24 de Diciembre,
noche.
La vista desde la
parte más elevada del siniestro edificio del Quinto Centenario era
espectacular. La mar en calma, las luces de la ciudad prestando ese
inconfundible tono dorado al cielo nocturno…
La sargento González
Novelles contemplaba la bahía con la
frialdad con que se había acostumbrado a
mirar a la muerte en las montañas de Kandahar o en los traicioneros aduares de
Beirut. No pestañeaba con los ecos cercanos de disparos en las calles del
centro de la ciudad ni con las frecuentes explosiones que parecían sacudir los
barrios altos a cada instante. Se sobresaltó, eso si, como todos, cuando
presenciaron desde el aire como el buque de la naviera granadina encallaba en
las aguas someras de la ensenada, abriendo el
paseo marítimo como un cuchillo
caliente una onza de mantequilla.
Alguien le
ofreció una Coca Cola. Aceptó a regañadientes. Llevaba varias horas sin probar
bocado y esto, al menos, entretendría a su estómago durante un buen rato.
Estaba ansiosa
por saber que habían decidido los de abajo, pero no estaba segura de que fuera
a gustarle lo que pudiera averiguar sobre la situación en la que se encontraban las
escasas fuerzas de que disponían. No obstante, se sintió aliviada cuando le
hicieron saber que el comandante Payán y el coronel Escámez se habían hecho
cargo del puesto de mando. Esos dos zorros tenían pelotas.
Los informes que
llegaban del exterior eran en extremo pesimistas.
Se sabía de centenares de familias que,
recluidas en la seguridad de sus
viviendas, se resistían a un destino cruel,
aferradas a la vida pero, de momento, sin esperanzas de volver a poner
un pie en el exterior.
Los teléfonos
fijos de algunas zonas, milagrosamente, aún funcionaban. Lo mismo sucedía con
el alumbrado.
La controvertida
valla de alambre de espinos que rodeaba la ciudad llevaba muchas horas
conteniendo a una marea ingente de cadáveres ambulantes que se había aventurado
hasta el mismo límite del perímetro fronterizo con insanos propósitos.
Las últimas
comunicaciones con los agentes de servicio en los pasos fronterizos de Beni Enzar
y Farhana habían sido agónicas transmisiones en las que se pedían órdenes
desesperadamente. Las fronteras habían quedado herméticamente cerradas pero
después, todo había quedado en silencio y no se había conseguido recuperar la
línea.
La
sargento González Novelles tampoco deseaba saber qué estaba pasando en el resto
del país, por eso hizo bien en quedarse allá arriba.
Por
eso hizo bien en no bajar al puesto de mando habilitado en la planta décima de la
torre norte.
Por
eso no llegó a saber que la plaga se había extendido como un reguero de pólvora
por toda la península y que ciudades como Bilbao, Madrid o Valencia eran ahora
poco más que enormes vertederos de residuos humanos.
Por
eso tardaría aún unos minutos en saber que, en no más de una hora y media,
estaría de nuevo volando para llevar a cabo una de las misiones más peligrosas
y trascendentes de toda su carrera en el ejército.
Unos
pisos más abajo, Cobreros, el hombre del traje negro, había abierto el tapete
verde sobre la mesa, el comandante Payán y el coronel Escámez habían hecho sus
apuestas y el profesor Hernandez acababa de enseñar sus cartas. Había algo
parecido a un plan.
La
sargento piloto González Novelles tendría que transportar al grupo de comandos del
atractivo capitán Perea, al Hospital Comarcal, devastado por la plaga, y
acceder a los laboratorios.
Suspiró
profundamente. Apuró hasta la última gota de refresco de un solo trago.
Escuchó,
proveniente de la vasta explanada situada delante del majestuoso Hotel Melilla
Puerto un alarido terrorífico y sobrenatural; la voz rota y repugnante de un
mensajero de la muerte. Buscó con sus hermosos ojos verdes, cansados y fríos el
origen del ruido. Allá abajo, un ser deforme y mugriento cuyas fauces rezumaban
un fluido sanguinolento y viscoso le devolvió la mirada con sus ojos blancos
como el mármol de una lápida. A sus
pies, un cochecito de bebé volcado y el cadáver medio descuartizado de una niña
pequeña.
La
sargento González Novelles esperó un par de segundos y, volviendo la espalda a
la escena, arrojó al vacío, por encima del hombro, la lata de vivo color rojo
sangre. Comenzó a pasear por la azotea a ritmo lento, sosegado, con las manos
en los bolsillos.
Un
sonoro y prolongado eructo se mezcló con los espectrales sonidos de la noche.
___ ___ ___
-¡Niños,
voy al trastero un momento! No se os ocurra abrir la puerta a nadie. Quedaos
aquí y esperadme. Vuelvo en seguida.
El
trastero de la familia Bueno Ruiz, como sucede en la mayoría de las familias
occidentales, era materia exclusiva del
varón de mayor edad en la casa. La secular posición de “macho alfa” de los
“paterfamilias” queda en nuestra civilización moderna completamente desvirtuada
el día que a algún bastardo se le ocurrió la feliz idea de inventar el
trastero. Ahora, Virginia se enfrentaba
a uno de los mayores retos de su existencia. Había de aventurarse en los
dominios de ese desgarbado y torpe coleccionista de inutilidades que era su
marido. El trastero era una jungla, una “kashbah”, un reino de lo desconocido,
una entelequia, un laberinto…
Tenía
miedo. Las criaturas que había visto desde el balcón podrían acecharla ahí
abajo, en el húmedo, ignoto y lóbrego silencio del garaje, entre columnas de
hormigón y “Hyundais Terracan”.
