sábado, 25 de enero de 2014

Capítulo 4 La reacción.



24 de Diciembre
Había algo dantesco en el aire de la media tarde.  Se aproximaba la hora en que las sombras se alargan y las almas se serenan.
No obstante,  en el caminar resuelto y la mirada torva del cabo primero Berciano no se reflejaba serenidad alguna. Sus movimientos eran los de un autómata sin sentimientos, los de un robot tocado acaso por un rayo de odio misterioso y profundo, cargado además de incomprensión y de dudas.
¿Qué estaba pasando? ¿Qué maldición diabólica estaba afectando a las personas que encontraba a su paso?
Su teléfono móvil no encontraba cobertura y necesitaba saber de los suyos. Si había un Dios, hoy estaba en otras cosas porque el mundo a su alrededor se había convertido en una pesadilla. Dante bajó a los infiernos para rescatar a Beatriz. Él tendría que atravesar el suyo para encontrar a Amparo.
Sólo hacía unos minutos, había presenciado como cuatro chiquillas con indumentaria de jugar al pádel intentaban devorar, junto al árbol de Navidad que daba la bienvenida al recinto, al encargado de pedir los carnets de acceso a las instalaciones de la Sociedad Hípica Militar. Aún resonaban en sus oídos los aullidos de terror del infortunado. Un horario innoble, un sueldo de mierda y al final, el pobre diablo dejaba este mundo viendo como una niñata con una felpa de “Hello Kitty” le disputaba su hígado a otra con la ropa llena de cocodrilitos verdes.
Ginés volvió a emplear el revólver para despachar a las cuatro chicas y para acabar con el sufrimiento de su víctima que,  de haber tenido aún la lengua, probablemente se lo habría suplicado.
Aún humeaba el enorme cañón del arma cuando, al pasar por delante del gimnasio, contempló a través de la cristalera un segundo espectáculo del circo de los horrores en que se había convertido su camino hacia las cuadras.  Los aparatos estaban cubiertos por una masa sanguinolenta e informe sobre la que se despedazaban a mordiscos media docena de engendros del demonio cuyos rostros semejaban calaveras, despojados ya de cualquier rasgo humano.
Berciano aceleró el paso mientras llenaba de nuevo el cargador de su 38.  Varios de esos rostros espectrales percibieron sus movimientos y comenzaron a aventurarse con pasos torpes y desmañados hacia el exterior del siniestro gimnasio, en pos del pequeño cabo de caballería.   
Los zapatos de Berciano chapoteaban sobre el césped  mojado de la pista de saltos. Unos pasos más allá, la tenue luz de un par de sucias bombillas revelaba la ubicación de los establos.
“Black Rayo” relinchó. A su lado, Ibonia, Castizo y Piropo se agitaron nerviosos. Habían recibido un buen montón de alfalfa y les habían sacado a retozar unas horas antes. Después, todo había sido silencio y quietud. Ahora alguien perturbaba su descanso vespertino.
Sólo “Black Rayo”, el viejo alazán solitario, pudo reconocer ese inconfundible olor a “One” de Kalvin Klein.
Ginés abrió la portezuela de hierro pintado en verde con marcas de óxido.
-¡Chato! –saludó Berciano palmeando al tiempo el vigoroso cuello del animal que parecía deleitado saboreando el encuentro-. Nos vamos a dar un paseo.
No había tiempo para ceremonias. En unos segundos, el potro veterano estaba enjaezado y Ginés sobre el lomo, ligeramente inclinado hacia la cerviz, susurraba unas palabras al oído de la bestia.
No hubo necesidad de espolear el poderoso costado del caballo. Desafiando la natural querencia inducida por años de monótono confinamiento, inició un enérgico galope hacia la salida del club militar.
Había fuego en la mirada de ambos. “Black Rayo” recordaba aquellos días de instrucción con ese hombrecillo amable casi flotando en su espalda, aquellas galopadas sobre la arena mojada y amable de los amaneceres de Melilla… Nadie lo había vuelto a montar como él. Nadie lo había entendido mejor que él. Y ahora volvían a volar juntos.
La barrera estaba echada. Por delante de ella, una espectral cuadrilla compuesta por cuatro de los gimnastas a medio devorar se agitaba inquieta. Sin tirar de las riendas, Berciano desenfundó el revólver y descerrajó sendos balazos. Tres de los cuatro engendros cayeron al suelo con las cabezas destrozadas por el plomo. El cuarto, indemne, tuvo la ocurrencia de aproximarse más de lo aconsejable al flanco del caballo. “Black Rayo” leyó los pensamientos de su jinete y retuvo el paso unas milésimas de segundo, tiempo más que suficiente para que la pierna del cabo primero se zafara del estribo, tomara impulso y se lanzara como un resorte hacia la cabeza del individuo. Se escuchó un crujido profundamente desagradable. La cabeza se desprendió del resto del cuerpo y voló por los aires.
