24
de Diciembre
Abajo,
en la cocinas, algo debía estar quemándose. A estas horas del mediodía, en el
Club de tropa “Cabo Noval” el olor a calamares fritos, adobo o arroz era algo
habitual. Decenas de melillenses solían almorzar en este local que, además de
servir como lugar de recreo para los soldados de la plaza, ofrecía un excelente
servicio de restaurante a quienes no formaban parte del estamento militar.
Pero
esto no era arroz un poco pasado. Los efluvios que emanaban de la cocina en la
planta baja del edificio hacían presagiar que alguien tendría que pasar un buen
rato rascando los restos de una paella convertida por efecto del fuego y la
torpeza en pura acrilamida tóxica.
El
cabo primero Berciano levantó la mirada de la pantalla de su ordenador en el
que acababa de inscribir a una bella soldado de origen peruano como posible
candidata a un curso de adiestramiento de perros en la Escuela Cinológica de la Defensa , con base en
Alcorcón, Madrid.
Berciano
husmeó en el aire. Miró hacia el exterior a través de los amplios ventanales de
la planta superior del edifico, en la que se encontraba la “Oficina de
Información al Soldado”.
El
olor a quemado le hizo desear dar un par de bocanadas a su pipa de caoba medio
cargada de tabaco “Virginia Golden”. La cogió de su mesa sobre la cual
permanecía apagada y expectante desde que la bella soldado Cherryl María Chamainagua
había venido a ofrecer sus conocimientos perrunos en defensa de la patria. Se
levantó y se acercó a la ventana mientras la encendía con un par de profundas
aspiraciones.
El
día estaba oscuro. El poniente seguía soplando y la tarde era desapacible. No
obstante, la mar estaba en calma. En el horizonte, el navío de la compañía
“Armas” se aproximaba al puerto de la ciudad, procedente de Motril, en la costa
granadina.
Un
poco más cerca, una escena bien distinta y en extremo desconcertante se estaba
desarrollando.
El
vigilante de seguridad del club había abandonado su puesto en la caseta de la
entrada y se dirigía tambaleante hacia la bella soldado Chamainagua que se
proponía abandonar las dependencias del club.
El
chico, algo orondo, era relativamente nuevo en su puesto pero Berciano no
recordaba haberlo visto beber durante los escasos turnos de guardia en los que
habían coincidido. Sin embargo, desde arriba, el muchacho presentaba el aspecto
de alguien que hubiera tenido un serio encontronazo con la bebida.
Tampoco
recordaba haberlo visto con la camisa reglamentaria rasgada.
Y,
desde luego, tampoco recordaba haberlo visto con los ojos en blanco, la
mandíbula superior al descubierto y parte de los músculos faciales colgando
sangrantes sobre la enseña de “PROSESA-SEGURIDAD”, veinte o veinticinco
centímetros por debajo de donde debían estar.
A
Berciano se le cayó la pipa de los labios. Ni siquiera se preocupó de
recogerla. Se le dilataron las pupilas.
En
una fracción de segundo, aquel remedo de ser humano que había sido minutos
antes el vigilante González, se abalanzaba sobre la bella pero aterrorizada
soldado y ambos caían al suelo en un frenético y enrevesado forcejeo en el que
los aullidos agónicos de la una y los
pavorosos rugidos del otro, terminaron por poner los vellos de punta al cabo primero
Berciano.
Y
la fiesta no había hecho sino empezar.
El
chico comenzó a dar histéricas dentelladas en el rostro de la soldado que se
debatía sin el menor éxito en una lucha inútil ante un adversario que no
parecía humano. Con ambas manos agarraba la cabeza de la desafortunada joven y
golpeaba con ella las baldosas grises de la entrada al club. El cráneo terminó
por producir un sordo crujido y se abrió violentamente sobre el suelo
Berciano
no podía dar crédito a lo que veía.
Una
persona estaba siendo devorada ante sus propios ojos.
Ahora,
además, la molesta humareda proveniente de las cocinas estaba llegando al piso
superior.
Berciano
tosió.
El
ex vigilante González levantó la cabeza y escudriñó el paisaje con movimientos
espasmódicos de su rostro desfigurado. Asomada a la ventana, descubrió la
efigie del asustado cabo primero de caballería Ginés Robles Berciano.
El
monstruo abandonó a la chica y comenzó a caminar hacia la entrada que daba
acceso a las oficinas con lo que, en otras circunstancias, habría resultado un
gracioso bamboleo.
Berciano
era un hombre de natural sosegado y cuerpo menudo, ágil y rápido como una
mangosta. Había aprendido a ser escurridizo y a hacerse invisible en su larga
vida militar, así como también se había hecho acreedor de una cierta fama de
hombre con suerte en más de un lance comprometido durante la intervención
española en la guerra de Bosnia.
Se
dirigió hacia las escaleras y aguardó hasta ver aparecer al inefable González cuyos
músculos pectorales lucían ahora arañazos profundos producidos por la manicura
francesa de la hermosa peruana, cuyo
espíritu ahora volaba, probablemente, camino del reino del sol, tarareando “El
cóndor pasa”.
