco, se vio cumplido con creces, si bien, los daños colaterales de la explosión podrían haberse calificado de “excesivos”.
El cráter humeante que se abría en la primitiva ubicación de la estación de repostaje tenía un diámetro de más de treinta metros y restos de hormigón, hierro y cristal podían verse ahora diseminados en  varios kilómetros a la redonda, salpicados, eso sí, de vísceras, tejidos musculares afectados por la cianosis y litros y litros de sangre reseca.
La onda expansiva había alterado el sobrio galope de “Black Rayo” empujándolo desde atrás con una fuerza arrolladora y había dado con los huesos de Ginés, el terrorista accidental, sobre las losas de granito del Paseo Marítimo.
El “Citroën” frenó bruscamente  a escasos metros del pequeño cabo primero. El menor de los Bueno bajó raudo del vehículo y ayudó a Ginés a incorporarse mientras Rocío dirigía sus pasos hacia el maltrecho animal.
En unos minutos, montura y jinete se encontraban de pie y aparentemente recuperados del impacto.
-Es un buen bicho –trató de explicar Ginés, dolorido, mientras palmeaba el musculoso costado del formidable animal.
El resplandor de las escasas luces que permanecían funcionando  en esta parte de la ciudad permitió al grupo percibir, con toda la crudeza del momento, la imagen dantesca que se exponía ante ellos a lo largo de toda le extensión del paseo.  Cientos de cadáveres salvajemente despedazados adornaban grotescamente el pavimento y las aceras; coches devorados por el fuego se exhibían silentes y resignados como heraldos de la destrucción y el apocalipsis; incluso las doradas arenas de la playa se revestían ahora de una oscura pátina de muerte que erizaba el vello a los presentes.
-¿Estamos todos bien? –preguntó Giles, que acababa de emerger desde su puesto de conducción en el legendario vehículo francés y acercaba su oído al capó de la máquina.
-Parece que sí, Antonio –respondió Virginia. Los oídos casi me revientan, pero parece que estamos bien. ¿No, niños?
Rocío apretaba las mandíbulas con fuerza intentando eliminar el molesto zumbido ocasionado por la onda sónica tras la explosión. Sus tímpanos habían sufrido un impacto severo y aún tardarían unos minutos en recuperar la normalidad.
Pedro oteaba el horizonte alrededor en la esperanza de encontrar vestigios de vida humana. SI ellos habían llegado hasta aquí, forzados por los últimos acontecimientos, quizá a otros hubiera podido asimismo favorecer esta circunstancia. Pero todo estaba yermo e inmóvil.
O al menos, eso creía el joven estudiante de interpretación.
-¿Qué pasa, Antonio? –Virginia se mostraba preocupada por la expresión de contrariedad en el rostro del mecánico.
Antonio, con la oreja izquierda a escasos milímetros de la gruesa chapa de acero que protegía y ocultaba el potente motor del “Tiburón”, chasqueaba la lengua contrariado.
-No sé. Está haciéndome algo raro.
-Déjame ver –Ginés se incorporó a la inspección auditiva del sobrio automóvil.
El “Citroën” pareció toser un par de veces, la maquinaria carraspeó y en un segundo, todo quedó en silencio. La ”joya de la corona” de la colección de “Reparaciones Giles” había pasado a mejor vida y se había convertido ahora en uno más de esa multitud de trastos inservibles que salpicaba la geografía inmediata del paseo.
El silencio de la noche los envolvió con crueldad manifiesta. Hacía fresco. Estaban solos.
Necesitaban llegar a “Ultramarinos Piñero”.  
Era más una escapada vital que un ejercicio de supervivencia real en medio de la devastación y la muerte que habían tenido la desgracia de presenciar. “Piñero” representaba la vida y la razón, la esperanza, el calor… ¡La resistencia!
-Bueno, habrá que caminar –concluyó por fin el mecánico de poderosa anatomía. Vamos a coger algunas cosillas de aquí atrás.
-¿No se puede hacer nada? –interpeló Virginia.
-No. De momento, está muerto –contestó Giles rodeando el coche y dirigiéndose a la parte trasera-. No se puede hacer gran cosa.
-¿No vas a abrirlo? –quiso saber Ginés, acostumbrado a no dar nunca nada por perdido.
