sábado, 11 de enero de 2014

Capítulo 2 Vuelve el lobo.


24 de Diciembre

Abajo, en la cocinas, algo debía estar quemándose. A estas horas del mediodía, en el Club de tropa “Cabo Noval” el olor a calamares fritos, adobo o arroz era algo habitual. Decenas de melillenses solían almorzar en este local que, además de servir como lugar de recreo para los soldados de la plaza, ofrecía un excelente servicio de restaurante a quienes no formaban parte del estamento militar.
Pero esto no era arroz un poco pasado. Los efluvios que emanaban de la cocina en la planta baja del edificio hacían presagiar que alguien tendría que pasar un buen rato rascando los restos de una paella convertida por efecto del fuego y la torpeza en pura acrilamida tóxica.
El cabo primero Berciano levantó la mirada de la pantalla de su ordenador en el que acababa de inscribir a una bella soldado de origen peruano como posible candidata a un curso de adiestramiento de perros en la Escuela  Cinológica de la Defensa, con base en Alcorcón, Madrid.
Berciano husmeó en el aire. Miró hacia el exterior a través de los amplios ventanales de la planta superior del edifico, en la que se encontraba la “Oficina de Información al Soldado”.
El olor a quemado le hizo desear dar un par de bocanadas a su pipa de caoba medio cargada de tabaco “Virginia Golden”. La cogió de su mesa sobre la cual permanecía apagada y expectante desde que la bella soldado Cherryl María Chamainagua había venido a ofrecer sus conocimientos perrunos en defensa de la patria. Se levantó y se acercó a la ventana mientras la encendía con un par de profundas aspiraciones.
El día estaba oscuro. El poniente seguía soplando y la tarde era desapacible. No obstante, la mar estaba en calma. En el horizonte, el navío de la compañía “Armas” se aproximaba al puerto de la ciudad, procedente de Motril, en la costa granadina.
Un poco más cerca, una escena bien distinta y en extremo desconcertante se estaba desarrollando.
El vigilante de seguridad del club había abandonado su puesto en la caseta de la entrada y se dirigía tambaleante hacia la bella soldado Chamainagua que se proponía abandonar las dependencias del club.
El chico, algo orondo, era relativamente nuevo en su puesto pero Berciano no recordaba haberlo visto beber durante los escasos turnos de guardia en los que habían coincidido. Sin embargo, desde arriba, el muchacho presentaba el aspecto de alguien que hubiera tenido un serio encontronazo con la bebida.
Tampoco recordaba haberlo visto con la camisa reglamentaria rasgada.
Y, desde luego, tampoco recordaba haberlo visto con los ojos en blanco, la mandíbula superior al descubierto y parte de los músculos faciales colgando sangrantes sobre la enseña de “PROSESA-SEGURIDAD”, veinte o veinticinco centímetros por debajo de donde debían estar.
A Berciano se le cayó la pipa de los labios. Ni siquiera se preocupó de recogerla. Se le dilataron las pupilas.
En una fracción de segundo, aquel remedo de ser humano que había sido minutos antes el vigilante González, se abalanzaba sobre la bella pero aterrorizada soldado y ambos caían al suelo en un frenético y enrevesado forcejeo en el que los aullidos agónicos  de la una y los pavorosos rugidos del otro, terminaron por poner los vellos de punta al cabo primero Berciano.
Y la fiesta no había hecho sino empezar.
El chico comenzó a dar histéricas dentelladas en el rostro de la soldado que se debatía sin el menor éxito en una lucha inútil ante un adversario que no parecía humano. Con ambas manos agarraba la cabeza de la desafortunada joven y golpeaba con ella las baldosas grises de la entrada al club. El cráneo terminó por producir un sordo crujido y se abrió violentamente sobre el suelo
Berciano no podía dar crédito a lo que veía.
Una persona estaba siendo devorada ante sus propios ojos.
Ahora, además, la molesta humareda proveniente de las cocinas estaba llegando al piso superior.
Berciano tosió.
El ex vigilante González levantó la cabeza y escudriñó el paisaje con movimientos espasmódicos de su rostro desfigurado. Asomada a la ventana, descubrió la efigie del asustado cabo primero de caballería Ginés Robles Berciano.
El monstruo abandonó a la chica y comenzó a caminar hacia la entrada que daba acceso a las oficinas con lo que, en otras circunstancias, habría resultado un gracioso bamboleo.
Berciano era un hombre de natural sosegado y cuerpo menudo, ágil y rápido como una mangosta. Había aprendido a ser escurridizo y a hacerse invisible en su larga vida militar, así como también se había hecho acreedor de una cierta fama de hombre con suerte en más de un lance comprometido durante la intervención española en la guerra de Bosnia.
Se dirigió hacia las escaleras y aguardó hasta ver aparecer al inefable González cuyos músculos pectorales lucían ahora arañazos profundos producidos por la manicura francesa de la  hermosa peruana, cuyo espíritu ahora volaba, probablemente, camino del reino del sol, tarareando “El cóndor pasa”.
