sábado, 1 de noviembre de 2014

Capítulo 19 El zombi moroso.



27 de Diciembre
El hombre del traje de Ermenegildo Zegna había conseguido dormir casi tres horas y eso para él era más que suficiente. Buscó un lavabo y se enjuagó el rostro con agua bien fría. Se sintió momentánea y extrañamente reconfortado. Con los años, el sueño se había convertido en el único aliado al que gustaba de entregarse. Alguna vez hubo una familia e incluso amigos, pero ahora, sólo durmiendo encontraba algo de paz y la necesaria quietud para escapar de muchos años de recuerdos enmarcados en el rojo de la sangre y el gris oscuro de la traición y las intrigas.
Dejó que el agua fresca resbalara por su cuello y humedeciera la camisa blanca de Pedro del Hierro que ya pedía a gritos un buen lavado.
Con un pedazo de sábana se secó la cara y el espejo del pequeño cuarto de baño del laboratorio le devolvió la imagen de un hombre a quien no conocía.
El individuo del espejo parecía un anciano de piel cenicienta y agrietada. Tenía el cuello enrojecido y sangraba abundantemente; una herida profunda dejaba al descubierto parte de los tejidos internos así como porciones de la tráquea y de las vértebras cervicales. La boca exhibía un rictus diabólico a medio camino entre una mueca de horror y la sonrisa de un payaso de pesadilla.
Santiago Cobreros sacudió la cabeza y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, la osadía del cadáver del otro lado del espejo fue aún más allá.
Aquel despojo miserable le guiñó uno de sus ojos de mármol blanco.
Cobreros se llevó ambas manos al rostro e inclinó la cabeza. Volvió a cerrar los ojos, esta vez con una violencia casi dolorosa. La imagen del espejo persistía, adherida a esa parte de la memoria que se impregna de las vivencias más terribles y no las deja escapar fácilmente.
-¿Estás bien? –oyó a sus espaldas.
La cálida voz de la doctora Solís hizo que el hombre de negro volviera de esa cruel ensoñación que lo había precipitado a escasos milímetros del paroxismo. La chica sostenía en sus manos una taza de café humeante cuyo intenso aroma resultaba en extremo agradable. Cobreros creyó detectar también  los suaves reflejos de un perfume fresco y sensual que emanaban de la piel de la mujer de la bata blanca.
-Sí –aspiró profundamente-. Creo que sí.
-Me pareció que estabas…
-Estoy bien. Gracias. ¿Y usted? ¿Consiguió dormir algo?
-No mucho.
La doctora ingirió un pequeño sorbo de café caliente y el oscuro y espeso líquido hizo que quedara una pequeña mancha en la comisura de sus  labios finos, rectos y elegantes.
A Cobreros le pareció que el delicado “sex-appeal” de la chica cobraba un simpático matiz de ternura con aquella graciosa mancha de café en la línea de su boca. Dio un paso hacia la mujer. Ella no retrocedió y seductoramente mantuvo la mirada firme sin apartarla de los ojos nerviosos del agente especial. El hombre casi podía oir los latidos de su propio corazón. Dobló una esquina del pedazo de tela blanca con la que se había secado el rostro y, lentamente, lo acercó a la boca de la mujer.
Ella cerró los ojos con cautivadora lentitud.
El  algodón apenas rozo la finísima piel de la mujer pero ese leve movimiento de los dedos varoniles del hombre de negro bastó para  que los  restos de café desaparecieran del rostro de la doctora Solís.
Ambos mantuvieron ese contacto durante un par de segundos que a ambos se les antojaron inquietantemente gratos.
-Perdonadme, tortolitos, pero creo que es hora de irnos.
La irónica voz del capitán Perea que acababa de aparecer de súbito en tan romántico escenario, acabó con la magia del instante y devolvió a la pareja a la prosaica y dramática realidad del momento.
