sábado, 1 de febrero de 2014

Capítulo 5 Crisis


24 de Diciembre, noche.
A bordo del helicóptero, Alejandro Hernández se debatía entre la incertidumbre más atroz, un miedo sobrevenido e intenso hacia algo que intuía pero desconocía y una cierta y más que evidente excitación, que había hecho que el nivel de adrenalina en su sangre se hubiera disparado preocupantemente.
Una hermosa y curvilínea soldado en cuya placa de identificación se leía “C. Ruiz” le había ayudado a ponerse un incómodo chaleco antibalas y un casco de metal pintado en color caqui. En otras circunstancias habría resultado hasta divertido, pero algo en el aire que se respiraba en aquella oscura cabina de helicóptero y en la adusta expresión de ese extraño grupo de militares que le rodeaban, hacía presagiar que su vida, de aquí a un futuro cercano, iba a ser de todo menos divertida.
Santiago Cobreros, hojeaba un manojo de folios grapados a una cubierta de cartón de color ocre sobre la que alguien había escrito torpemente las palabras “Alto Secreto” con rotulador rojo indeleble de punta gruesa. Leía durante unos minutos y después elevaba ocasionalmente la vista hacia el científico. Había escepticismo en esa mirada preocupada.
Dejó caer los papeles sobre el asiento vacío a su derecha. Sacó del bolsillo interior de su americana un paquete arrugado de “Marlboro” del que extrajo el último cigarrillo que quedaba y lo depositó indolentemente en la comisura de los labios. Arrugó el paquete con la mano derecha y lo lanzó sin mirar hacia el fondo de la cabina.
La cabo Mengual y el soldado Martín Martinez se habían cogido de la mano unos minutos antes. Permanecían con sus dedos entrelazados en un silencio cómplice y dramático. El paquete de tabaco impactó en el ojo izquierdo del soldado Martín Martínez.
El hombre del traje negro encontró un mechero en otro de sus bolsillos y encendió el cigarrillo sin deleite, con frialdad.                                                                                 
–Así que es usted un experto en toda esta mierda, ¿no?- se decidió a preguntar por fin, exhalando por la nariz una abundante humareda.
Las palabras del hombre del traje negro atrajeron la atención del resto del grupo. El doctor Hernández se convirtió a partir de ese momento, en el vórtice de todas las miradas del comando al completo. Ese grupo de hombres y mujeres avezados en el combate y acostumbrados a matar miraba al interpelado con algo más profundo que el respeto.  Ya habían visto demasiado y ahora necesitaban respuestas a esa pregunta que, más tarde o más temprano acabarían  por escuchar. Esto no era El Líbano. Esto no era Afganistán. Allí  la muerte les miraba a los ojos cada día. Aquí la muerte tenía los ojos en blanco.
-¿A que mierda se refiere, señor?- contestó Hernández.
Para ser un científico cuya jornada solía transcurrir entre tubos de ensayo y burbujeantes matraces, Alejandro Hernández exhibía una forma física envidiable. Habría pasado por modelo de esos que suelen aparecer en vallas publicitarias o en los costados de los autobuses en las grandes ciudades. Su profesionalidad y su proverbial sangre fría le habían salvado en más de una ocasión de verse envuelto en algún turbio “affaire”  con alguna apasionada compañera de trabajo. A varias de sus colegas más jóvenes en el laboratorio, desde que el joven investigador ingresara en la nómina del departamento hacía ya más de seis años, el sexo era la reacción química que más les preocupaba.
-A todo ese asunto de los muertos vivientes- precisó Cobreros.
-¿Zombies?
-Sí. Supongo que será eso.
-¡No existen! ¡No pueden existir! –bramó incrédulo el científico. Yo escribo todas esas cosas para divertirme.
Cobreros paseó su mirada por la cabina hasta que se cruzó con la del capitán Perea. Ambos se encogieron de hombros.
El “Super Puma” comenzó a aterrizar sobre la superficie plateada del enorme disco metálico que coronaba el emblemático -y horrible- edificio “Quinto centenario “. Sus dos torres gemelas semejaban un par de cajas de “Frostis” puestas en pie, con un plato de comida para perros en la parte superior.
