domingo, 30 de noviembre de 2014

Capitulo 21 Vacaciones en las Azores.


28 Diciembre. Madrugada.
Laboratorio de Investigación Bacteriológica del Ejército.
Fresno Blanco . Nuevo Méjico. Estados Unidos.
Ed Sierra, el oficial de transmisiones, contempló la pantalla de su ordenador. Seguía arrojando datos escalofriantes sobre el desarrollo de la enfermedad en el resto del país. Territorios enteros parecían haberse desvanecido en medio de la noche. Las comunicaciones se habían ido espaciando hasta desaparecer por completo en la mayor parte de la superficie de Estados Unidos. Tan sólo algunas instalaciones de alta seguridad en estados del norte como Nebraska, Oregon o Montana seguían emitiendo con regularidad así como varios buques de la armada  alejados por fortuna de las zonas, cada vez más extensas, que se habían visto mortalmente afectadas por la plaga.
Afortunadamente, los satélites MILSTAR, desplegados en órbita geoestacionaria por la Fuerza Aérea disponían aún de autonomía suficiente para  continuar asegurando algunos servicios como el envío regular de informes meteorológicos y la intercomunicación entre las instalaciones militares de los países aliados y lo que aún permanecía operativo del ejército de Estados Unidos.  Esto le permitió constatar a Sierra la cruel realidad de su situación y la del resto de científicos y militares confinados bajo varios cientos de toneladas de hormigón y acero en las profundidades del desierto de Chihuahua en  Nuevo Méjico.
Sentía un incómodo hormigueo recorrer sus extremidades inferiores con una cadencia nada regular y comenzaba a tener los nervios en un estado lamentable. Un incipiente temblor en el párpado inferior izquierdo fue la gota que colmó el vaso. Se levantó. Apoyando ambas manos en los músculos lumbares, estiró su cuerpo fatigado por las largas horas de inactividad física. Se deshizo momentáneamente de los pesados auriculares “Kenwood” y los depositó sobre la mesa en la que amontonadas, ya sin el menor orden, reposaban patéticamente las notas escritas durante los primeros momentos de la crisis. Al principio fueron anotaciones de llamadas  de emergencia y socorro.  Llegaban de todos  los rincones del planeta. Ciudades y pueblos de todo el mundo se habían visto sorprendidos por la extraordinaria virulencia de una epidemia cuyos síntomas eran absolutamente desconocidos por la comunidad científica internacional y cuyos efectos eran devastadores. La población civil, indefensa e ignorante de la magnitud del peligro, había sucumbido en cuestión de horas. Algunas bases militares, especialmente las más pequeñas y aisladas,  habían conseguido ofrecer algo más de resistencia antes de sucumbir al caos y tan sólo algunas,  las más afortunadas, como este colosal ataúd de piedra de Fresno Blanco, podían jactarse de haber sobrevivido, de momento, a la muerte y a esa terrible enfermedad que convertía a los seres humanos en lobos sanguinarios.
Las comunicaciones se habían ido espaciando  en el tiempo. El drama se hacía más grande a medida que los silencios se hacían más largos.
Hacía más de dos horas que no escuchaba ninguno de esos  “bips”  agónicos e inquietantes que venían acompañados de un destello de luz verde sobre un frio panel de fibra de vidrio cuajado de diminutos indicadores y pequeñas pantallas de cristal líquido y que anticipaban cada llamada o cada comunicación en sus voluminosos cascos de sonido. Tenía las orejas enrojecidas y el ánimo por los suelos.
Decidió servirse una taza de café.
Abandonó su puesto y, frotándose las entumecidas orejas con ambas  manos, se dirigió hacia una mesa junto a la puerta, sobre  la que humeaba, quizá también por aburrimiento,  una vieja cafetera “Sunbeam”.  Cogió un vaso de plástico y lo llenó hasta el borde de ese café insípido e inodoro  que tanto gusta al americano medio. Encontró una única cucharilla ya usada, pero no consiguió encontrar azúcar por ninguna parte. Los envoltorios de algunos terroncillos reposaban como testigos mudos del ocaso de un departamento de comunicaciones en el que ya sólo quedaba él. 