Cobreros, recuperándose del sobresalto reparó en la excesiva familiaridad del militar y se sintió profundamente incómodo y algo molesto. El trato entre ellos siempre se había mantenido dentro de los límites del respeto y hasta de una cierta cordialidad, sin embargo hoy el pequeño soldado se había mostrado insólitamente procaz.
La chica carraspeó y terminó su taza de café de un trago prolongado y definitivo.
Ligeramente sonrojado, el hombre del traje negro sólo pudo balbucear unas palabras a modo de precipitada despedida.
-Volveré en un rato… seguramente -buscó con la mirada el nombre en la tarjeta de identificación sobre el pecho de la chica-  Angeles.
Ella no acertó a articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza.
Cobreros salió del cuarto de baño pasando por delante del militar. Este se dirigió a la chica.
-Volveremos en un par de horas. Ténganlo todo preparado- dijo mientras terminaba de asegurar un cinturón con algunas granadas de mano en torno a su cintura-. Vamos a traer a uno de esos mierdas y no creo que sea fácil lo que tenéis que hacer, sea lo que sea.
-Ya –acertó a decir la doctora, aún algo azorada.
El soldado dirigió una mirada nada furtiva hacia el escote de la mujer.
-A propósito, estás muy guapa esta mañana. Si no fuera porque…
-¿No nos íbamos? –interrumpió ahora el hombre del traje negro y la camisa de Cortefiel.
___ ___ ___
  Cuando empecé a recuperar la consciencia, el mundo a mi alrededor era un universo de latas de conserva, botellas de vino, bolsas de patatas fritas y mil otras viandas de variada procedencia y factura.
Un dolor intenso en la base del cráneo me traía confusos recuerdos de caras desfiguradas y amenazantes  que me rodeaban en medio de una atmósfera cargada de tensión y de misterio. Recordaba a los monstruos emitiendo horrísonos graznidos y siseos repugnantes, recordaba el esfuerzo de la lucha encarnizada y desigual con algunos de ellos, recordaba la viva e intensa expresión de odio y de venganza en la cara de aquel individuo de las gafas de pasta y el hueso de jamón sobre su cabeza… Recordé entonces la fuerza del golpe, la violencia extrema del impacto…  el dolor… y aquella extraña bruma gris que me condujo de repente a un laberinto de sombras y de silencios.
-Pedro, perdona, tío. Es que te moviste de pronto y…
-No indorda, Chigo- dije, constatando al hacerlo una cierta dificultad para pronunciar correctamente algunos sonidos consonánticos.
-¿Qué? –indagó Rosa que sostenía una botellín de cerveza “Paulaner” casi vacío en su mano derecha.
-Le digo a Chigo gue do se dreocupe. Esdoy bien –intenté tranquilizar a los presentes aunque  intuía que sin mucho éxito. La visión de la botella me hizo reparar en un agradable sabor amargo que hasta ahora no había sabido identificar y que me estaba haciendo salivar en exceso. Al parecer, me habían reanimado a base de tragos de cerveza bávara bien fría.
-¡Ostias! –exclamó Jose María en voz baja, que no obstante, acerté a oir con bastante claridad-.  ¡Ahora habla como un gilipollas!
-¡Gose! ¡Goder! –le increpé-. ¡Me voy a gadar en du buda badre!
-Lo importante es que estás bien –intervino conciliadora Pilar-. Y lo malo es que no nos hemos traído a ninguno de esos.
-¿Y qué hacemos? ¿Salimos otra vez?
Esta vez fue Rosa quien habló. Como el resto, había pasado la noche en la incertidumbre de no saber si yo conseguiría recuperarme satisfactoriamente del impresionante golpe propinado en la región frontal de mi confusa cabeza por el menor de los hermanos Piñero con su inseparable y particularísimo hueso de jamón ibérico, devenido ahora en una especie de “Excalibur” rústica, pero igualmente mortal.
-¡Pero ahora voy a ir yo! –exclamó imperativo Diego Piñero-. Llevo demasiado tiempo aquí parado y vosotros ya habéis hecho bastante.
-¡Pues yo me apunto! –exclamó Rosa con similar nivel de decisión.
