27
Diciembre. Tarde.
Pilar
terminaba de asegurar la puerta tras el regreso de Mari, Diego y Rosa María. No
pudo reprimir una mueca de disgusto cuando contempló al elegante aunque
patético prisionero que estaba siendo arrastrado hacia el interior de la tienda
de la familia Piñero. El desgraciado monstruo se debatía en una infructuosa
lucha por liberar sus mandíbulas del rollo de cinta americana que las sujetaba
con fuerza, impidiendo así las mortales dentelladas. La piel cenicienta del
rostro del desdichado mostraba en torno a los ojos blancos y vacíos un
inquietante cerco de tono cetrino. Los brazos, igualmente inmovilizados por la
espalda, se agitaban violenta y espasmódicamente.
-Haced
un poco de sitio ahí detrás.
Diego
Piñero tiraba de las piernas brutalmente descoyuntadas del infausto consumidor
de Valdepeñas de crianza con un vigor sorprendente. Ni siquiera su respiración
se había alterado por el esfuerzo a pesar del volumen considerable de aquel
engendro impecablemente trajeado.
Hicimos
sitio para depositar en el suelo, entre las estanterías de la parte interior
del establecimiento, el cuerpo de nuestro prisionero.
-Dejadme
que le eche un vistazo.
Pilar se abrió paso y se arrodilló junto al
hombre de la corbata celeste.
Jose
María, por su trabajo en el hospital comarcal, más hecho a este tipo de
inspecciones, se aproximó a la rubia de ojos azules y le brindó su valiosa
ayuda.
-Aparte
de múltiples fracturas en ambas piernas, este tipo parece bastante entero, ¿no?
–concluyó el fornido técnico de laboratorio tras un primer examen visual.
Pilar
desabotonó el chaleco del hombre tendido.
-¡Jose,
aguántale bien la cabeza! –pidió.
Jose
se apoyó con ambos brazos y todo el peso de su imponente musculatura sobre la
cabeza del “paciente”.
Pilar
acercó la oreja al pecho del hombre durante unos segundos. Se había hecho un
silencio sepulcral en el interior del establecimiento.
-¿Qué?
–pregunté.
-No
se oye nada, Pedro.
Pilar
elevó la mirada un instante y, recogiendo el desconcierto de los que rodeábamos
la escena, procedió a repetir la maniobra.
-¿Y
ahora? – insistí.
-Cero-
contestó Pilar sin despegar su oído del pecho del hombre-. El corazón de este
tio está parado. Nada de nada. Kapput.
Se
oyó entonces un curioso ruidillo. Una especie de gorgoteo animal agudo y
prolongado.
Pilar
se sobresaltó, al igual que el resto de los presentes.
-¡Perdón!
–exclamó azorado Jose María sin aflojar la presa sobre el hombre medio muerto-.
Han sido los pepinillos.
-¿Has
visto? A mí también me pasa –intervino Chico Piñero.
-Pero
eso pasa sólo con los que vienen aliñados –aportó Mari.
-¡Ya!
Pero es que son los más ricos- añadí por mi parte.
-Hemos
recibido unos hace unos días, que vienen con su ajito y su poquito de limón y
están buenísimos- esta vez fue el propio Diego quien habló.
-De
Lerida, ¿no? –quiso saber Jose.
-De
Murcia –respondió Mari.
-De
Los Dolores, concretamente –precisó Diego.
-Tenemos
también unas toreras que están de pu…
-¿Queréis
callaros, joder?
Chico
no pudo concluir su frase. Pilar, entre la incredulidad y la desesperación, no
lograba interpretar en toda su grandeza la surrealista escena que se
desarrollaba en torno al cadáver extremadamente convulso de un aficionado al
vino castellano manchego al que rodeaban
un grupo de adictos a los encurtidos encerrados en una tiendecita de barrio y
rodeados de cientos de afectados por una mortal epidemia que convertía a los
humanos en criaturas monstruosas aficionadas a su vez a engullir la carne de
sus congéneres.
-¡Es
verdad! –me susurró Rosa al oído.
-Si,
la verdad es que… -traté de justificarme.
Pilar,
incorporándose, retomó la iniciativa.
-A
ver, Diego. Cuando a ti te mordió en el brazo el fulano ese que entró el primer
día, la herida se te puso que daba miedo verla y tú estuviste más para allá que
para acá. ¿Recuerdas algo?
Diego
arqueó las cejas, apretó los labios superponiendo el inferior al de arriba y
negó con la cabeza.
-¿Nada?
-Nada
de nada.
-¿Alguien
recuerda qué fue lo único que tomó?
-Le
dimos… ¡café! –exclamó al fin Rosa María.
Las
miradas de los presentes se dirigieron hacia Mari. La matriarca de los Piñero
pareció entender la apreciación de la agente de seguros y, sin más, se dirigió
a la estantería donde, entre otras marcas de popularidad más que acreditada, se
encontraban cuatro o cinco paquetes de vistoso color verde con la simpática
figura de un grano de café antropomorfo dibujada en el envase junto al nombre
“Viuda de gallego”.