Ed Sierra, una cafetera y un mundo de silencio y desesperanza.
Ed Sierra, con el cuerpo maltrecho y dolorido y el ánimo desecho.
Ed Sierra, que además de presenciar cómo el mundo iba acercándose inexorablemente hacia un dramático y sangriento final, encima tendría que tomarse un puto café aguado e inmisericorde… sin azúcar.
Quedó unos instantes lamentándose en silencio de su propio drama personal sin inmutarse siquiera cuando el calor del infame brebaje comenzó a traspasar las delgadas paredes del vaso de poliestireno y a quemarle la mano.
Empezó a sentir  un enorme  peso en los párpados. Aspiró una profunda bocanada de aire y la expulsó un par de segundos más tarde. Sus pulmones repitieron la operación mecánicamente, casi con dulzura. Sus ojos se cerraron. Su corazón empezó a llenarse de una paz extraña y consoladora.
En su mente aparecieron  escenas atropelladas de su infancia, imágenes confusas de sus padres y de sus abuelos… Volvió en centésimas de segundo a visitar lugares olvidados… Sintió de nuevo las manos suaves de Eva agarrando las suyas mientras paseaban por la Parisenplatz de Berlín…  Oyó su voz suave y acariciadora… “Ed, cariño…” “Ed, mi amor…”
-¡Ed! ¡Imbécil! ¡Estás tirando el café!
El oficial Sierra, encargado de transmisiones y comunicaciones de la Base de Investigaciones de Fresno Blanco, en Nuevo Méjico, sede del Laboratorio de Investigación Bacteriológica del ejército más poderoso del mundo, presentaba la imagen, ciertamente estrambótica, de un triste maniquí  hierático con la mirada ausente y un charco de líquido oscuro a los pies.
La voz del doctor Barnaby había devuelto al técnico a la superficie de la tierra desde allá donde estuviera, a millones de kilómetros de un bunker acorazado bajo la arena tórrida y reseca de Nuevo Méjico.
-¡Y haz el favor de contestar a eso! ¿No ves las luces?
Efectivamente, los indicadores luminosos del sofisticado y complejo sistema de monitorización de comunicaciones centelleaban con inusitada energía y un molesto y recurrente “bip-bip” anunciaba la llegada de varios mensajes vía satélite.
Ed Sierra volvió a ocupar el sillón de piel frente a la pantalla de su “Mac” y observó con perplejidad los extraños mensajes que habían comenzado a llegar desde el  “USS Little Rock”, a ciento cincuenta millas de la costa de Marruecos.
El “USS Little Rock”, un crucero ligero de la clase “Galvestone”, era el último de los buques activos de la Sexta Flota estadounidense. El resto se habían convertido en barcos fantasmas o en máquinas inservibles  a la deriva, ocupadas por centenares de monstruosas criaturas entregadas a la antropofagia más salvaje. Con sólo treinta y siete de sus mil ciento cincuenta tripulantes vivos, llevaba a cabo una penosa y lúgubre peregrinación por las aguas del Mediterráneo.  Las bases de la armada en Chipre, Turquia, Italia,  Grecia o España eran ahora gigantescos eriales sin vida sobre los que paseaban sus míseros cadáveres, legiones de engendros tambaleantes con los ojos blancos de furia y las fauces ensangrentadas.
Sierra, poniéndose los auriculares de nuevo, se dispuso a intentar entrar en la línea de comunicaciones de radio del crucero.
-¡Fresno Blanco! ¡Fresno Blanco para “Little Rock”! ¿Hay alguien ahí? Cambio.
Esperó algunos segundos y repitió la operación. Al otro lado de la línea un siseo irregular fue la única respuesta.