Ambos se  pertrecharon con las ocasionales armas que habíamos utilizado en nuestra anterior salida.
-¡Vámonos! –propuso entonces Mari, que terminando de abrocharse un grueso anorak azul con el logo de “Nike” en la espalda,  se esforzaba ahora en introducir varias latas de espárragos “Cojonudos” en una bolsa de tela de esas que se suelen utilizar para guardar el pan.
Miramos perplejos a la señora.
-Bero Mari… acerté a balbucear.
-¡Tú te callas! ¡Y túmbate un rato a ver si se te pasa! ¡Que parece que estás atontado!
Decisión y arrojo se confundían en el rostro de la mujer con una suerte de inconsciente determinación por colaborar en lo que todos asumíamos ahora como nuestra principal tarea: la captura de uno de los cientos de monstruos antropófagos que rondaban en la noche los alrededores de nuestra guarida.
Mari abrió la puerta sin esperar al resto de la partida. Se  aventuró a dar los primeros pasos hacia el exterior sin el estratégico respaldo de Rosa y de Diego que se apresuraban ahora por seguirla.
La calle permanecía en penumbra. Un profundo olor a sangre corrompida flotaba en el ambiente. A lo lejos se oían lamentos inidentificables y aullidos desgarradores que helaban la sangre.
Cerramos la puerta y en silencio intercambiamos miradas de expectación además de una sensación de secreta desconfianza. Dejamos al grupo a merced de su suerte. ¿Había alguna posibilidad de éxito? Nosotros ya lo habíamos intentado y habíamos fracasado. Esos monstruos eran escurridizos y difíciles de atrapar. En el interior de “Ultramarinos Piñero”, cruzamos los dedos y rogamos en silencio por el éxito de la misión o, por lo menos, por el regreso de los cazadores.
Una vez acostumbrados los ojos, Rosa, Diego y Mari pudieron distinguir en las inmediaciones de nuestro refugio la silueta inquietante de algunos de esos desgraciados cadáveres  que aún caminaban por las inmediaciones del establecimiento como patéticas y amenazadoras almas en pena.
-¿Aquel? –Rosa señaló a un individuo tambaleante que carecía de la mitad inferior del rostro.
-¡No! –respondió Mari.
-¡Ahí hay otros dos! –Diego Piñero señaló hacia una pareja de chiquillos ataviados con sendos  jerseys de gruesa lana verde con la efigie de unos renos de simpática expresión bordados en el pecho.
-¡No! –volvió a intervenir Mari con desconcertante seguridad.
Un horrendo graznido les hizo volverse hacia el extremo opuesto de la calle, en la parte más oscura. Un hombre, o algo que en su día pudo haberlo sido, arrastraba trabajosamente la pierna izquierda grotescamente doblada hacia el interior mientras se acercaba lenta pero amenazadoramente hacia el trio expedicionario con los brazos adelantados y una heladora expresión de vacío en sus ojos blancos de mármol de muerte. Contrastaba con lo demoníaco del conjunto, un elegante traje de corte clásico con chaleco abotonado y vistosa corbata celeste salpicada, eso sí, con manchas oscuras de sangre reseca.
-¡Ese! –apuntó Mari.
-¿Ese? –inquirió Rosa.
-Si. Me debe dos cajas de “Viña Albali”.  Se las llevó hace más de un mes y todavía no he visto un duro. ¡Tiene una cara! ¡Ahora se va a enterar!
La mujer se adelantó hacia el engendro de la pierna a la virulé y aspecto de director general y, haciendo girar un par de veces por encima de su cabeza el envoltorio con las latas de conserva en su interior, propinó un soberbio golpe en la rodilla derecha del desgraciado diablo que no pudo sino caer torpemente de bruces al suelo.
Rosa saltó sobre la víctima y, poniendo ambas rodillas sobre la espalda del trajeado pijo caníbal, asió con fuerza sus brazos y comenzó a rodearlos con gruesa cinta adhesiva de color plata. En un par de minutos, el moroso cadáver estaba en poder de los resistentes.
