27
de Diciembre
El
hombre del traje de Ermenegildo Zegna había conseguido dormir casi tres horas y
eso para él era más que suficiente. Buscó un lavabo y se enjuagó el rostro con
agua bien fría. Se sintió momentánea y extrañamente reconfortado. Con los años,
el sueño se había convertido en el único aliado al que gustaba de entregarse.
Alguna vez hubo una familia e incluso amigos, pero ahora, sólo durmiendo
encontraba algo de paz y la necesaria quietud para escapar de muchos años de
recuerdos enmarcados en el rojo de la sangre y el gris oscuro de la traición y
las intrigas.
Dejó
que el agua fresca resbalara por su cuello y humedeciera la camisa blanca de
Pedro del Hierro que ya pedía a gritos un buen lavado.
Con
un pedazo de sábana se secó la cara y el espejo del pequeño cuarto de baño del
laboratorio le devolvió la imagen de un hombre a quien no conocía.
El
individuo del espejo parecía un anciano de piel cenicienta y agrietada. Tenía
el cuello enrojecido y sangraba abundantemente; una herida profunda dejaba al
descubierto parte de los tejidos internos así como porciones de la tráquea y de
las vértebras cervicales. La boca exhibía un rictus diabólico a medio camino
entre una mueca de horror y la sonrisa de un payaso de pesadilla.
Santiago
Cobreros sacudió la cabeza y cerró los ojos. Cuando los volvió a abrir, la
osadía del cadáver del otro lado del espejo fue aún más allá.
Aquel
despojo miserable le guiñó uno de sus ojos de mármol blanco.
Cobreros
se llevó ambas manos al rostro e inclinó la cabeza. Volvió a cerrar los ojos,
esta vez con una violencia casi dolorosa. La imagen del espejo persistía,
adherida a esa parte de la memoria que se impregna de las vivencias más
terribles y no las deja escapar fácilmente.
-¿Estás
bien? –oyó a sus espaldas.
La
cálida voz de la doctora Solís hizo que el hombre de negro volviera de esa
cruel ensoñación que lo había precipitado a escasos milímetros del paroxismo.
La chica sostenía en sus manos una taza de café humeante cuyo intenso aroma
resultaba en extremo agradable. Cobreros creyó detectar también los suaves reflejos de un perfume fresco y
sensual que emanaban de la piel de la mujer de la bata blanca.
-Sí
–aspiró profundamente-. Creo que sí.
-Me
pareció que estabas…
-Estoy
bien. Gracias. ¿Y usted? ¿Consiguió dormir algo?
-No
mucho.
La
doctora ingirió un pequeño sorbo de café caliente y el oscuro y espeso líquido
hizo que quedara una pequeña mancha en la comisura de sus labios finos, rectos y elegantes.
A
Cobreros le pareció que el delicado “sex-appeal” de la chica cobraba un
simpático matiz de ternura con aquella graciosa mancha de café en la línea de
su boca. Dio un paso hacia la mujer. Ella no retrocedió y seductoramente
mantuvo la mirada firme sin apartarla de los ojos nerviosos del agente especial.
El hombre casi podía oir los latidos de su propio corazón. Dobló una esquina
del pedazo de tela blanca con la que se había secado el rostro y, lentamente,
lo acercó a la boca de la mujer.
Ella
cerró los ojos con cautivadora lentitud.
El algodón apenas rozo la finísima piel de la
mujer pero ese leve movimiento de los dedos varoniles del hombre de negro bastó
para que los restos de café desaparecieran del rostro de
la doctora Solís.
Ambos
mantuvieron ese contacto durante un par de segundos que a ambos se les antojaron
inquietantemente gratos.
-Perdonadme,
tortolitos, pero creo que es hora de irnos.
La
irónica voz del capitán Perea que acababa de aparecer de súbito en tan
romántico escenario, acabó con la magia del instante y devolvió a la pareja a
la prosaica y dramática realidad del momento.
Cobreros,
recuperándose del sobresalto reparó en la excesiva familiaridad del militar y
se sintió profundamente incómodo y algo molesto. El trato entre ellos siempre
se había mantenido dentro de los límites del respeto y hasta de una cierta
cordialidad, sin embargo hoy el pequeño soldado se había mostrado insólitamente
procaz.
