A bordo del helicóptero,
Alejandro Hernández se debatía entre la incertidumbre más atroz, un miedo
sobrevenido e intenso hacia algo que intuía pero desconocía y una cierta y más
que evidente excitación, que había hecho que el nivel de adrenalina en su
sangre se hubiera disparado preocupantemente.
Una hermosa y curvilínea soldado
en cuya placa de identificación se leía “C. Ruiz” le había ayudado a ponerse un
incómodo chaleco antibalas y un casco de metal pintado en color caqui. En otras
circunstancias habría resultado hasta divertido, pero algo en el aire que se
respiraba en aquella oscura cabina de helicóptero y en la adusta expresión de ese
extraño grupo de militares que le rodeaban, hacía presagiar que su vida, de
aquí a un futuro cercano, iba a ser de todo menos divertida.
Santiago Cobreros, hojeaba
un manojo de folios grapados a una cubierta de cartón de color ocre sobre la
que alguien había escrito torpemente las palabras “Alto Secreto” con rotulador
rojo indeleble de punta gruesa. Leía durante unos minutos y después elevaba
ocasionalmente la vista hacia el científico. Había escepticismo en esa mirada
preocupada.
Dejó caer los papeles
sobre el asiento vacío a su derecha. Sacó del bolsillo interior de su americana
un paquete arrugado de “Marlboro” del que extrajo el último cigarrillo que
quedaba y lo depositó indolentemente en la comisura de los labios. Arrugó el
paquete con la mano derecha y lo lanzó sin mirar hacia el fondo de la cabina.
La cabo Mengual y el
soldado Martín Martinez se habían cogido de la mano unos minutos antes.
Permanecían con sus dedos entrelazados en un silencio cómplice y dramático. El
paquete de tabaco impactó en el ojo izquierdo del soldado Martín Martínez.
El hombre del traje negro
encontró un mechero en otro de sus bolsillos y encendió el cigarrillo sin
deleite, con frialdad.
–Así que es usted un
experto en toda esta mierda, ¿no?- se decidió a preguntar por fin, exhalando
por la nariz una abundante humareda.
Las palabras del hombre
del traje negro atrajeron la atención del resto del grupo. El doctor Hernández
se convirtió a partir de ese momento, en el vórtice de todas las miradas del
comando al completo. Ese grupo de hombres y mujeres avezados en el combate y
acostumbrados a matar miraba al interpelado con algo más profundo que el
respeto. Ya habían visto demasiado y
ahora necesitaban respuestas a esa pregunta que, más tarde o más temprano acabarían por escuchar. Esto no era El Líbano. Esto no
era Afganistán. Allí la muerte les
miraba a los ojos cada día. Aquí la muerte tenía los ojos en blanco.
-¿A que mierda se
refiere, señor?- contestó Hernández.
Para ser un científico
cuya jornada solía transcurrir entre tubos de ensayo y burbujeantes matraces,
Alejandro Hernández exhibía una forma física envidiable. Habría pasado por
modelo de esos que suelen aparecer en vallas publicitarias o en los costados de
los autobuses en las grandes ciudades. Su profesionalidad y su proverbial
sangre fría le habían salvado en más de una ocasión de verse envuelto en algún
turbio “affaire” con alguna apasionada
compañera de trabajo. A varias de sus colegas más jóvenes en el laboratorio,
desde que el joven investigador ingresara en la nómina del departamento hacía
ya más de seis años, el sexo era la reacción química que más les preocupaba.
-A
todo ese asunto de los muertos vivientes- precisó Cobreros.
-¿Zombies?
-Sí.
Supongo que será eso.
-¡No
existen! ¡No pueden existir! –bramó incrédulo el científico. Yo escribo todas
esas cosas para divertirme.
Cobreros
paseó su mirada por la cabina hasta que se cruzó con la del capitán Perea.
Ambos se encogieron de hombros.
El
“Super Puma” comenzó a aterrizar sobre la superficie plateada del enorme disco
metálico que coronaba el emblemático -y horrible- edificio “Quinto centenario
“. Sus dos torres gemelas semejaban un par de cajas de “Frostis” puestas en
pie, con un plato de comida para perros en la parte superior.