En el primer rellano se vieron cara a cara. Estaban a unos escasos dos metros el uno del otro. Berciano incluso pudo ver, atrapado entre los jirones de la raída camisa del vigilante, un pin del Atlético de Madrid. El pequeño cabo se lanzó hacia el extraño ser harapiento y ensangrentado. Este estiró los brazos hacia adelante en un intento por agarrar a su oponente pero el oponente fue más rápido y logró zafarse del mortal abrazo escabulléndose hacia la puerta en busca de la hipotética libertad del exterior.
Corrió hacia la caseta de entrada saltando por encima del cadáver de la infortunada soldado Cherryl Maria. En alguna parte de la pequeña dependencia destinada al guardia de seguridad debía estar el arma reglamentaria de éste. Abrió un par de cajones de la pequeña mesita de hierro medio oxidada. No hubo éxito. De una alcayata en la pared colgaba una bolsa de lona con el anagrama de “Nike”. La abrió. Extrajo un pesado revólver “Astra 960” del calibre 38 especial.
Aquella especie de fantasma viviente con el uniforme de “PROSESA” se aproximaba preocupantemente. Había perdido media docena de piezas dentales pero exhibía las que le quedaban con amenazadora insistencia.
Berciano abrió el tambor del arma. Estaba descargada. Rebuscó en la bolsa de “Nike”. Había diez o doce balas. Introdujo las seis que el letal artefacto admitía. Salió de la pequeña habitación acristalada y apuntó al pecho del monstruo.
El estruendo fue terrible. Hacía años que no escuchaba una detonación similar. Los días de Bosnia quedaban, afortunadamente, muy lejos.
El muerto andante no acusó el disparo como Berciano habría deseado. Se limitó a trastabillar un poco y continuó la lenta pero inexorable caminata hacia el nervioso cabo de caballería.
Esta vez se acercó un poco más y apuntó el entrecejo de González. Casi tropezó con el cadáver de la bella peruana.
Hubo una segunda y definitiva detonación y una  pieza de plomo  le levantó la tapa de los sesos al desgraciado vigilante cuyo cuerpo andaba ya a  medio corromper. Un segundo más tarde caía al suelo con un ruido  sordo profundamente desagradable.
Berciano no pudo por menos que suspirar.
Miró en derredor. Todo era silencio. Un silencio sepulcral, inquietante, terrible… Un silencio mortal.
Notó algo en la pierna derecha.
Las manos de la prima de Fujimori se aferraban a su pantorrila izquierda y unos dientes blancos y amenazadores se cernían en torno a la pernera de su vaquero de “Massimo Dutti”.
“¡Mierda!” pensó. ¿Qué hacía aquella mujer muerta intentando engullirle?
La reacción esta vez fue puramente mecánica. El lobo que quedó atrás después de terminada la guerra en la antigua Yugoslavia había regresado. En sus ojos volvió a brillar una suerte de  instinto criminal primitivo y secreto.
Dirigió el cañón de su revólver a la cabeza de la chica y apretó el gatillo. Ni siquiera pestañeó.
El cabo primero Berciano contempló los dos cuerpos inertes sobre las baldosas del club de tropa.
Despojó al muchacho del cinturón de cuero en el que  llevaba la cartuchera del arma y se lo abrochó alrededor de la cintura. Le quedaba un poco holgado de manera que caía un tanto hacia el muslo por el lado de la funda.
Hizo girar el revólver en el aire dándole impulso con el dedo índice y lo introdujo en una décima de segundo en la cartuchera de piel adosada al cinturón.
Entrecerró los ojos y escupió en el suelo mirando al horizonte.
Salió a la calle con el paso decidido, el corazón a mil por hora y los pantalones de “Massimo Dutti” estampados con el cerebro de la bella soldado Cherryl María Chamainagua.
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En el interior de la tienda de ultramarinos de Diego Piñero, el silencio se había apoderado de los presentes.
Acababan de saber por mis palabras de la extraña jauría que acechaba en el exterior y del peligro que corríamos si intentábamos salir.
-Pedro, –inquirió Diego sacando de detrás del mostrador una pesada tranca de madera- esto nos puede valer de algo, ¿no?
Chico se agachó y comenzó a rebuscar en una caja de cartón dispuesta junto a las estanterías de la fruta. Al momento extrajo un hueso de jamón perteneciente a una pata de cerdo de regulares proporciones y lo blandió ante el grupo.
-¿Y esto? – preguntó.

6 comentarios:

  1. Esperando ansiosamente el siguiente capítulo.La cosa promete. Sigue con el mismo ímpetu Pedro. Un abrazo. Mianpano

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    1. Gracias, Miguel. Un abrazo para tí y el resto de la familia.

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  2. ZOMBIES!!! Cómo me gusta!!! Enganchadísima desde ya. Por si no te lo había dicho ya, soy super fan!! Muchos besos!!
    Rocío Moriche

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    1. UN besazo, Rocío. Me alegra que te esté gustando. Ya veremos como acaba esto.Te dedicaré algo.

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  3. ¡¡Ya estamos otra vez liados!! Bien Pedro, te seguimos

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    1. Gracias, Jose. Como siempre, muy amable, UN abrazo enorme.

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