La
chica carraspeó y terminó su taza de café de un trago prolongado y definitivo.
Ligeramente
sonrojado, el hombre del traje negro sólo pudo balbucear unas palabras a modo
de precipitada despedida.
-Volveré
en un rato… seguramente -buscó con la mirada el nombre en la tarjeta de
identificación sobre el pecho de la chica- Angeles.
Ella
no acertó a articular palabra, se limitó a asentir con la cabeza.
Cobreros
salió del cuarto de baño pasando por delante del militar. Este se dirigió a la
chica.
-Volveremos
en un par de horas. Ténganlo todo preparado- dijo mientras terminaba de
asegurar un cinturón con algunas granadas de mano en torno a su cintura-. Vamos
a traer a uno de esos mierdas y no creo que sea fácil lo que tenéis que hacer,
sea lo que sea.
-Ya
–acertó a decir la doctora, aún algo azorada.
El
soldado dirigió una mirada nada furtiva hacia el escote de la mujer.
-A
propósito, estás muy guapa esta mañana. Si no fuera porque…
-¿No
nos íbamos? –interrumpió ahora el hombre del traje negro y la camisa de
Cortefiel.
___ ___ ___
Cuando empecé a recuperar la consciencia, el
mundo a mi alrededor era un universo de latas de conserva, botellas de vino,
bolsas de patatas fritas y mil otras viandas de variada procedencia y factura.
Un
dolor intenso en la base del cráneo me traía confusos recuerdos de caras desfiguradas
y amenazantes que me rodeaban en medio
de una atmósfera cargada de tensión y de misterio. Recordaba a los monstruos
emitiendo horrísonos graznidos y siseos repugnantes, recordaba el esfuerzo de
la lucha encarnizada y desigual con algunos de ellos, recordaba la viva e
intensa expresión de odio y de venganza en la cara de aquel individuo de las
gafas de pasta y el hueso de jamón sobre su cabeza… Recordé entonces la fuerza
del golpe, la violencia extrema del impacto…
el dolor… y aquella extraña bruma gris que me condujo de repente a un
laberinto de sombras y de silencios.
-Pedro,
perdona, tío. Es que te moviste de pronto y…
-No
indorda, Chigo- dije, constatando al hacerlo una cierta dificultad para
pronunciar correctamente algunos sonidos consonánticos.
-¿Qué?
–indagó Rosa que sostenía una botellín de cerveza “Paulaner” casi vacío en su
mano derecha.
-Le
digo a Chigo gue do se dreocupe. Esdoy bien –intenté tranquilizar a los
presentes aunque intuía que sin mucho
éxito. La visión de la botella me hizo reparar en un agradable sabor amargo que
hasta ahora no había sabido identificar y que me estaba haciendo salivar en
exceso. Al parecer, me habían reanimado a base de tragos de cerveza bávara bien
fría.
-¡Ostias!
–exclamó Jose María en voz baja, que no obstante, acerté a oir con bastante
claridad-. ¡Ahora habla como un
gilipollas!
-¡Gose!
¡Goder! –le increpé-. ¡Me voy a gadar en du buda badre!
-Lo
importante es que estás bien –intervino conciliadora Pilar-. Y lo malo es que
no nos hemos traído a ninguno de esos.
-¿Y
qué hacemos? ¿Salimos otra vez?
Esta
vez fue Rosa quien habló. Como el resto, había pasado la noche en la
incertidumbre de no saber si yo conseguiría recuperarme satisfactoriamente del
impresionante golpe propinado en la región frontal de mi confusa cabeza por el
menor de los hermanos Piñero con su inseparable y particularísimo hueso de
jamón ibérico, devenido ahora en una especie de “Excalibur” rústica, pero
igualmente mortal.
-¡Pero
ahora voy a ir yo! –exclamó imperativo Diego Piñero-. Llevo demasiado tiempo
aquí parado y vosotros ya habéis hecho bastante.
-¡Pues
yo me apunto! –exclamó Rosa con similar nivel de decisión.