-¡Fresno Blanco para “Little Rock”!  ¿Hay alguien ahí? Cambio.
-Aquí “Little Rock”. O lo que queda de él. Le habla el contramaestre tercero Joe Arango. Cambio.
Sierra cubrió con la mano el auricular y se dirigió al doctor Barnaby, que permanecía a su lado, perplejo y  sin despegar la mirada de la pantalla.
-¡Avise al general Gallagher! –le urgió.  Tenemos comunicación con uno de nuestros barcos.
Barnaby se apresuró a salir de la sala. Inició una vociferante peregrinación por los pasillos del laboratorio subterráneo.
-Arango, ¿puedo hablar con el oficial al mando? Cambio- intervino de nuevo Sierra.
-Lo estás haciendo. Cambio.
Sierra tecleó el nombre del buque y aparecieron en su pantalla los datos del “USS Little Rock”.
-¿Y el capitán Cavendish? Cambio.
-Muerto. Cambio.
-¿Y el comandante Fletcher? Cambio.
-Muerto también. Se lo comió el Capitan Cavendish. Cambio.
Hubo silencio.
-¿Han tenido muchas bajas? Cambio.
-Te lo voy a abreviar, muchacho. A nosotros nos queda poco aquí. Simplemente estamos de paso. He ordenado rumbo: 38°30′ norte y 28°00′ oeste. Nos vamos a Las Azores. Ayer recibimos noticias de nuestra base en Punta Delgada y parece que aquello está limpio. Simplemente queríamos poner en vuestro conocimiento que por aquí cerca parece que hay cierta actividad… interesante. Desde hace diez horas estamos detectando movimientos de personal civil y grupos armados en una pequeña ciudad de Marruecos aquí enfrente de nosotros. Lo demás, desde Bengasi hasta aquí, está todo muerto. Cambio.
-¿Coordenadas? Cambio.
-35°16′57″norte 2°56′51″ oeste. Cambio.
Sierra introdujo los datos en la pantalla de su “Mac”.
-Joe, debe ser un error. Esas coordenadas corresponden a Melilla. Eso es España. Cambio.
El ruido de las pesadas botas del general Gallagher acercándose por el pasillo interrumpió la conversación momentáneamente.
-Pues mira, mejor. Me cae bien esa gente. Y ahora, chaval, te dejo. Nos vamos de turismo. Esto se ha acabado. Cambio.
El general entró en la sala de transmisiones. Sierra le cedió unos auriculares al veterano militar mientras escribía en un pedazo de papel el nombre y el rango del interlocutor al otro lado de la línea. Debajo añadió. “Se van a las Azores”.
Gallagher frunció el ceño con visible enojo.
-¿Contramaestre tercero Arango? Le habla el general Gallagher. ¿Cuáles fueron las órdenes del último oficial al mando? Cambio.
-Señor, la última orden del capitán Cavendish fue que le quitáramos de encima a tres o cuatro marineros, a la doctora McAndrews  y al segundo de a bordo porque le estaban devorando las piernas y sacándole las tripas, así que ya se han acabado las órdenes y con su permiso o sin él, este barco se va a tomar un respiro. No nos queda familia, ni país, ni ganas de oír sus estúpidas órdenes, así que… Por si les interesa, el tipo al mando en Melilla es un tal Coronel Escámez. Interceptamos sus comunicaciones hace dos días y parece que van resistiendo… de momento. Cambio.
-Arango, le ordeno que se aproxime a la costa y trate de establecer contacto con ese hombre. Cambio.
-Negativo, señor. A partir de este momento, considere al “Little Rock” como a un barco desaparecido.  De todas maneras, no queda nadie señor. Nadie nos podría buscar. ¡No queda nadie! –hubo una pausa. ¡Cambio… y corto!
De nuevo la sala quedó en silencio.
-¿Melilla?
El doctor Barnaby  pronunció el nombre de la ciudad africana con la sensación de haber recordado de repente algo importante.