Bajaría,
haría lo imposible por encontrar el pequeño emisor de radio que Pedro utilizaba
para sus días de pesca en alta mar, e intentaría también localizar ese pesado
revólver que el abuelo solía enseñar a los niños para contarles historias de
sus años en la policía. Sería una misión rápida. Al menos, eso esperaba.
Se
encomendó a todos los Santos del cielo y a algunos que aún andaban en trámite de beatificación y se dirigió hacia la puerta del piso con las
llaves del trastero en la mano.
Rocío,
su hija, una hermosa joven de radiantes
ojos azules y cabellos dorados se interpuso ante ella y la salida.
-¡Rocio!
¿Qué haces?
Virginia
miraba a su hija con los ojos abiertos como platos.
Una
cinta roja en el pelo… un grueso chaleco azul cuajado de bolsillos… una correa
de piel en torno a su cintura de la que colgaban dos o tres cuchillos de cocina
hábilmente asegurados con velcro adhesivo… y una paellera para diez raciones
sujeta al brazo con cinta americana.
-Voy
contigo, Virgi. Yo también he visto lo que ha pasado ahí abajo.
-¡Esperadme!-
se oyó a Pedro J. junior. ¡Voy con vosotros!
-¡Santo
Dios!
___ ___ ___
-¡A
este hijo de puta hay que sacarlo de aquí! – exclamó Chico Piñero señalando al
cadáver del hombre de la yugular cercenada y el cerebro triturado.
-¡Es
verdad! –apostilló Mari-. Ya no lo podemos matar más veces.
Jose
María y yo decidimos sacar los restos de aquel tipo al exterior de la tienda.
Lo arrastraríamos hasta la puerta e intentaríamos dejarlo a buena distancia
siempre y cuando no nos lo impidieran esas horribles criaturas que pululaban
sin rumbo ante nuestro forzado refugio.
-¡Pilar!
Cuando Jose os lo pida, tú y Rosa, abrid la puerta de golpe y sin titubear.
Veáis lo que veáis no dejéis de hacer lo que se os dice.
En
unos segundos teníamos el cuerpo del desgraciado atravesando el marco de la
puerta de aluminio de “Ultramarinos Piñero”. La calle parecía estar en calma,
salvando la presencia de un par de grupos de muertos andantes enfrascados a
cierta distancia, en una especie de danza macabra en la que unos y otros caminaban
como perdidos intentando darse de dentelladas.
Fue
entonces cuando se nos heló la sangre.
Llegó
desde el extremo sur de la calle. Fue primero un rumor.
Después,
oímos claramente el galope de una bestia poderosa.
Recortada
contra las luces de la calle y emergiendo de una nube de humo producida por
algunos de los incendios que se habían declarado en las calles adyacentes,
emergió la espectral figura de un jinete a lomos de un vigoroso e imponente
alazán.
No
podíamos movernos. Nuestros músculos no obedecían. Por si habíamos visto poco,
ahora era el propio heraldo de la muerte quien se mostraba ante nosotros en
toda su grandeza.
El
jinete misterioso tiró suavemente de las riendas y el caballo se detuvo a
nuestra altura, profiriendo un horrísono relincho. De un salto, el misterioso
cabalgador bajó de la grupa del magnífico animal.
-¡La
madre que te parió, Ginés!-exclamé-. ¡El susto que nos has dado!
-¡Vaya
mierda! ¡Está todo lleno de cabrones de estos!- declaró el pequeño cabo primero
de caballería.
-¡Vamos
dentro! – intervino Jose María-. No tengo ganas de líos con esos de ahí
enfrente.
Los
patéticos danzarines caníbales ya se habían percatado de nuestra presencia y
comenzaban a moverse torpe pero amenazadoramente en nuestra dirección.
Cuando
volvimos a acceder a la seguridad de la tienda, Rosa terminaba de poner un
apósito sobre el antebrazo de Diego que había empezado a adquirir un
preocupante tono rojizo.
Nos
sentimos tranquilizados por la seguridad del bastión improvisado en que
habíamos convertido la modesta instalación así como por el fragante y exquisito
aroma del café recién hecho que se expandía hacia todos los rincones del local.
Pilar
acababa de colgar el teléfono.
-He
hablado con Pablo Torres.
-¿El
hermano de Victor?-pregunté.
Pablo
Torres trabajaba en la Delegación del Gobierno, un sobrio edificio de líneas
rectas y poco atractivas que presidía desde el sur, la Plaza de España, en
pleno centro de la ciudad.
-¿Funcionaba
su móvil?- quiso saber Rosa.
-¡No!
Lo he llamado a su oficina en la Delegación. Supuse que estaría allí como cada
vez que hay follones. Siempre lo llaman. Él está bien, pero está solo. Dice que
ha cerrado las puertas a cal y canto que y está como nosotros, encerrado.
-¿Y
el delegado?
-Bueno…
parece que hace un rato llegaron dos o tres mandos de la Policía y de la
Guardia Civil y tuvieron una reunión.
-¿Y
qué han hecho?
-Entre
todos se han comido al chófer del delegado y a una auxiliar administrativa que
se llamaba Ana Mari.
Ya estoy al día. Esperando la nueva entrega.
ResponderEliminarGracias, compadre. Espero que te gusten. Un abrazo. Nos vemos.
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