Ambos
se pertrecharon con las ocasionales
armas que habíamos utilizado en nuestra anterior salida.
-¡Vámonos!
–propuso entonces Mari, que terminando de abrocharse un grueso anorak azul con
el logo de “Nike” en la espalda, se
esforzaba ahora en introducir varias latas de espárragos “Cojonudos” en una
bolsa de tela de esas que se suelen utilizar para guardar el pan.
Miramos
perplejos a la señora.
-Bero
Mari… acerté a balbucear.
-¡Tú
te callas! ¡Y túmbate un rato a ver si se te pasa! ¡Que parece que estás
atontado!
Decisión
y arrojo se confundían en el rostro de la mujer con una suerte de inconsciente
determinación por colaborar en lo que todos asumíamos ahora como nuestra
principal tarea: la captura de uno de los cientos de monstruos antropófagos que
rondaban en la noche los alrededores de nuestra guarida.
Mari
abrió la puerta sin esperar al resto de la partida. Se aventuró a dar los primeros pasos hacia el
exterior sin el estratégico respaldo de Rosa y de Diego que se apresuraban ahora
por seguirla.
La
calle permanecía en penumbra. Un profundo olor a sangre corrompida flotaba en
el ambiente. A lo lejos se oían lamentos inidentificables y aullidos
desgarradores que helaban la sangre.
Cerramos
la puerta y en silencio intercambiamos miradas de expectación además de una
sensación de secreta desconfianza. Dejamos al grupo a merced de su suerte. ¿Había
alguna posibilidad de éxito? Nosotros ya lo habíamos intentado y habíamos
fracasado. Esos monstruos eran escurridizos y difíciles de atrapar. En el
interior de “Ultramarinos Piñero”, cruzamos los dedos y rogamos en silencio por
el éxito de la misión o, por lo menos, por el regreso de los cazadores.
Una
vez acostumbrados los ojos, Rosa, Diego y Mari pudieron distinguir en las
inmediaciones de nuestro refugio la silueta inquietante de algunos de esos
desgraciados cadáveres que aún caminaban
por las inmediaciones del establecimiento como patéticas y amenazadoras almas
en pena.
-¿Aquel?
–Rosa señaló a un individuo tambaleante que carecía de la mitad inferior del
rostro.
-¡No!
–respondió Mari.
-¡Ahí
hay otros dos! –Diego Piñero señaló hacia una pareja de chiquillos ataviados
con sendos jerseys de gruesa lana verde
con la efigie de unos renos de simpática expresión bordados en el pecho.
-¡No!
–volvió a intervenir Mari con desconcertante seguridad.
Un
horrendo graznido les hizo volverse hacia el extremo opuesto de la calle, en la
parte más oscura. Un hombre, o algo que en su día pudo haberlo sido, arrastraba
trabajosamente la pierna izquierda grotescamente doblada hacia el interior
mientras se acercaba lenta pero amenazadoramente hacia el trio expedicionario
con los brazos adelantados y una heladora expresión de vacío en sus ojos
blancos de mármol de muerte. Contrastaba con lo demoníaco del conjunto, un
elegante traje de corte clásico con chaleco abotonado y vistosa corbata celeste
salpicada, eso sí, con manchas oscuras de sangre reseca.
-¡Ese!
–apuntó Mari.
-¿Ese?
–inquirió Rosa.
-Si.
Me debe dos cajas de “Viña Albali”. Se
las llevó hace más de un mes y todavía no he visto un duro. ¡Tiene una cara! ¡Ahora
se va a enterar!
La
mujer se adelantó hacia el engendro de la pierna a la virulé y aspecto de
director general y, haciendo girar un par de veces por encima de su cabeza el
envoltorio con las latas de conserva en su interior, propinó un soberbio golpe
en la rodilla derecha del desgraciado diablo que no pudo sino caer torpemente
de bruces al suelo.
Rosa
saltó sobre la víctima y, poniendo ambas rodillas sobre la espalda del trajeado
pijo caníbal, asió con fuerza sus brazos y comenzó a rodearlos con gruesa cinta
adhesiva de color plata. En un par de minutos, el moroso cadáver estaba en
poder de los resistentes.