-Conocí a un tipo de Melilla. Fue hace algunos años en un congreso sobre inmunología celular y  molecular en Sicilia. ¡Hernández!-recordó. Se llamaba Hernández. Unos de los científicos más brillantes que he conocido.
-¿Y? –preguntó lacónico Gallagher.
-Recordaba, simplemente. Es curioso. Aquél tipo había escrito varios libros sobre zombies y cosas así.
-¿Cosas… así? –volvió a preguntar el militar.
-Si –intervino Sierra-. Y zombies.
-¡Muchacho! –ordenó entonces Gallagher-. Pon tu culo a funcionar y trata de establecer contacto con ese tal Escámez. Quiero a todos los satélites  encima de Sevilla.
-Melilla, señor.
-¡Como sea! Y usted, Barnaby, no se mueva de aquí hasta que tengamos noticias de esa gente.  Pregunten ya de paso por ese doctor Fernández.
-Hernández, señor.
-¡Como sea!
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Payán, Perea y el hombre del traje de Ermenegildo Zegna abandonaron el destartalado edificio del Hospital Comarcal por una pequeña puerta en la parte posterior de la planta baja, allá donde hacía tiempo fue instalado un pequeño  tanatorio, ahora en desuso. Las soldados Mengual y Ruiz, a la retaguardia del grupo, protegían el avance de la patrulla.
Las órdenes habían sido claras: capturar a uno de esos caníbales y conducirlo al laboratorio del hospital.
 Perea comandaba el grupo que se desplazaba cauto y prevenido hacia las inmediaciones del campo de fútbol del poco afortunado equipo local.
En el espíritu de todos pesaba aún la desaparición de los soldados Martín y Martínez y en el silencio de la tarde, su perdida se hacía todavía  más latente. Tan sólo el hombre del traje negro parecía ajeno a esa sensación de tristeza y profundo desánimo que embargaba el ánimo de los participantes en la misión de caza.
Cobreros ocupaba un lugar ligeramente retrasado en el flanco de la patrulla y a veces, incluso, iniciaba una especie de cancioncilla silbada que duraba tan solo unos segundos. Se diría que reprimía una cierta alegría.
Payán chasqueó los dedos y todos le miraron.
Indicó con los dedos índice y corazón de la mano derecha hacia un grupo de vehículos absurdamente involucrados en un accidente sobre la acera de la calle que descendía desde el campo de futbol. Un monovolumen “Mercedes Vito” y tres turismos más pequeños habían chocado entre sí, empotrándose posteriormente contra el muro de hormigón de la instalación deportiva.
En el interior de los automóviles, así como en el de la furgoneta, el movimiento que se percibía a través de los cristales, presagiaba que el grupo dispondría de un considerable número de “caníbales”, probablemente  sujetos a sus asientos por los cinturones de seguridad y, por lo tanto, susceptibles de ser apresados con ciertas garantías de éxito.
Perea, en señal de asentimiento,  se llevó hacia el costado del casco los mismos dedos de su propia mano.
Lentamente fueron situándose en torno al amasijo de hierros a la vez que apuntaban con sus “G-36” a las cabezas de los maltrechos viajeros.
Cobreros dedicó un fugaz pensamiento a la doctora de ojos de caramelo y sonrisa de ángel antes de amartillar su pesado “Magnum 357”.
Perea se le acercó desde atrás y señaló con el cañón de su arma la puerta del primero de los vehículos, un “Peugeot” con matrícula de Marruecos. Cobreros, por su parte,  le indicó con la palma de la mano abierta que le cedía “amablemente” la iniciativa de ser él quien procediera.
Perea negó con la cabeza y frunció el ceño con enojo.
Cobreros chasqueó la lengua y, con cierta renuencia, comenzó a aproximarse a la ventanilla del conductor.
Perea también dedicó un instante a recordar a la doctora Solís. Nadie pudo percatarse, pero en su cara se dibujó una extraña e inquietante expresión.
Indescifrable.

Malévola.

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