-Diego, agárralo tú de esa pierna y vámonos para adentro- demandó Rosa con premura y cierta satisfacción en sus hermosos ojos negros.
Diego obedeció casi mecánicamente mientras dedicaba una mirada sorprendida a su desconcertante progenitora.
En un instante, el cuerpo era arrastrado hacia “Ultramarinos Piñero” mientras se deshacía en estériles e improductivas  contorsiones en su ansia irracional por liberarse.
Mari contempló la maniobra con deleite. Su respiración, algo acelerada por el devenir de los acontecimientos, comenzaba ahora a serenarse. Vio pasar el cuerpo del infortunado en dirección a la tienda con cierto regocijo indisimulado.
-Espero que te aprovechara el vino porque los espárragos se ve que te sientan fatal.
___ ___ ___
-¡Vicky! ¡Eso es gente!
Rocío volvió a dirigirse a su madre utilizando el apelativo que empleaban sus alumnas en el centro en el que impartía clases de Literatura. Allí, Virginia Ruiz era “la temida Vicky” en la época de exámenes y “la amiga “Vicky” durante el resto del tiempo.
-¿Dónde, Rocio?
-Allí. Acaban de cruzar el puente. No parecen…  Ya sabes.
-Desde luego que no parecen muertos. Llevan armas- apuntó a su vez Pedro Jr.
Después del estruendo y tras dispersarse la nube de polvo y humo subsiguientes a la explosión de aquel autobús siniestrado, la imagen de un pequeño grupo de hombres armados se dejaba ver en la distancia. Aparentemente, esos hombres avanzaban hacia ellos.
-Parece que vienen en esta dirección – intervino Antonio Giles.
Ginés, el pequeño cabo primero de caballería, vigilaba con desconfianza el cuidadoso despliegue del grupo que se les aproximaba desde la lejanía del puente aún humeante. Parecía lleno de dudas y sus ojos entrecerrados escrutaban la escena con cierta sospecha.
Rocío observó preocupada la actitud del militar.
-¡Virginia! –susurró al oído de su madre. ¡Mira a Ginés!
El hercúleo mecánico también había percibido la alarma en los ojos del  soldado.
-¿Qué pasa? –preguntó.
-No sé. Hay algo aquí que no me gusta. Parecen policías, pero, tal y como están las cosas, no podemos estar seguros de nada. ¿Y si al final resulta que son peores que esos que vienen detrás?
Señaló con un leve movimiento de cabeza al grupo de bestias de ojos blancos que los perseguían.
-A estos , por lo menos, ya los vamos manejando.
-Tienes razón, Ginés –arguyó Rocío, preocupada por el nuevo matiz de la situación- En las pelis pasa eso. Los humanos son peores.
-Y si son polis, tampoco lo vamos a tener muy fácil –terminó por intervenir Antonio-, acabamos de volar una gasolinera y medio barrio de Corea.
-¡Ejem! –apostilló Pedro Jr. tras una tosecilla-. Ha sido Ginés, que es un bestia.
Hubo miradas cruzadas.
Hubo dudas.
Pero también hubo una decisión.
-Mejor vamos a quitarnos de en medio.
“Black Rayo” pareció leer las palabras de su amigo y jinete, el cabo Robles Berciano, y fue el primero en dar la vuelta. El grupo volvió a mirar de frente a la masa de cadáveres que pareció quedar igualmente perpleja y detuvo su inexorable marcha durante unos instantes.
En unos segundos, volverían a tomar el camino hacia la seguridad hipotética de una conocida tienda de ultramarinos. Sería un segundo intento. Quizá fuera el último.
A unos cuatrocientos metros de distancia, el sargento Bautista Morales y la subcomisario Del Campo no salían de su asombro.
-Pero… ¿adónde van estos gilipollas? –exclamó la pelirroja.
-¡Vaya una mierda de rescate! – apostilló Antonio, el joyero guitarrista.


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