-Diego,
agárralo tú de esa pierna y vámonos para adentro- demandó Rosa con premura y
cierta satisfacción en sus hermosos ojos negros.
Diego
obedeció casi mecánicamente mientras dedicaba una mirada sorprendida a su
desconcertante progenitora.
En
un instante, el cuerpo era arrastrado hacia “Ultramarinos Piñero” mientras se
deshacía en estériles e improductivas
contorsiones en su ansia irracional por liberarse.
Mari
contempló la maniobra con deleite. Su respiración, algo acelerada por el
devenir de los acontecimientos, comenzaba ahora a serenarse. Vio pasar el
cuerpo del infortunado en dirección a la tienda con cierto regocijo
indisimulado.
-Espero
que te aprovechara el vino porque los espárragos se ve que te sientan fatal.
___ ___ ___
-¡Vicky!
¡Eso es gente!
Rocío
volvió a dirigirse a su madre utilizando el apelativo que empleaban sus alumnas
en el centro en el que impartía clases de Literatura. Allí, Virginia Ruiz era
“la temida Vicky” en la época de exámenes y “la amiga “Vicky” durante el resto
del tiempo.
-¿Dónde,
Rocio?
-Allí.
Acaban de cruzar el puente. No parecen…
Ya sabes.
-Desde
luego que no parecen muertos. Llevan armas- apuntó a su vez Pedro Jr.
Después
del estruendo y tras dispersarse la nube de polvo y humo subsiguientes a la
explosión de aquel autobús siniestrado, la imagen de un pequeño grupo de
hombres armados se dejaba ver en la distancia. Aparentemente, esos hombres avanzaban
hacia ellos.
-Parece
que vienen en esta dirección – intervino Antonio Giles.
Ginés,
el pequeño cabo primero de caballería, vigilaba con desconfianza el cuidadoso
despliegue del grupo que se les aproximaba desde la lejanía del puente aún
humeante. Parecía lleno de dudas y sus ojos entrecerrados escrutaban la escena
con cierta sospecha.
Rocío
observó preocupada la actitud del militar.
-¡Virginia!
–susurró al oído de su madre. ¡Mira a Ginés!
El
hercúleo mecánico también había percibido la alarma en los ojos del soldado.
-¿Qué
pasa? –preguntó.
-No
sé. Hay algo aquí que no me gusta. Parecen policías, pero, tal y como están las
cosas, no podemos estar seguros de nada. ¿Y si al final resulta que son peores
que esos que vienen detrás?
Señaló
con un leve movimiento de cabeza al grupo de bestias de ojos blancos que los
perseguían.
-A
estos , por lo menos, ya los vamos manejando.
-Tienes
razón, Ginés –arguyó Rocío, preocupada por el nuevo matiz de la situación- En
las pelis pasa eso. Los humanos son peores.
-Y
si son polis, tampoco lo vamos a tener muy fácil –terminó por intervenir
Antonio-, acabamos de volar una gasolinera y medio barrio de Corea.
-¡Ejem!
–apostilló Pedro Jr. tras una tosecilla-. Ha sido Ginés, que es un bestia.
Hubo
miradas cruzadas.
Hubo
dudas.
Pero
también hubo una decisión.
-Mejor
vamos a quitarnos de en medio.
“Black
Rayo” pareció leer las palabras de su amigo y jinete, el cabo Robles Berciano,
y fue el primero en dar la vuelta. El grupo volvió a mirar de frente a la masa
de cadáveres que pareció quedar igualmente perpleja y detuvo su inexorable
marcha durante unos instantes.
En
unos segundos, volverían a tomar el camino hacia la seguridad hipotética de una
conocida tienda de ultramarinos. Sería un segundo intento. Quizá fuera el
último.
A
unos cuatrocientos metros de distancia, el sargento Bautista Morales y la
subcomisario Del Campo no salían de su asombro.
-Pero…
¿adónde van estos gilipollas? –exclamó la pelirroja.
-¡Vaya
una mierda de rescate! – apostilló Antonio, el joyero guitarrista.
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