sábado, 18 de enero de 2014

Capítulo 3 Caos.

24 de Diciembre
Rosa era una de esas mujeres que te obligan a volver la mirada si pasan a tu lado. Su melena abundante de pelo negro ondulado, su figura  de curvas contundentes y sus marcadas facciones de mujer latina, le conferían a su aspecto el aire de las estrellas de Hollywood de los años sesenta. En sus brillantes ojos negros se adivinaba, además, una fuerza vital inusual y poderosa.
Pilar era completamente distinta; rubia platino y menuda de carnes pero con una figura  exquisita y admirablemente trabajada. El azul de sus ojos y su conspicua sonrisa provocaban más de un suspiro en los varones y envidias y suspicacias recurrentes en las mujeres.
Sentadas a ambos lados de una mesa en la agencia de seguros en la que trabajaba Rosa, y aprovechando que no había clientes a los que atender, disfrutaban de sendos cafés “Nesspreso” recién hechos y hablaban de quedar una tarde para ir de compras. En unos días serían las rebajas de Enero y habría que echar un vistazo.
Oyeron el primer impacto. La mesa tembló y el aromático “volutto” de Pilar se derramó sobre una pila de expedientes de accidentes. Las rotondas en Melilla eran una auténtica mina de oro para las aseguradoras.
Las dos mujeres se incorporaron en sus sillas. Oyeron un segundo choque y en seguida un tercero… un cuarto… ¿Qué demonios estaba pasando?
Se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Durante los segundos que trascurrieron en el camino, el estruendo se hizo aún mayor.
Por algún extraño motivo, decenas de coches estaban estrellándose, uno tras otro, justo delante de una de las agencias de seguros más importantes de la ciudad.
Rosa se estremeció de pavor. Pero había algo más que empezó a incomodarla. La forma en que los coches estaban colisionando le estaba causando una punzante inquietud que le pellizcaba desde dentro la boca del estómago. ¿Qué loca carrera les llevaba a acelerar mortalmente sin temor a perder la vida en una décima de segundo?
Pilar abrió la puerta. Salieron.
El dantesco panorama que quedó expuesto antes ellas les hizo abrazarse de inmediato y la respiración se les complicó sobremanera.
La calle parecía un desguace y sólo el humo resultante de las colisiones añadía cierto movimiento a la escena. Varios vehículos se amontonaban ocupando casi la totalidad de la calzada y la mayoría de ellos dejaban escapar humo y fluidos que incorporaban a la escena un desagradable olor acre y diabólico.
Un  viejo “Peugeot 205” explotó a escasos metros de las dos mujeres y las llamas lo envolvieron en cuestión de segundos.
De otros vehículos comenzaron a salir decenas de personas. Era un infierno de sangre, carne quemada y miembros retorcidos. Los que podían caminar, intentaban hacerlo sin perder de vista el extremo norte de la calle,  con los ojos muy abiertos. Había pánico, o algo mucho peor, en todos ellos.
Rosa y Pilar permanecían inmovilizadas por el terror. Había que hacer algo, pero… ¿qué? ¿Por dónde empezaban?
Los acontecimientos se precipitaron y, de alguna manera, eso ayudó a ambas jóvenes a tomar una decisión.
Una furgoneta blanca había quedado empotrada contra un árbol. La puerta del conductor chirrió al abrirse y, con gran esfuerzo, emergió un fornido sujeto que vestía un chubasquero con el logo de “Empresas Carmelo Martínez”.
La parte inferior de su pierna izquierda colgaba medio desprendida del resto de la extremidad, unida a la rodilla por un colgajo irregular de carne tumefacta. El sujeto intentó dar un paso hacia adelante. Fue lo último que hizo. Desde atrás saltaron sobre él un ciclista, una chica con el uniforme del “SUPERSOL” y un muchacho que llevaba amarradas al hombro como treinta o cuarenta garrafas vacías de agua de “Los Riscos”, naturaleza embotellada.
-Rosa, mejor nos vamos para dentro, ¿no?
-¡Cagando leches! ¡Digo!
Pero no tuvieron tiempo de reaccionar. Un grupo de jóvenes apareció de la nada y, al ver la puerta abierta, protegida únicamente por dos chicas asustadas, las apartaron a empujones e irrumpieron en el local cerrando la puerta tras de sí. Los cuatro muchachos vestían ropa deportiva y mostraban una expresión de pavor angustiosa.
Pilar y Rosa comenzaron a aporrear la puerta desde el exterior, pero los chicos estaban demasiado asustados. Temblaban como sacudidos por una fuerza sobrehumana. Se alejaron hacia el interior del local dejando a las dos amigas en una situación ciertamente comprometida.
Miraron en derredor.
A la carnicería causada por el múltiple accidente, se iban sumando poco a poco, seres cuyo comportamiento extraño difería en gran medida de su aspecto humano y que mostraban asimismo un apetito voraz por la carne del mismo género.
-Rubia, -intervino Rosa- de aquí hay que salir escopeteadas.
-De acuerdo, listilla.  Pero ¿donde vamos?