-Para
no existir –intervino Perea-, ya se han merendado a la mitad de la población de
Melilla. Y dentro de unos minutos serán las nueve de la noche. Hora de cenar.
Alejandro
Hernández, licenciado en Química por la Universidad de Columbia, en Nueva York, no daba crédito a lo que acababa de oir.
-¿Y tú, chaval? –el capitán Perea se dirigió al
soldado Martin Martínez-. ¿Por qué lloras?
___ ___ ___
Los
incendios que se habían producido en la ciudad prestaban a las nubes bajas un
lóbrego tono anaranjado. El viento era
sólo un recuerdo y de diferentes puntos
de la superficie de la pequeña ciudad africana se elevaban hacia le
cielo columnas de humo denso y gris.
Ardía
gran parte de la ciudad antigua a la que los melillenses se referían como
“Melilla la Vieja ”.
Era un espectáculo desolador.
El
jinete contemplaba como el mar en calma reflejaba las llamas que devoraban
implacables las construcciones tras las murallas centenarias, multiplicando por
dos el dramatismo de la imagen.
“Black
Rayo” no entendía qué pasaba. Tampoco lo necesitaba. Estaba disfrutando de una
libertad que le había sido negada tiempo atrás y no habría llamas ni infierno
alguno capaz de llevarle de vuelta al infame enclaustramiento del que acababa
de ser liberado. Y si ese hombrecillo que sujetaba sus riendas le pedía que
saltara sobre el fuego y se precipitara hacia el averno mismo, no dudaría en
mover hasta el último músculo de su cuerpo para
hacerlo más alto y veloz que nunca.
Ginés
Berciano y su viejo alazán pisaban el asfalto a una velocidad de vértigo. El
curtido caballo tenía un galope severo y fresco a la vez, sereno y seguro. Era
una carrera mortal contra los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El
primer monstruo en caer sobre ellos fue una anciana que se interpuso a su paso y que resultó arrollada
por la bestia de pelo rojizo y aplastada por sus gruesas y poderosas pezuñas.
Después
empezaron a verse por decenas. A mitad del paseo marítimo, terminaron por
constituir una masa informe de seres descarnados, sanguinolentos y
amenazadores. Parecían verse atraídos por un
ruido ensordecedor y extraño en el que, no obstante, el cabo de caballería Berciano no
había hasta entonces reparado.
Hizo
girar a “Black Rayo” en dirección oeste. Había que huir de esa jauría deforme y
demencial. Pero antes volvió la cabeza hacia la fuente de ese estentóreo rugido. La
imponente figura del ferry de la compañía “Armas”, procedente de Motril, se
recortaba antes las mortecinas luces del cercano puerto de Nador. Acababa de
encallar en la playa y se había escorado peligrosamente hacia babor. Las
hélices proferían un lastimero chirrido en su pugna patética por escapar de la
arena que, probablemente en unos minutos, terminaría por aprisionarlas para siempre.
Comenzaba
a sentir una urgencia lacerante. Un dolor intenso le oprimía el pecho y las
sienes. No llegaría a casa. Le asaltaban miles de dudas pero, por encima de
todas, pensaba en Amparo, su compañera.
Vio sus ojos verdes implorantes… sintió sus brazos alrededor de su
cintura… saboreó un húmedo y dulce beso…
Escuchó
entonces el sonoro relincho de “Black Rayo”. Recuperó la consciencia. No. No
podía caer. Necesitaba calmarse o terminaría en el estómago de alguno de esos
caníbales bastardos.
Los
recuerdos se desdibujaron, no así el punzante dolor que estaba a punto de
hacerle enloquecer.
Arrastrada
por lo que había sido un molesto viento de poniente durante toda la jornada y
ahora no era más que una suave brisa, llegó por el aire una bolsa de plástico
amarillo. Un acto reflejo movió a Berciano a atraparla antes de que se cruzara
ante sus ojos. El veterano soldado leyó
las dos palabras en voz alta: “Ultramarinos Piñero”.
Tiró
suavemente de las riendas. “Black Rayo” levantó la testuz y aminoró el ritmo
del galope hasta detenerse.
