sábado, 8 de febrero de 2014

Capítulo 6 Un plan


24 de Diciembre, noche.
La vista desde la parte más elevada del siniestro edificio del Quinto Centenario era espectacular. La mar en calma, las luces de la ciudad prestando ese inconfundible tono dorado al cielo nocturno…
La sargento González Novelles  contemplaba la bahía con la frialdad  con que se había acostumbrado a mirar a la muerte en las montañas de Kandahar o en los traicioneros aduares de Beirut. No pestañeaba con los ecos cercanos de disparos en las calles del centro de la ciudad ni con las frecuentes explosiones que parecían sacudir los barrios altos a cada instante. Se sobresaltó, eso si, como todos, cuando presenciaron desde el aire como el buque de la naviera granadina encallaba en las aguas someras de la ensenada, abriendo el  paseo marítimo como un cuchillo  caliente una onza de mantequilla.
Alguien le ofreció una Coca Cola. Aceptó a regañadientes. Llevaba varias horas sin probar bocado y esto, al menos, entretendría a su estómago durante un buen rato.
Estaba ansiosa por saber que habían decidido los de abajo, pero no estaba segura de que fuera a gustarle lo que pudiera averiguar sobre  la situación en la que se encontraban las escasas fuerzas de que disponían. No obstante, se sintió aliviada cuando le hicieron saber que el comandante Payán y el coronel Escámez se habían hecho cargo del puesto de mando. Esos dos zorros tenían pelotas.
Los informes que llegaban del exterior eran en extremo pesimistas.
La Comandancia General había sucumbido en las primeras horas de la mañana. Los acuartelamientos estratégicos de la plaza eran ahora pasto de la jauría de cadáveres sin rostro que también se había adueñado de la mayoría de las zonas civiles de la ciudad.
 Se sabía de centenares de familias que, recluidas  en la seguridad de sus viviendas, se resistían a un destino cruel,  aferradas a la vida pero, de momento, sin esperanzas de volver a poner un pie en el exterior.
Los teléfonos fijos de algunas zonas, milagrosamente, aún funcionaban. Lo mismo sucedía con el alumbrado.
La controvertida valla de alambre de espinos que rodeaba la ciudad llevaba muchas horas conteniendo a una marea ingente de cadáveres ambulantes que se había aventurado hasta el mismo límite del perímetro fronterizo con insanos propósitos.
Las últimas comunicaciones con los agentes de servicio en los pasos fronterizos de Beni Enzar y Farhana habían sido agónicas transmisiones en las que se pedían órdenes desesperadamente. Las fronteras habían quedado herméticamente cerradas pero después, todo había quedado en silencio y no se había conseguido recuperar la línea.
La sargento González Novelles tampoco deseaba saber qué estaba pasando en el resto del país, por eso hizo bien en quedarse allá arriba.
Por eso hizo bien en no bajar al puesto de mando habilitado en la planta décima de la torre norte.
Por eso no llegó a saber que la plaga se había extendido como un reguero de pólvora por toda la península y que ciudades como Bilbao, Madrid o Valencia eran ahora poco más que enormes vertederos de residuos humanos.
Por eso tardaría aún unos minutos en saber que, en no más de una hora y media, estaría de nuevo volando para llevar a cabo una de las misiones más peligrosas y trascendentes de toda su carrera en el ejército.
Unos pisos más abajo, Cobreros, el hombre del traje negro, había abierto el tapete verde sobre la mesa, el comandante Payán y el coronel Escámez habían hecho sus apuestas y el profesor Hernandez acababa de enseñar sus cartas. Había algo parecido a un plan.
La sargento piloto González Novelles tendría que transportar al grupo de comandos del atractivo capitán Perea, al Hospital Comarcal, devastado por la plaga, y acceder a los laboratorios.
Suspiró profundamente. Apuró hasta la última gota de refresco de un solo trago.
Escuchó, proveniente de la vasta explanada situada delante del majestuoso Hotel Melilla Puerto un alarido terrorífico y sobrenatural; la voz rota y repugnante de un mensajero de la muerte. Buscó con sus hermosos ojos verdes, cansados y fríos el origen del ruido. Allá abajo, un ser deforme y mugriento cuyas fauces rezumaban un fluido sanguinolento y viscoso le devolvió la mirada con sus ojos blancos como el mármol de una lápida.  A sus pies, un cochecito de bebé volcado y el cadáver medio descuartizado de una niña pequeña.
La sargento González Novelles esperó un par de segundos y, volviendo la espalda a la escena, arrojó al vacío, por encima del hombro, la lata de vivo color rojo sangre. Comenzó a pasear por la azotea a ritmo lento, sosegado, con las manos en los bolsillos.
Un sonoro y prolongado eructo se mezcló con los espectrales sonidos de la noche.
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-¡Niños, voy al trastero un momento! No se os ocurra abrir la puerta a nadie. Quedaos aquí y esperadme. Vuelvo en seguida.