Escrutaron los dos extremos de la calle. Hacia el norte, un incesante aluvión de bestias se precipitaba hacia el montón de chatarra. Hacia el sur, camino de la frontera con Marruecos, una masa de ciudadanos heridos huía desorganizada y enfebrecida, sin mostrar piedad ni sentimientos hacia los que caían indefensos a su paso.
-¡Mierda! Los móviles están dentro- precisó Rosa.
-Pues si no nos movemos, esta manada de hijos de puta nos van a comer hasta el …
-¡Ven! –interrumpió Rosa echando a correr.
A unos treinta pasos, la calle se abría perpendicularmente hacia el este en una suave pendiente que llegaba hasta la playa.
Pilar arrancó en pos de la morena de rotunda figura.
-¿Dónde vamos, loca?
-¡A Piñero!
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La tremenda explosión de las cocinas del Club de Tropa Cabo Noval llenó de un espeso humo negro la atmósfera y el ruido pudo oírse a kilómetros de distancia pero el cabo primero Berciano ni siquiera pestañeó. Tampoco se volvió para comprobar si quedaba algo en pie, de su lugar habitual de trabajo después de la detonación.
Comenzó a buscar con la mirada su “Vespa” marrón. Ya había comprobado que los teléfonos móviles habían dejado de funcionar cuando intentó llamar a casa y no consiguió conexión alguna.
Había que llegar allí de alguna manera, pero su motocicleta no se encontraba donde la había dejado por la mañana. Había un par de vehículos estacionados en la acera opuesta al club, uno con las puertas abiertas, y el otro incendiado.
El paseo marítimo, un proverbial lugar de esparcimiento y una constante exposición de vida cada mañana, estaba ahora desierto y vacío.
Se acercó al vehículo que no estaba en llamas. Era un “Hyundai Elantra” de color gris metalizado. Por su experiencia en el ejército, Berciano sabía cómo arrancar un coche practicando un “puente”, esa hábil maniobra en la que un oportuno contacto en los cables de encendido permitía a cualquiera hacerse con un automóvil ajeno. En esta ocasión no iba a ser posible. Alguien lo había intentado antes sin la pericia necesaria y había destrozado los cables.
Había que pensar en algo y bien rápido. El cabo de caballería Berciano encontraría un recurso.
¿Caballería?- pensó.
Comenzó a caminar en dirección opuesta a la playa.
A un par de cientos de metros, en unas cuadras pertenecientes a la Sociedad Hípica Militar, “Black Rayo” devoraba tranquilamente su dosis diaria de alfalfa.
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Virginia se encontraba en lo mejor de la tarde. Estaba de vacaciones y además hoy no había ido al gimnasio. A través de los cascos de su “MP 4”, la voz desgarrada de Falete  demandaba urgentemente un amor sin censuras y pedía permiso para aferrarse a la cintura de alguien a quien amar libremente sin misterios ni ataduras. En sus manos, un libro de poemas de Pedro Salinas y sobre una mesa cuadrada junto al sillón, una bolsa, ya medio vacía, de piquitos artesanos “Obrador de Antequera”.
Virginia masticaba un crujiente y sabroso piquito cuando sonó el teléfono.  Condenó a Falete a guardar silencio temporalmente y contestó la llamada.
-Dime, gordo.
-Virgi –respondí-, escucha bien lo que te voy a decir.
-Ya estamos con los misterios.
-¡Virgi, joder! ¡Escúchame!
-No te puse la sidra en la lista, pero te tienes que traer por lo menos dos botellas - insistió mi  amante esposa.
De un tiempo a esta parte la encontraba particularmente guapa. Una dieta baja en calorías, sesiones diarias de gimnasia y cerveza en dosis controladas, estaban haciendo maravillas en su anatomía, pero ahora no tenía tiempo de recrearme en la hermosa visión de sus sinuosas y enloquecedoras curvas, antes bien, estaba comenzando a sentir urgentes deseos de estrangularla.
-Virginia Ana– esta vez probé a emplear su nombre completo-, ¿quieres hacer el favor de prestarme atención un momento?
-¡Veeeenga!
-Estamos en Piñero y tenemos un problema de puta madre.
-¿Se han acabado los piquitos?
Las venas en mis sienes estaban a punto de estallar. Mi tensión arterial debía estar subiendo a un ritmo de locura.
-Virginia –traté de explicar- estamos encerrados en la tienda de Diego y en la calle está pasando algo muy raro. Hay como una especie de zombies comiéndose a la gente.
-¿Qué te has bebido, Pedro? –preguntó escéptica.
-Virgi- intenté reponerme-.  ¿Tienes el inalámbrico?
-Si.
-¿Serías tan amable de asomarte a la terraza, echar un vistazo y contarme qué ves?  ¿Por favor?  ¿Eh? ¿Chati?
-Voy.
Conté mentalmente los pasos que separaban la pieza principal de nuestra casa de un  pequeño balcón con vistas a la calle Mar Chica, de histórica raigambre y jalonada de eucaliptos centenarios.
-Pedro, qué es lo que quieres que… ¡Aghhhhhhhh!
Oí el grito. Y mi cuñado. Y Chico. Y Mari. Y Diego Piñero.
Quizá el desgraciado de la yugular hecha papilla a quien habíamos sentado en el rincón más próximo a la nevera de los yogures mientras decidíamos que hacer con su patético cadáver también lo oyera.

De manera casi imperceptible había empezado a mover su pie derecho.

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