-Para no existir –intervino Perea-, ya se han merendado a la mitad de la población de Melilla. Y dentro de unos minutos serán las nueve de la noche. Hora de cenar.
Alejandro Hernández, licenciado en Química por la Universidad de Columbia, en Nueva York,  no daba crédito a  lo que acababa de oir.
-¿Y  tú, chaval? –el capitán Perea se dirigió al soldado Martin Martínez-. ¿Por qué lloras?
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Los incendios que se habían producido en la ciudad prestaban a las nubes bajas un lóbrego tono anaranjado.  El viento era sólo un recuerdo y de diferentes puntos  de la superficie de la pequeña ciudad africana se elevaban hacia le cielo columnas de humo denso y gris.
Ardía gran parte de la ciudad antigua a la que los melillenses se referían como “Melilla la Vieja”. Era un espectáculo desolador.
El jinete contemplaba como el mar en calma reflejaba las llamas que devoraban implacables las construcciones tras las murallas centenarias, multiplicando por dos  el dramatismo de la imagen.
“Black Rayo” no entendía qué pasaba. Tampoco lo necesitaba. Estaba disfrutando de una libertad que le había sido negada tiempo atrás y no habría llamas ni infierno alguno capaz de llevarle de vuelta al infame enclaustramiento del que acababa de ser liberado. Y si ese hombrecillo que sujetaba sus riendas le pedía que saltara sobre el fuego y se precipitara hacia el averno mismo, no dudaría en mover hasta el último músculo de su cuerpo para  hacerlo más alto y veloz que nunca.
Ginés Berciano y su viejo alazán pisaban el asfalto a una velocidad de vértigo. El curtido caballo tenía un galope severo y fresco a la vez, sereno y seguro. Era una carrera mortal contra los cuatro jinetes del Apocalipsis.
El primer monstruo en caer sobre ellos fue una anciana que  se interpuso a su paso y que resultó arrollada por la bestia de pelo rojizo y aplastada por sus gruesas y poderosas pezuñas.
Después empezaron a verse por decenas. A mitad del paseo marítimo, terminaron por constituir una masa informe de seres descarnados, sanguinolentos y amenazadores. Parecían verse atraídos por un  ruido ensordecedor y extraño en el que, no  obstante, el cabo de caballería Berciano no había hasta entonces reparado.
Hizo girar a “Black Rayo” en dirección oeste. Había que huir de esa jauría deforme y demencial. Pero antes volvió la cabeza hacia  la fuente de ese estentóreo rugido. La imponente figura del ferry de la compañía “Armas”, procedente de Motril, se recortaba antes las mortecinas luces del cercano puerto de Nador. Acababa de encallar en la playa y se había escorado peligrosamente hacia babor. Las hélices proferían un lastimero chirrido en su pugna patética por escapar de la arena que, probablemente en unos minutos,  terminaría por aprisionarlas para siempre.
Comenzaba a sentir una urgencia lacerante. Un dolor intenso le oprimía el pecho y las sienes. No llegaría a casa. Le asaltaban miles de dudas pero, por encima de todas, pensaba en Amparo, su compañera.  Vio sus ojos verdes implorantes… sintió sus brazos alrededor de su cintura…  saboreó un húmedo y dulce beso…
Escuchó entonces el sonoro relincho de “Black Rayo”. Recuperó la consciencia. No. No podía caer. Necesitaba calmarse o terminaría en el estómago de alguno de esos caníbales bastardos.
Los recuerdos se desdibujaron, no así el punzante dolor que estaba a punto de hacerle enloquecer.
Arrastrada por lo que había sido un molesto viento de poniente durante toda la jornada y ahora no era más que una suave brisa, llegó por el aire una bolsa de plástico amarillo. Un acto reflejo movió a Berciano a atraparla antes de que se cruzara ante sus ojos.  El veterano soldado leyó las dos palabras en voz alta: “Ultramarinos Piñero”.
Tiró suavemente de las riendas. “Black Rayo” levantó la testuz y aminoró el ritmo del galope hasta detenerse.
-¡Cambio de planes, viejo! –le susurró al oido.