-No. A este no lo conoce nadie como yo y si hoy ha dicho que ya vale, es que por hoy, ya vale. Los coches franceses de esta época son como los viejos soldados, no pierden el valor, pero tienen sus manías.
Abrió el maletero. De entre un surtido montón de herramientas escogió cuidadosamente las que creyó podrían serle de algún uso. Las fue enfundando en un ancho cinturón de albañil que parecía casi nuevo y se lo abrochó en torno a la cintura.
Virginia fue la primera que percibió el ruido. Al principio creyó que algo en el interior del motor volvía a cobrar vida propia y emitía un siseo incitador y extraño. Entrecerró los ojos y con la mano pidió silencio a los demás.
-Un momento. ¿Qué es eso?
Todos volvieron la mirada hacia el vehículo y, tras unos segundos,  negaron con movimientos de la cabeza.
El “Tiburón” seguía dormido.
Pero otra fiera rugía en alguna parte y no era demasiado lejos.
-¡Mierda! ¡Mirad allí! –exclamó Pedro, que acababa de recuperar del interior del coche el pesado mazo con el que se sentía algo más seguro.
La imponente mole del navío de la compañía “ARMAS” encallado en la playa y escorado hacia babor,  parecía estremecerse bajo un cielo oscuro y gris mientras emitía gruñidos amenazadores que llegaban difusos y extraños, envueltos en las rachas inconstantes de un viento suave y cambiante que olía a muerto.
-¿Eso es gente? –Rocío, la chica de ojos azules señaló perpleja a los primeros que saltaron-. ¡Se van a matar!
Desde la cubierta inclinada del buque siniestrado, decenas de pasajeros, impulsados por alguna suerte de energía demoníaca, habían iniciado un peculiar concurso de saltos y caían, uno tras otro, en las aguas someras en torno a la embarcación. Algunos desaparecían bajo la superficie nada más caer, otros en cambio, resurgían desorientados y tambaleantes, incorporándose en segundos tras la zambullida e iniciando un caminar penoso y difícil hacia la orilla. Al principio fueron solo unos cuantos, después, empezaron a caer a centenares.
-No, Rocio. No es gente –explicó Pedro-. Y no se van a matar. ¡Ya están muertos!
-Un segundo más y nos vamos. Esto se va a poner feo.
Antonio Giles se introdujo de nuevo en el vehículo y rebuscó en la guantera. En menos de un minuto, emergía con seis o siete cintas de casette de aspecto primitivo.
-¡En marcha! –ordenó mientras trataba de meterlas en su pequeña mochila.
-¿Me permites? –intervino Ginés señalando las cajas de plástico transparente.
-¡Ostias! ¡Juan Bau! Este sí que era bueno.
-¿Y este? ¡Qué me dices de este? –Giles exhibía orgulloso otra cinta, ésta con la foto del fulano en la portada.
-“Juan Camacho. Greatest hits en español”. ¡Vaya tela!
Los primeros monstruos chapoteaban ya cerca de la orilla a escasos cien metros del grupo. Virginia se vio impelida a interrumpir aquella charla musical tan enriquecedora.
-¿Queréis hacer el favor, par de gilipollas?
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-Te lo juro por mi madre, Pilar. Me encuentro muy bien. Demasiado bien, diría yo.
Diego Piñero, recién despierto tras su prolongado reposo durante el cual había permanecido absolutamente inconsciente, no recordaba nada de su incidente con el engendro que le había mordido en el brazo y que había estado a punto de mandarlo, a él también, al desfile de diablos que acababa de abandonar definitivamente este mundo, oliendo, eso sí, a gasolina quemada.
-De todas formas, no te muevas mucho, no te esfuerces, no intentes demostrar nada. Bastante hemos tenido con lo tuyo. Tú no te lo creerás, pero has estado más para allá que para acá. Y esa herida en tu brazo…
-¿Qué herida? ¿De qué estás hablando?
El mayor de los hermanos Piñero se remangó ambas mangas hasta más arriba del codo y ambos antebrazos presentaban el mismo estado. Se frotaba incrédulo el lugar en el que Pilar le acababa de indicar que, en algún momento de estos dos días, existió una  profunda y peligrosa herida. Incluso para la chica de ojos azules y cabellos de walkiria, era increíble la asombrosa recuperación del afamado comerciante. Incluso sus ojos brillaban de una manera especial y parecían cargados de una energía inusual y poderosa.