-¡Cambio
de planes, viejo! –le susurró al oido.
___ ___ ___
Una
vez recuperada de la horrible escena que había presenciado desde el balcón de
su vivienda en la calle Mar Chica, Virginia Ruiz intentaba también recuperar el
habla.
-Pedro-
se la escuchó jadear al otro lado de la línea- ¿Qué está pasando? La calle está
llena de gente haciendo el bestia. Al de la pizzería de enfrente se lo han
cargado las chicas de la tienda de perfumes y juraría que se lo están…
comiendo.
-Virgi,
en primer lugar, no se te ocurra salir a la calle, -traté de decirle a mi
amante esposa- echa la llave y no se te ocurra abrir la puerta a nadie,
especialmente si tiene los ojos en blanco.
-¿Pero
qué está pasando, Pedro? ¿Qué es lo que está pasando?
-No
tengo ni puta idea, pero sea lo que sea, hay gente por las calles comiéndose a
todo el que encuentra. Es una locura, lo sé. Pero acabamos de presenciarlo en
directo. Jose ha hablado con Eva y está bien. Aquí están Pili Garnica y Rosa.
Chico
Piñero levantó conspicuo el hueso de jamón y lo blandió ante mis ojos.
-Y
están Chico y Diego Piñero. Y su madre
–añadí- , que le acaba de endiñar un leñazo a un monstruo de esos con una lata
de perdices en escabeche.
-¡Codornices!-corrigió
Mary mostrándome la lata a la vez que señalaba con el dedo índice la etiqueta.
-¡Codornices!-
puntualicé a mi vez.
-Deberías
llamar a alguien de la policía que tú conozcas. Alguien tiene que saber cómo va
esto.
-Virginia
–concluí-. No sabemos cuánto va a durar esto ni si las líneas de teléfono van a
continuar funcionando mucho rato. Los móviles ya se han ido a la mierda.
Escucha bien un par de cosas. Primero: vas a tener que bajar al trastero y
coger mi bolsa de la pesca. Dentro está la radio. Jose tiene la suya en el
coche. Cuando la tengas, te conectas al canal 10, ¿entendido?
-¡Si!
¿Y segundo?
-Lo
segundo te va a gustar un poco menos.
-¿Si?
-¿Te
acuerdas del revolver de mi padre? ¿El que te dije que iba a entregar a la
Guardia Civil?
-¿Siiiiiiii?
Ahora
venía lo peor.
-Pues…
-¿Siiiiiiiiiiii?
-Pues
te lo subes también. Está en la caja que pone “Navidad. Luces del árbol”.
-Pedro…
-Venga,
Virgi. Ya, si acaso, te llamo luego. Un beso, chata.
-¡Pedrooooooooo!
-Te
quiero.
Colgué.
-Voy
a preparar un poco de café –terció Mary.
-¿Nespresso,
señora?-preguntó Jose María.
-“Viuda
de Gallego”-contestó la aguerrida señora-. De toda la vida.
¡Madre mía! Esto mejora por momentos.
ResponderEliminarGracias, como siempre, por tu generosidad en los comentarios. Y por tu amistad. Un abrazo.
EliminarTienes a mi marido en ascuas. Cada sábado me pide que le lea el capítulo recién salido. Nos tienes enganchados. Besos!
ResponderEliminarGracias por leerme y por vuestra fidelidad y amistad. Sois geniales. UN abrazo a los dos.
EliminarIncreíble la historia. Para desconectar un rato del estudio empecé echándole un ojo... y me enganchó. Jaja muchas risas y muchos personajes conocidos. Esta muy guapa. Estaré al día por si subes uno pronto. Pero siguela por favor. Abrazos desde Granada :)
EliminarGracias, Javi. Un honor que me leas. Un abrazo. Los sábados, nuevo capítulo.. Cuidate y pásalo bien.
EliminarEstá genial Pedro, lo vi por casualidad antes de ayer y ya me tienes enganchado.
ResponderEliminar¡¡QUE SIGA!!
Gracias, Jose. Eres un gran tipo.
EliminarRecuperando el tiempo perdido..... Genial Pedro!!! ����
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