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Una vez recuperada de la horrible escena que había presenciado desde el balcón de su vivienda en la calle Mar Chica, Virginia Ruiz intentaba también recuperar el habla.
-Pedro- se la escuchó jadear al otro lado de la línea- ¿Qué está pasando? La calle está llena de gente haciendo el bestia. Al de la pizzería de enfrente se lo han cargado las chicas de la tienda de perfumes y juraría que se lo están… comiendo.
-Virgi, en primer lugar, no se te ocurra salir a la calle, -traté de decirle a mi amante esposa- echa la llave y no se te ocurra abrir la puerta a nadie, especialmente si tiene los ojos en blanco.
-¿Pero qué está pasando, Pedro? ¿Qué es lo que está pasando?
-No tengo ni puta idea, pero sea lo que sea, hay gente por las calles comiéndose a todo el que encuentra. Es una locura, lo sé. Pero acabamos de presenciarlo en directo. Jose ha hablado con Eva y está bien. Aquí están Pili Garnica y Rosa.
Chico Piñero levantó conspicuo el hueso de jamón y lo blandió ante mis ojos.
-Y están Chico y  Diego Piñero. Y su madre –añadí- , que le acaba de endiñar un leñazo a un monstruo de esos con una lata de perdices en escabeche.
-¡Codornices!-corrigió Mary mostrándome la lata a la vez que señalaba con el dedo índice la etiqueta.
-¡Codornices!- puntualicé a mi vez.
-Deberías llamar a alguien de la policía que tú conozcas. Alguien tiene que saber cómo va esto.
-Virginia –concluí-. No sabemos cuánto va a durar esto ni si las líneas de teléfono van a continuar funcionando mucho rato. Los móviles ya se han ido a la mierda. Escucha bien un par de cosas. Primero: vas a tener que bajar al trastero y coger mi bolsa de la pesca. Dentro está la radio. Jose tiene la suya en el coche. Cuando la tengas, te conectas al canal 10, ¿entendido?
-¡Si! ¿Y segundo?
-Lo segundo te va a gustar un poco menos.
-¿Si?
-¿Te acuerdas del revolver de mi padre? ¿El que te dije que iba a entregar a la Guardia Civil?
-¿Siiiiiiii?
Ahora venía lo peor.
-Pues…
-¿Siiiiiiiiiiii?
-Pues te lo subes también. Está en la caja que pone “Navidad. Luces del árbol”.
-Pedro…
-Venga, Virgi. Ya, si acaso, te llamo luego. Un beso, chata.
-¡Pedrooooooooo!
-Te quiero.
Colgué.
-Voy a preparar un poco de café –terció Mary.
-¿Nespresso, señora?-preguntó Jose María.

-“Viuda de Gallego”-contestó la aguerrida señora-. De toda la vida.

9 comentarios:

  1. ¡Madre mía! Esto mejora por momentos.

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    1. Gracias, como siempre, por tu generosidad en los comentarios. Y por tu amistad. Un abrazo.

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  2. Tienes a mi marido en ascuas. Cada sábado me pide que le lea el capítulo recién salido. Nos tienes enganchados. Besos!

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    1. Gracias por leerme y por vuestra fidelidad y amistad. Sois geniales. UN abrazo a los dos.

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    2. Increíble la historia. Para desconectar un rato del estudio empecé echándole un ojo... y me enganchó. Jaja muchas risas y muchos personajes conocidos. Esta muy guapa. Estaré al día por si subes uno pronto. Pero siguela por favor. Abrazos desde Granada :)

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    3. Gracias, Javi. Un honor que me leas. Un abrazo. Los sábados, nuevo capítulo.. Cuidate y pásalo bien.

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  3. Está genial Pedro, lo vi por casualidad antes de ayer y ya me tienes enganchado.
    ¡¡QUE SIGA!!

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  4. Recuperando el tiempo perdido..... Genial Pedro!!! ����

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