El trastero de la familia Bueno Ruiz, como sucede en la mayoría de las familias occidentales,  era materia exclusiva del varón de mayor edad en la casa. La secular posición de “macho alfa” de los “paterfamilias” queda en nuestra civilización moderna completamente desvirtuada el día que a algún bastardo se le ocurrió la feliz idea de inventar el trastero.  Ahora, Virginia se enfrentaba a uno de los mayores retos de su existencia. Había de aventurarse en los dominios de ese desgarbado y torpe coleccionista de inutilidades que era su marido. El trastero era una jungla, una “kashbah”, un reino de lo desconocido, una entelequia, un laberinto…
Tenía miedo. Las criaturas que había visto desde el balcón podrían acecharla ahí abajo, en el húmedo, ignoto y lóbrego silencio del garaje, entre columnas de hormigón y “Hyundais Terracan”.
Bajaría, haría lo imposible por encontrar el pequeño emisor de radio que Pedro utilizaba para sus días de pesca en alta mar, e intentaría también localizar ese pesado revólver que el abuelo solía enseñar a los niños para contarles historias de sus años en la policía. Sería una misión rápida. Al menos, eso esperaba.
Se encomendó a todos los Santos del cielo y a algunos que aún andaban en  trámite de beatificación  y se dirigió hacia la puerta del piso con las llaves del trastero en la mano.
Rocío, su hija,  una hermosa joven de radiantes ojos azules y cabellos dorados se interpuso ante ella y la salida.
-¡Rocio! ¿Qué haces?
Virginia miraba a su hija con los ojos abiertos como platos.
Una cinta roja en el pelo… un grueso chaleco azul cuajado de bolsillos… una correa de piel en torno a su cintura de la que colgaban dos o tres cuchillos de cocina hábilmente asegurados con velcro adhesivo… y una paellera para diez raciones sujeta al  brazo con cinta americana.
-Voy contigo, Virgi. Yo también he visto lo que ha pasado ahí abajo.
-¡Esperadme!- se oyó a Pedro J. junior. ¡Voy con vosotros!
-¡Santo Dios!
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-¡A este hijo de puta hay que sacarlo de aquí! – exclamó Chico Piñero señalando al cadáver del hombre de la yugular cercenada y el cerebro triturado.
-¡Es verdad! –apostilló Mari-. Ya no lo podemos matar más veces.
Jose María y yo decidimos sacar los restos de aquel tipo al exterior de la tienda. Lo arrastraríamos hasta la puerta e intentaríamos dejarlo a buena distancia siempre y cuando no nos lo impidieran esas horribles criaturas que pululaban sin rumbo ante nuestro forzado refugio.
-¡Pilar! Cuando Jose os lo pida, tú y Rosa, abrid la puerta de golpe y sin titubear. Veáis lo que veáis no dejéis de hacer lo que se os dice.
En unos segundos teníamos el cuerpo del desgraciado atravesando el marco de la puerta de aluminio de “Ultramarinos Piñero”. La calle parecía estar en calma, salvando la presencia de un par de grupos de muertos andantes enfrascados a cierta distancia, en una especie de danza macabra en la que unos y otros caminaban como perdidos intentando darse de dentelladas.
Fue entonces cuando se nos heló la sangre.
Llegó desde el extremo sur de la calle. Fue primero un rumor.
Después, oímos claramente el galope de una bestia poderosa.
Recortada contra las luces de la calle y emergiendo de una nube de humo producida por algunos de los incendios que se habían declarado en las calles adyacentes, emergió la espectral figura de un jinete a lomos de un vigoroso e imponente alazán.
No podíamos movernos. Nuestros músculos no obedecían. Por si habíamos visto poco, ahora era el propio heraldo de la muerte quien se mostraba ante nosotros en toda su grandeza.
El jinete misterioso tiró suavemente de las riendas y el caballo se detuvo a nuestra altura, profiriendo un horrísono relincho. De un salto, el misterioso cabalgador bajó de la grupa del magnífico animal.
-¡La madre que te parió, Ginés!-exclamé-. ¡El susto que nos has dado!
-¡Vaya mierda! ¡Está todo lleno de cabrones de estos!- declaró el pequeño cabo primero de caballería.
-¡Vamos dentro! – intervino Jose María-. No tengo ganas de líos con esos de ahí enfrente.
Los patéticos danzarines caníbales ya se habían percatado de nuestra presencia y comenzaban a moverse torpe pero amenazadoramente en nuestra dirección.
Cuando volvimos a acceder a la seguridad de la tienda, Rosa terminaba de poner un apósito sobre el antebrazo de Diego que había empezado a adquirir un preocupante tono rojizo.
Nos sentimos tranquilizados por la seguridad del bastión improvisado en que habíamos convertido la modesta instalación así como por el fragante y exquisito aroma del café recién hecho que se expandía hacia todos los rincones del local.
Pilar acababa de colgar el teléfono.
-He hablado con Pablo Torres.
-¿El hermano de Victor?-pregunté.
Pablo Torres trabajaba en la Delegación del Gobierno, un sobrio edificio de líneas rectas y poco atractivas que presidía desde el sur, la Plaza de España, en pleno centro de la ciudad.
-¿Funcionaba su móvil?- quiso saber Rosa.
-¡No! Lo he llamado a su oficina en la Delegación. Supuse que estaría allí como cada vez que hay follones. Siempre lo llaman. Él está bien, pero está solo. Dice que ha cerrado las puertas a cal y canto que y está como nosotros, encerrado.
-¿Y el delegado?
-Bueno… parece que hace un rato llegaron dos o tres mandos de la Policía y de la Guardia  Civil y tuvieron una reunión.
-¿Y qué han hecho?

-Entre todos se han comido al chófer del delegado y a una auxiliar administrativa que se llamaba Ana Mari.

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