Unos metros adelante, “Black Rayo” saltaba la barrera de hierro pintada a rayas rojas y blancas.
Atrás, sobre los oscuros adoquines, quedaba un cuerpo musculoso pero decapitado y a unos pasos, un siniestro árbol de Navidad a cuya decoración se había añadido, por un curioso efecto del destino y de la física, una cabeza humana con los ojos sangrantes.
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-¡Señor! ¿Es ahí abajo?
La sargento González Novelles señaló un enorme edificio a unas decenas de metros por debajo del helicóptero.
El ruido de los rotores del destartalado “Super Puma” del Ejército de Tierra hacía la charla casi imposible y forzaba a los ocupantes de la cabina a subrayar sus palabras con gestos  precisos y estudiados.
El hombre del traje negro cerró el puño ante los ojos de la chica y elevó el pulgar en señal de asentimiento. La atractiva piloto volvió la mirada hacia la superficie de la extensa azotea sobre la cual “el pájaro” tendría que posarse en unos instantes. A estas horas de la tarde, el viento había amainado sensiblemente y el aparato respondía sin inoportunos cimbreos a las diestras manos de la experta sargento.
Una nube de polvo comenzó a elevarse en cuanto el cacharro inició el lento descenso sobre la gravilla de la amplia azotea y del mismo emergieron, uno a uno, los ocupantes del helicóptero.
Un oficial con aspecto de joven universitario fue el primero en caer al suelo. Le siguieron varios hombres y dos mujeres. El tipo del traje negro fue el último en abandonar la cabina. A bordo quedaron, la sargento González Novelles y un fornido soldado de tez oscura y hombros de hipopótamo.
-¡En seis minutos estamos de vuelta!-habló el oficial. ¡No importa con quién nos encontremos! ¡Nadie pregunta nada!  ¡Nadie explica nada! ¡A la menor duda disparamos a la cabeza! ¿Entendido?
-¡A la orden!- corearon.
-¡Chocrón! ¡Hamed! ¡Vosotros aseguráis el perímetro y vigiláis al pájaro.
El capitán Juan de Dios Perea conocía bien a sus muchachos. Suplía su carencia de envergadura con una resolución y unas dotes de mando absolutamente inusuales en oficiales tan jóvenes.
-¡Martínez! ¡Ruiz!... ¡Abajo!
- ¡Martín! ¡Mengual! ¡Venid conmigo!
Todavía hubo tiempo para una última indicación a la piloto.
-¡Bárbara! –en esta ocasión empleó el nombre de pila de la joven-. Si no estamos aquí en seis minutos…
-Si no está usted aquí en seis minutos… ¡Que Dios nos proteja, señor!
El hombre del traje negro consultó su reloj.
-¡Suerte, Perea!- exclamó.
El pequeño oficial agradeció el gesto elevando la mano y tocando levemente el costado de su boina de combate.
-Confío más en esto –señaló, bajando la mano hasta la empuñadura de su arma reglamentaria.
Santiago Cobreros, el hombre del traje negro, conocía bien al tipo que se alejaba al frente de sus hombres. Si había que confiar en alguien en estos momentos, el capitán Perea era el hombre. De todas maneras, introdujo una mano en su bolsillo y, mientras murmuraba una especie de oración, acarició suavemente una medalla de la Madre Carmen.
El grupo partió hacia la puerta de aluminio de la vasta azotea a través de la cual se accedía a los distintos grupos de viviendas de la urbanización “La Araucaria”.
Los soldados se movían  con una extraña ligereza, casi con pasos de danza, a pesar del pesado armamento que transportaban. En las manos de cada uno, un moderno rifle de asalto “Heckler & Koch G36-E” de fabricación alemana.
Unos pisos más abajo, Alejandro Hernández se removía inquieto en su sillón de lectura. Por si fuera poco lo de ese tremendo ruido en la azotea, varias veces había sido interrumpido durante la tarde por ruidos casi constantes en las escaleras y todo había sido un auténtico  barullo de gritos, golpes y portazos. Desde los primeros días en que ocupó este modesto apartamento, los más jóvenes del vecindario se habían obstinado en hacer de sus tardes un calvario insoportable pero, en algún momento de este último año, creía que había terminado por acostumbrarse. No obstante, lo de hoy estaba siendo especialmente violento.
De nuevo un par de golpes. Esta vez en su propia puerta. Saltó del sillón dejando caer el libro al suelo. Abriría la puerta y les leería la cartilla a esos desvergonzados.