-Voy
a preparar un par de cafeteras por si a alguno, aparte del fiambre, os apetece
una tacita- se ofreció solicita la amable señora.
Pilar
y Rosa quedaron junto al monstruo.
-La
verdad es que al tipo le queda el traje que no veas -comentó la rubia-. Donde
esté un tio bien arreglado…
-Si.
El pobre hombre vestía fenomenal- añadió la morena-. La corbatilla es de
Armani. ¿Has visto?
-¡Bah!
–farfulló Chico, volviéndoles la espalda y yendo tras Jose María que deambulaba
por entre las estanterías buscando algo.
El
enorme sanitario trató de justificar su paseo.
-Voy
a coger unas madalenas si no te importa. Como tu madre va a hacer un cafelito…
Una
serie repentina de sonoros golpes en la puerta del colmado hizo que se le
congelara la sangre en las venas al
grupo de supervivientes.
Volvimos
la cabeza en dirección a la reja metálica que protegía el acristalamiento de la
entrada a la tienda.
-¡Hostias!
¡La Virgi! –exclamé.
En
un minuto, el interior de “Ultramarinos Piñero” se convirtió en un festival de
risas, de llantos, de abrazos y de emociones.
Ginés,
el pequeño cabo de caballería, Antonio,
el mecánico de brazos de hierro, Pedro J. Bueno Jr. y Rocío dejaron que Virginia ofreciera a los
presentes los detalles de su peculiar y peligrosa odisea. Se limitaban a
asentir con la cabeza cada vez que la literata exponía las peculiaridades de
cada episodio: cómo se habían visto forzados a abandonar la casa, cómo Antonio
Giles los había encontrado, cómo se habían tropezado con Ginés tras la voladura
de la gasolinera de Corea, cómo se habían visto amenazados muy de cerca por los
caníbales que hormigueaban por el paseo marítimo y, para terminar, cómo un
grupo sospechoso de hombres armados les había salido al encuentro tan sólo
hacía unos minutos.
Se
hizo de nuevo el silencio. Virginia se derrumbó sobre mi hombro y me abrazó con
fuerza. Ambos lloramos.
La
besé en la boca con ternura. La suavidad de sus labios me reconfortó y me
serenó cálidamente. Permanecíamos en ese profundo beso sin querer separar
nuestros cuerpos ni un instante.
-¡Bueno!
¡Bueno! ¡Que corra el aire, guapitos!
La
voz de la siempre prosaica Pilar nos devolvió a la realidad.
Ginés,
que ya conocía la claustrofóbica situación de los resistentes, examinó el local
con sus avezados y escrutadores ojos de
militar veterano y curtido.
-¿Y
ese quién es? –preguntó señalando al hombre del terno que, tumbado en el suelo,
se estremecía luchando inútilmente con sus ataduras, entre la estantería de la
pasta y la de las salsas-. Parece un maniquí de Cortefiel.
-Nos
lo hemos traído y le vamos a dar un café –traté de explicar.
-¿Habéis
invitado a un zombi… a tomar café? –inquirió Rocío, empleando su siempre
especial forma de interpretar la realidad. Cuando razonaba de esa forma,
siempre me parecía que entre ella y yo había unos vínculos más que poderosos,
mucho más allá de la pura genética.
-Si.
Se puede decir- reflexionó en voz alta Jose María que ya se ocupaba de despojar
de su grasiento envoltorio de papel a un sabroso sobao pasiego mientras el
aroma inconfundible de la infusión de semillas tostadas se esparcía incitador y
casi sensual por todos los rincones de la tienda.
-Esto
es una locura –arguyó Virginia.
Asentimos
con la cabeza.
Fue
entonces cuando se oyó la segunda serie de golpes en la puerta.
Nos
miramos perplejos.
-¿Puede
ser el caballo? –pregunté.
-¡Pedro,
vete a la mierda! –exclamó Antonio.
Sólo
Jose María se rió ante mi inoportuna ocurrencia.
-Estos
dos son igual de gilipollas- sentenció Virginia, la de los labios suaves y el beso profundo de hacía unos minutos.
Volvieron
a sonar los golpes.
-¡Ya
voy yo!
Chico
Piñero, apareciendo súbitamente desde el fondo de la tienda, se abrió paso
entre la pequeña multitud que habíamos terminado por formar y se dirigió con
paso firme y decidido hacia la puerta del local. Asomó la cara al exterior
buscando averiguar el origen de la inesperada llamada.
-¡Son
policías! –exclamó volviéndose hacia nosotros una vez desvelado el misterio.
–Vienen en un grupo de unos seis o siete. Por lo menos… parece que lo son
porque llevan uniforme. Bueno, hay uno que no. Está como hablando con el
caballo de Ginés.
Cruzamos
miradas de sorpresa. No podíamos articular palabra.
Dos
nuevos misterios quedaban ahora por resolver:
¿Podíamos confiar en aquellos hombres?
¿Por qué Chico Piñero llevaba ahora una
corbata celeste?
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