En
el primer rellano se vieron cara a cara. Estaban a unos escasos dos metros el
uno del otro. Berciano incluso pudo ver, atrapado entre los jirones de la raída
camisa del vigilante, un pin del Atlético de Madrid. El pequeño cabo se lanzó
hacia el extraño ser harapiento y ensangrentado. Este estiró los brazos hacia adelante
en un intento por agarrar a su oponente pero el oponente fue más rápido y logró
zafarse del mortal abrazo escabulléndose hacia la puerta en busca de la
hipotética libertad del exterior.
Corrió
hacia la caseta de entrada saltando por encima del cadáver de la infortunada
soldado Cherryl Maria. En alguna parte de la pequeña dependencia destinada al
guardia de seguridad debía estar el arma reglamentaria de éste. Abrió un par de
cajones de la pequeña mesita de hierro medio oxidada. No hubo éxito. De una
alcayata en la pared colgaba una bolsa de lona con el anagrama de “Nike”. La
abrió. Extrajo un pesado revólver “Astra 960” del calibre 38 especial.
Aquella
especie de fantasma viviente con el uniforme de “PROSESA” se aproximaba
preocupantemente. Había perdido media docena de piezas dentales pero exhibía
las que le quedaban con amenazadora insistencia.
Berciano
abrió el tambor del arma. Estaba descargada. Rebuscó en la bolsa de “Nike”.
Había diez o doce balas. Introdujo las seis que el letal artefacto admitía.
Salió de la pequeña habitación acristalada y apuntó al pecho del monstruo.
El
estruendo fue terrible. Hacía años que no escuchaba una detonación similar. Los
días de Bosnia quedaban, afortunadamente, muy lejos.
El
muerto andante no acusó el disparo como Berciano habría deseado. Se limitó a
trastabillar un poco y continuó la lenta pero inexorable caminata hacia el
nervioso cabo de caballería.
Esta
vez se acercó un poco más y apuntó el entrecejo de González. Casi tropezó con el
cadáver de la bella peruana.
Hubo
una segunda y definitiva detonación y una
pieza de plomo le levantó la tapa
de los sesos al desgraciado vigilante cuyo cuerpo andaba ya a medio corromper. Un segundo más tarde caía al
suelo con un ruido sordo profundamente
desagradable.
Berciano
no pudo por menos que suspirar.
Miró
en derredor. Todo era silencio. Un silencio sepulcral, inquietante, terrible…
Un silencio mortal.
Notó
algo en la pierna derecha.
Las
manos de la prima de Fujimori se aferraban a su pantorrila izquierda y unos
dientes blancos y amenazadores se cernían en torno a la pernera de su vaquero
de “Massimo Dutti”.
“¡Mierda!”
pensó. ¿Qué hacía aquella mujer muerta intentando engullirle?
La
reacción esta vez fue puramente mecánica. El lobo que quedó atrás después de
terminada la guerra en la antigua Yugoslavia había regresado. En sus ojos
volvió a brillar una suerte de instinto
criminal primitivo y secreto.
Dirigió
el cañón de su revólver a la cabeza de la chica y apretó el gatillo. Ni
siquiera pestañeó.
El
cabo primero Berciano contempló los dos cuerpos inertes sobre las baldosas del
club de tropa.
Despojó
al muchacho del cinturón de cuero en el que
llevaba la cartuchera del arma y se lo abrochó alrededor de la cintura.
Le quedaba un poco holgado de manera que caía un tanto hacia el muslo por el
lado de la funda.
Hizo
girar el revólver en el aire dándole impulso con el dedo índice y lo introdujo
en una décima de segundo en la cartuchera de piel adosada al cinturón.
Entrecerró
los ojos y escupió en el suelo mirando al horizonte.
Salió
a la calle con el paso decidido, el corazón a mil por hora y los pantalones de
“Massimo Dutti” estampados con el cerebro de la bella soldado Cherryl María
Chamainagua.
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En
el interior de la tienda de ultramarinos de Diego Piñero, el silencio se había
apoderado de los presentes.
Acababan
de saber por mis palabras de la extraña jauría que acechaba en el exterior y
del peligro que corríamos si intentábamos salir.
-Pedro,
–inquirió Diego sacando de detrás del mostrador una pesada tranca de madera-
esto nos puede valer de algo, ¿no?
Chico
se agachó y comenzó a rebuscar en una caja de cartón dispuesta junto a las
estanterías de la fruta. Al momento extrajo un hueso de jamón perteneciente a
una pata de cerdo de regulares proporciones y lo blandió ante el grupo.
-¿Y
esto? – preguntó.
Esperando ansiosamente el siguiente capítulo.La cosa promete. Sigue con el mismo ímpetu Pedro. Un abrazo. Mianpano
ResponderEliminarGracias, Miguel. Un abrazo para tí y el resto de la familia.
EliminarZOMBIES!!! Cómo me gusta!!! Enganchadísima desde ya. Por si no te lo había dicho ya, soy super fan!! Muchos besos!!
ResponderEliminarRocío Moriche
UN besazo, Rocío. Me alegra que te esté gustando. Ya veremos como acaba esto.Te dedicaré algo.
Eliminar¡¡Ya estamos otra vez liados!! Bien Pedro, te seguimos
ResponderEliminarGracias, Jose. Como siempre, muy amable, UN abrazo enorme.
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