Pilar reflexionó durante unos instantes. Alguna remota terminación nerviosa de sus neuronas estaba recibiendo un estímulo nuevo. Una idea escalofriante comenzaba a tomar forma en su cerebro. Sintió miedo. Quedó callada y la mirada se le perdió en algún punto impreciso, más allá de los botes de mermelada casera “La Vieja Fábrica”.
-Pilar, ¿qué está pasando?  ¿Le ocurre algo a la mermelada?
-¡Cállate, capullo! ¡Estoy pensando!
-¡Vale, idiota!
Mari, alertada por el creciente volumen de la charla, se aproximó al lugar en el que transcurría el intercambio de cumplidos.
-Dieguito, hijo. Ya tienes mejor cara. Te hacía falta eso, dormir un poco; que llevas mucho trajinado.
-Señora, -le rogó Pilar- quédese un ratillo con Dieguito que tengo que hacer una cosilla. Y si se mueve le da dos tortas.
-¡Ay, Pilar! ¡Que gracia tienes, hija! ¡A ver si tienes suerte y te sale un novio guapo, guapo!
-¡Pfffff! –Pilar resopló al tiempo que se incorporaba dejando a Diego Piñero al cuidado de su madre, que ya se disponía a abrazar a su vástago, protectora y cordial como de costumbre.
-¡Jose! ¡Pedro! ¡A ver si consigo explicaros una cosa!
Jose, mi enorme cuñado,  y yo nos volvimos hacia Pilar cuyas manos entrelazaba nerviosamente una y otra vez.
Nos hizo señas para que la siguiéramos hasta el fondo de la tienda, buscando al parecer cierta intimidad.
-¿Qué pasa, rubia? –pregunté.
-Me vais a decir que estoy loca, pero…
-¡Estás loca! –se adelantó Jose María.
-¡Calla gilipollas! ¡Y escuchadme bien! A Diego le ha pasado algo muy extraño.
-¡Ya! ¡Le ha mordido un zombi!
-¡Jose, joder!
-¡Vale! ¡Ya me callo!
Jose inspeccionó con la mirada y alcanzó un paquete de surtidos salados que abrió sin dilación y comenzó a entretenerse rebuscando en el paquete y comiéndose, primero los kikos y después las pasas. Así, al menos, se mantendría en silencio durante los minutos necesarios para que Pilar pudiera exponer su interesante y, de momento, desconocida teoría.
-¿Recordáis la herida de Diego? Ya no está. Ha desaparecido. No queda ni rastro. Tiene el brazo como nuevo.
-¿En serio? –no podía dar crédito a las palabras de Pilar.
-Y además, está como cambiado. Tiene como una especie de energía desbordante. Él no tiene ni idea de lo que le ha pasado y quiere moverse y levantarse y ponerse a hacer cosas.
-¿Y qué te parece que hagamos con eso? ¿Lo amarramos? –pregunté sin tener muy claro adónde quería llegar la rubia.
-Si quieres, le doy un leñazo y lo dejo durmiendo otro par de días –fue la aportación de Jose María, enfrascado ahora con los pistachos.
-¡Pero qué brutos sois, joder!
-Es que no te expresas, Pilar. ¿Qué se te ha ocurrido, tia?
Pilar tragó saliva antes de hablar.
-¿Podríamos salir ahí fuera… un ratito…. y capturar a uno de esos… vivo?
-¡Tú estás malamente, niña!- expuse.
-Sí, Pilar. Eso es fácil- ahora fue Jose quien habló-. Nada más tenemos que abrir la puerta, pegar un par de “weeeeos” por el embudo ese de los cojones, y en seguida se presentan cuatrocientos monstruos en fila. Ya si eso, tu nos dices cual te gusta, y lo metemos aquí a ostia limpia. ¿Esa es tu genial idea?
-¡Fantástica! –añadí.
-Y eso, si tenemos suerte y no nos comen los huevos antes, ¿no? ¿Pilarita? –precisó Jose María, ya con los anacardos.
A nuestras espaldas se oyó una nueva voz en el peculiar coloquio.
-Me parece que ya sé a lo que te refieres –intervino Rosa-. Y no me parece mal la idea.
Y una voz más, la de Chico Piñero.
-¿Entonces Pilar… no tiene novio?

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