-¡Abra la puerta, señor!
No era una voz de crío. ¿Qué estaba pasando?
Accedió con cierta renuencia al requerimiento de aquella voz adulta.
-¿El doctor Alejandro Hernández?
Asintió con la cabeza, incapaz de articular palabra.
El oficial bajito le miraba fijamente a los ojos, los demás escrutaban nerviosos los accesos al rellano sin dejar de apuntar con sus armas hacia un enemigo que él no acertaba a ver.
-¡Acompáñenos!
-¿Qué pasa? ¡Qué ha pasado? ¿Qué…?
-Déjelo todo como está y acompáñenos. En un minuto se le informará debidamente.
-Estoy en pijama- adujo.
-¡Mala elección!  Hoy no va a dormir.
Se escuchó una especie de rugido en las escaleras. La piel del cuello se le erizó al científico y un tremendo escalofrío le sacudió la espalda.
Una ráfaga del “G-36” de la soldado Mengual acabó con el colérico bramido.
-¡Vámonos! –urgió el individuo del pijama-. Vámonos pero, ¡ya!
El grupo comenzó el ascenso hacia el lugar donde aguardaba el helicóptero. Abierto boca abajo sobre la tarima flotante del apartamento del científico del pijama, “La ciencia y los no muertos” de Alejandro Hernández.
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En la tienda de ultramarinos de Diego Piñero, el abigarrado grupo de personas recluidas entre botellas de licor y latas de conservas de mil y una procedencias se debatía ante un incierto futuro. Caía la noche.
Jose María, mi enorme y musculoso cuñado había conseguido hablar con Eva, su mujer. En casa estaban bien. Al parecer, el ejército había aprovechado la privilegiada situación del bloque de viviendas que ocupaba el lugar más alto del centro de la ciudad, para montar un puesto de control desde el que varias decenas de soldados armados hasta los dientes, se mostraban capaces de  defender la posición a toda costa. Lo que no tenía Eva muy claro es de qué había que defender la posición a toda costa.
-Le he contado más o menos lo que hay- explicó Jose María.
-¿Las niñas están bien? ¿Ella está tranquila? –quise saber.
-Las niñas están bien. Ella está histérica. Le he dicho que no podemos salir de momento.
-¡Eh! –intervino Chico-. ¡Este tío está vivo!
Diego Piñero se aproximó al cadáver.
-¡Mierda! ¡Se está moviendo! –exclamó mientras se agachaba para reconocerlo.
Se oyó entonces un fuerte ruido en la puerta. La cristalera se estremecía con los golpes.  Descorriendo la cortinilla de aluminio que guardaba el interior de los molestos fisgones y del sol de las tardes de verano, pudimos ver a las dos jóvenes. La belleza de sus rostros había dado paso a una expresión de pánico cerval y extremo. Aporreaban la puerta con urgencia.
-¡Son Rosa y Pilar Garnica! –apuntó Piñero en cuclillas sobre el hombre de la yugular hecha pedazos-. ¡Abrid, por Dios!
El apuesto propietario de la emblemática tienda de ultramarinos desvió la mirada unos segundos del hombre sentado en el suelo, junto a la nevera de los yogures. La piel grisácea del rostro del desgraciado traslucía ahora, dejando adivinar un enrevesado diseño de venas y capilares de color oscuro como la muerte. Nadie vio como abría los ojos, blancos como el mármol. Nadie vio como abría la boca. Nadie pudo impedir que, con demasiada rapidez para alguien que llevaba un par de horas muerto, lanzara sus mandíbulas ensangrentadas hacia el brazo desnudo de Diego Piñero.
Fue un impacto sordo y brutal. La cabeza se abrió en dos y una masa viscosa se eyectó con violencia hacia el exterior.
Piñero miraba estupefacto a la señora que había aparecido como por sorpresa de entre las estanterías. En su mano, una lata de ochocientos gramos de codornices en escabeche.
-¡Mamá! ¿Qué has hecho?- preguntó mientras se tapaba con la mano una pequeña herida causada en el antebrazo, por los dientes del rezumante cadáver.

5 comentarios:

  1. ¡¡¡¡QUÉ EMOCIONANTEEEEEEE!!!!

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    1. Agradecido por tu comentario. Eres muy amable. Un saludo.

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    2. Espero impaciente al sábado !!!.
      Antonio M. Pérez

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    3. Está en la cazuela. Un abrazo, ANtoñete.

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  2. X fin voy poniendome al dia..... Súper interesante Pedro ��������
    .... Y q decir de los protagonistas.... GENIAL!!!!

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